Isabel Burdiel: «Ninguna feminista se atrevió a cuestionar la maternidad como lo hizo Bazán»
David Mejía habla con la historiadora sobre su vocación e intereses: la relación entre historia y literatura, la biografía y el enfoque de género
Isabel Burdiel (Badajoz, 1958) es catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y es especialista en historia política y cultural del liberalismo del siglo XIX. Ha trabajado también sobre la relación entre historia y literatura, y se ha interesado por la dimensión analítica de la perspectiva biográfica. Es directora de la Red Europea sobre Teoría y Práctica de la Biografía y autora, entre otros, de Isabel II. Una biografía (1830-1904) (Taurus, 2011), por la que le fue concedido el Premio Nacional de Historia, y de Emilia Pardo Bazán (Taurus, 2019) por la que le fue concedido el premio de la Real Academia de la Lengua y de la Asociación de Historia Contemporánea.
PREGUNTA.- ¿De dónde proviene tu vocación de historiadora?
RESPUESTA.- Crecí en un ambiente familiar de respeto por el conocimiento. Mi padre era un ávido lector. Crecí rodeada de libros y, en realidad, mi primera vocación era la literatura. Leía mucha ficción, especialmente aventuras. Siempre estuve interesada en la literatura de forma natural. Como adolescente, solía escribir poemas y cosas por el estilo. Cuando llegó el momento de elegir una carrera, mi padre, que provenía del campo del derecho, pensó que debería dedicarme a algo relacionado con ese área. Tenía la ilusión de que me convirtiera en la primera mujer fiscal de las Cortes. No sé por qué tenía esa extraña obsesión. Sin embargo, estudiar derecho me horrorizaba porque en el COU me dio clase un profesor terrible llamado Espinosa. Así que cuando me dieron el dinero para la matrícula, pensé: «Me matricularé en dos cosas para que valgan por una». Por lo tanto, me inscribí en Historia y Filología, pensando que si le presentaba a mi padre dos matrículas en lugar de una, estaría satisfecho. Continué con ellas hasta el tercer año. Luego me di cuenta de que la literatura no la abandonaría nunca y que además la filología, en ese momento, estaba sumergida en la semiótica, lo cual destrozaba por completo el placer de leer y lo convertía en fragmentos sin ningún interés estético o, incluso, teórico. En la Facultad de Historia tuve un gran profesor, Pedro Ruiz Torres, que me hizo comprender que la historia no era simplemente una sucesión de hechos, sino una sucesión de preguntas sobre por qué sucedieron esos hechos y las decisiones que las personas tomaban, influenciadas por el entorno en el que vivían. Dado que sabía que nunca abandonaría la literatura, porque era mi pasión, supe que para quedarme en la universidad, y dedicarme a la investigación, tenía que obtener muy buenas calificaciones, y para lograrlo debía enfocarme en una de las dos disciplinas. Y elegí la historia.
P.- ¿Y en qué momento te decides por el siglo XIX?
R.- Fue cuando hice mi tesina. A todos, en aquella generación, nos interesaba saber cómo llegamos a la guerra civil y cómo se explicaba el franquismo. Pero nuestros profesores nos llevaban aún más atrás. Existía un debate sobre si en España no había habido una verdadera revolución liberal, lo que implicaba que no existía una cultura democrática. De ahí el atraso, el desastre del 98…arraigo esa idea de la “revolución fracasada” que tuvo luego tanto recorrido, sobre todo en la izquierda. Y ahí fue cuando empecé a interesarme por el siglo XIX. Encontré en mi casa un libro antiguo de Cánovas del Castillo sobre la oposición liberal conservadora, con discursos en las Cortes Constituyentes de 1868-1869. Y algo que me enseñó mi profesor, Pedro Ruiz, es que es importante trabajar en algo con lo que no te sientas totalmente identificada políticamente. Ten en cuenta que esto ahora suena extraño, pero aquella era una época de efervescencia política. Entré en la facultad el año en que murió Franco, por lo que la distinción entre historia y política era prácticamente nula. Así que pensé que me interesaba saber por qué existía esa continuidad tan conservadora en la historia de España en el siglo XIX, que luego evolucionó hacia algo más que el conservadurismo.
Hice mi tesina sobre eso, lo cual me valió una reprimenda por parte del tribunal, ya que consideraban que el material era demasiado conservador y también porque estaba trabajando con el diario de sesiones de las Cortes, que dentro de nuestra visión marxista era considerado como algo superestructural. Según esa visión, debíamos analizar hectáreas, entradas de trigo, evolución económica…, pero la política y la ideología eran consideradas superficiales desde ese planteamiento. Sin embargo, yo me adentré en ello, y a partir de ahí me interesó el reinado isabelino, porque pensé que ahí se encontraba la raíz del problema. Y en gran medida, me he quedado ahí.
P.- Es interesante porque has mencionado que recibiste una reprimenda del tribunal y puede que alguien que nos esté escuchando piense que fue una reprimenda por parte de ese conservadurismo. Pero no, la reprimenda viene de la hegemonía marxista.
R.- Sí, en aquella época, el debate era la transición del feudalismo al capitalismo. Si nos despistamos, nos vamos a los extremos. Pero en fin, el debate era ese, y entonces se centraba en la historia social y económica, en cómo funcionaban los señoríos, cuáles eran los privilegios y los privilegiados, las tasas, la fiscalidad, los movimientos campesinos, los movimientos ciudadanos contra el feudalismo.
P.- ¿Y también te interesaban los movimientos sociales?
R.- Sí, me interesaban. Pero digamos que mi curiosidad se centraba en el mundo conservador. ¿Y qué hacían los conservadores? Los liberal-conservadores, durante el período de la revolución liberal, animaban a los movimientos sociales en contra del absolutismo. Lo que hacían era una dualidad política. Trabajaban en las instituciones y al mismo tiempo animaban, intentaban influir y orientar a los movimientos ciudadanos contra el absolutismo.
P.- Después de años de estudio, ¿qué opinas sobre la tesis de la excepcionalidad española?
R.- Creo que España no era tan excepcional. Aquí hemos tenido un doble modelo de comportamiento: económicamente, la Revolución Industrial británica, y políticamente, la Revolución Francesa. Pero nunca ha habido una segunda Revolución Industrial británica ni una segunda Revolución Francesa. Sin embargo, el hecho de que hayan ocurrido condiciona absolutamente todo el comportamiento del liberalismo europeo.
Se ha hablado mucho aquí de ese supuesto «camino especial», como el sonderweg alemán o la trayectoria italiana o española, por tener una tendencia más autoritaria. Pero creo que esa tesis de la excepcionalidad ya ha sido suficientemente cuestionada. Por otro lado, el problema es que se ha asumido que los demás son homogéneos, normales, y la normalidad no existe.
P.- Otra de tus inquietudes es estudiar la relación entre historia y literatura, y esto tiene mucho sentido a la luz de lo que me contabas antes, que eras una lectora de literatura muy apasionada y tenías vocación por las letras, no por las ciencias. Este debate es eterno: ¿cuánta historia se puede aprender leyendo literatura?
R.- Yo creo que se puede aprender mucha historia, no en el sentido literal, de hechos, creyendo que la literatura refleje la realidad. Sino en el sentido de lo importante que es saber ver de qué manera la ficción también trata de analizar la realidad, de comprenderla. Es decir, la idea de que el mundo es tan opaco que contar e intentar analizar se puede hacer con fuentes históricas o con la propia imaginación y observación de lo que la gente hace e imagina. Y en ese sentido, durante todo el siglo XIX, como ha escrito entre otros François Hartog, la literatura ha estado impregnada por un determinado sentido de la historia y viceversa. Los personajes decimonónicos están llenos de historia, de sentido de la historia, incluso cuando hablan poco o nada de ella. Si los ves, son gente definida por su estatus social, su nivel de ingresos, dónde viven, como ven y son vistos por esa nueva teología que es la historia entendida como progreso. Balzac o Galdós leían muchísima historia y eran muy conscientes de sus mecanismos. Es decir, la historia estaba muy, muy presente en la literatura del siglo XIX, mientras que para la historia, lo que había que hacer era despegarse de la ficción. Pero hay una contaminación recíproca. Lo que imaginamos es también un aspecto histórico que hay que estudiar. Informa sobre las emociones, obviamente, pero también sobre lo que consideramos político, sobre lo que consideramos admisible o inadmisible políticamente, etc.. La literatura realista francesa tiene mucho que ver con la Revolución del 48. La literatura española, María, o la hija de un jornalero de Ayguals de Izco , por ejemplo, también crea el sentido común revolucionario. En ese sentido, yo creo que lo imaginado, lo que imaginamos, es tan importante como lo que es “real” en la conformación de las subjetividades y de las decisiones, incluso de las acciones. Hay que analizar, por supuesto, cada caso. Pero leer (y escribir) ficción alarga nuestra humanidad de una manera o maneras que hay que tener muy en cuenta.
P.- Trafalgar, el primer episodio de Galdós. ¿nos dice más de 1805, el tiempo que narra, o de finales del siglo XIX, el tiempo en que Galdós lo está escribiendo?
R.- Las novelas, incluidas las novelas históricas, nos hablan más del momento en que se están escribiendo -para qué se están escribiendo y con qué concepción de la historia se están escribiendo- que del momento al que se refieren. Cuando analizamos literatura como historiadores, no estamos analizando los hechos, en el sentido habitual del término, porque para eso hay fuentes mejores. Estamos analizando una concepción de los hechos, una forma de imaginarlos, de proyectar ilusiones, de proyectar temores, expectativas y también aspectos que la historia deja en la bruma, como los aspectos relacionados con el mundo de lo que llamamos «privado»: las emociones individuales. En ese sentido, creo que la tensión entre historia y literatura y la importancia de cómo acceder al papel de los individuos en la historia es lo que ha creado el espacio de la biografía.
P.- Háblanos de la biografía como subgénero de la historia.
R.- Hay una historiadora francesa que me gusta mucho que se llama Sabina Loriga. En un debate que tuvimos en el Instituto Europeo de Florencia, ella hablaba de que prefería utilizar el término «historia biográfica» en lugar de biografía. La idea es que una biografía no resulta interesante si no plantea una o varias preguntas interesantes. Esas preguntas para un historiador deben ser preguntas históricas. El desafío es analizar a un individuo en sus contextos. Esos contextos son como círculos tangentes: el círculo familiar, el círculo profesional, el círculo nacional, el círculo generacional. Lo que tiene que ver o no con nuestro ser hombres o mujeres, de esta o de aquella raza, etc. Y en algún punto, esos círculos se intersectan. Y en ese minúsculo lugar es donde se encuentra el individuo que puede decirnos algo o iluminar ángulos de la historia que de otra manera no veríamos. Ese es el gran reto de lo que el historiador alemán J.G. Droysen, tan bien estudiado por Loriga, llamaba “la pequeña x”. En ese sentido, para mí fue muy importante leer a Lytton Strachey y a Virginia Woolf, ambos muy interesados en la biografía. Ellos decían que la biografía servía para iluminar con una luz distinta problemas que, de otro modo, no veríamos. Por ejemplo, en el caso de Isabel II, me interesaba saber por qué la monarquía y la Iglesia habían sido obstáculos tradicionales para el desarrollo de un planteamiento liberal progresista en España. Así que decidí adentrarme por el camino de la monarquía. Pero cuando empecé a ver el material, la documentación histórica, el personaje de la Reina me resultó tan extraño y tan opaco que me desconcertó. Ella era un nudo de poder, de deseos y aspiraciones encontrados, en los que su propia personalidad se perdía, y quizás esa pérdida, esa vacuidad, ese agujero negro del poder, era lo que interesaba descifrar.
P.- ¿Cuáles fueron las fuentes más reveladoras?
R.- Tuve muchísima suerte con la documentación que encontré, ya que eran documentos privados de su madre que se encontraban desde el siglo XIX en los sótanos de la banca Rothschild de París. Cuando dejaron de pagar aquel depósito, la banca Rothschild decidió buscar a los herederos, pero resultaron ser unas hermanas más o menos aristocráticas que vivían en Chinchón y no tenían ni idea de lo que era aquello. Les empezaron a llegar un montón de cajas con documentación. Entonces, un librero de libros antiguos lo compró por muy poco dinero, por un millón de pesetas, y luego terminó en el Archivo Histórico Nacional. Tuve la enorme suerte de ver cómo abrían una caja sellada con lacre. Lo catalogaban de inmediato y yo lo veía. Ahí surgían personajes extrañísimos. Donoso Cortés haciendo cosas alucinantes que tenían muy poco que ver con lo que se leía en el diario de sesiones de las Cortes. Y la Reina como una niña acosada por fuerzas que no comprendía, halagada para ser más y más manipulada, en una familia disfuncional.
P.- Isabel II fue reina desde los tres años.
R.- Sí, su padre murió cuando ella tenía tres años y desde entonces tuve título de reina, pero el poder -hasta que Isabel cumplió trece años- lo ejerció como Regente su madre, María Cristina de Borbón, la última esposa de Fernando VII.
P.- Fueron diez años de regencia.
R.- Sí, pero a los 13 años carecía, prácticamente, de educación moral, histórica, política, constitucional… Bueno, aquello fue un auténtico desastre. Y te digo más, Donoso Cortés le escribió al marido de María Cristina de Borbón: «Mire, los progresistas no necesitan a la Corona, a la Reina, porque tienen a las turbas. Nosotros necesitamos el trono porque no tenemos a las turbas, no podemos soltar esta presa». Y así trataron a Isabel II, como una presa, como un poder secuestrado. El personaje es absolutamente opaco, entre otras cosas, porque era opaco para ella misma. La capacidad de introspección de esa niña-mujer era nula, pero ella sabía que todo el mundo quería su poder y fue aprendiendo a usarlo de forma que los que intentaron secuestrar ese poder, terminaron secuestrados por el poder de la reina. Se bloquearon o al menos interceptaron mutuamente, también se beneficiaron, pero todo ello en un ambiente político de regate muy corto, muy miope, tremendamente insolidario con la mayoría de la población, tremendamente oligárquico. Aquellos documentos me dieron una dimensión que no habría tenido si me hubiera dedicado a estudiar lo que en ese entonces estudiaba, que eran los grandes tratados sobre la Corona: qué papel debería tener la Corona en el sistema constitucional, si tiene veto, si no tiene veto, cómo se debaten los temas constituyentes en las Cortes… Yo decidí adentrarme en la Corte porque tuve la suerte de encontrar esa documentación y porque aquel mundo me fascinó: con una fascinación horrorizada.
P.- ¿Y qué es lo más llamativo que aprendiste de Isabel II?
R.- Lo más impactante es el absoluto desquicio y la opacidad total del personaje, la constante manipulación. Me llamó la atención que los moderados o los liberales moderados, que la secuestraron como una presa, según decía Donoso Cortés, terminaron recibiendo el efecto boomerang y siendo ellos mismos secuestrados por la Corona. Es decir, era un juego político de laberinto y suma cero. Lo que realmente buscaban era controlar a la Corona, pero se fragmentaron en diferentes camarillas, todas persiguiendo lo mismo. Y la reina aplicó con cada vez más pericia el lema -a la postre suicida- de «divide y vencerás».
P.- Después de la Revolución Gloriosa, cuando tenía 38 años, tiene que exiliarse.
R.- Se exilió en París. Al principio esperaba regresar. Luego se dio cuenta de que Cánovas del Castillo le dejó claro que la restauración solo era posible a través de su hijo, ya que ella estaba totalmente desprestigiada, incluso entre los liberales conservadores. Pero ella quería regresar como Reina Madre. Cánovas le escribió para decirle que ella representaba de tal manera los errores de su reinado, que su misma presencia -aún en un plano discreto y privado- en España enturbiaría del reinado de hijo. Había que evitar esa contaminación, y entonces se encontró en una situación en la que su exilio era, implícitamente, de por vida; algo similar a lo que le sucede al actual rey, que es una china enorme en el zapato de la monarquía.
P.- Hablamos de una institución que, en muchos aspectos, es anacrónica y que sigue rigiéndose por códigos que no están vigentes en otras instituciones. ¿Ves paralelismos entre aquella monarquía y la monarquía actual en ese tipo de protocolos?
R.- Es muy diferente la monarquía constitucional oligárquica, con un enorme poder del siglo XIX, a una monarquía democrática en la que el Rey no tiene poder político real. Pero sí existe una dimensión moral. Una sensación de que hay que evitar la impunidad. En el caso de Isabel II, porque la Corte era fundamentalmente absolutista, y en el caso del Rey emérito, porque se pactó el silencio sobre su comportamiento privado. Y cuando digo privado, no solo me refiero a los asuntos amorosos que tienen cierto interés, sino también a las relaciones entre política y negocios. Ese pacto se hizo a cambio de un comportamiento político útil para la democracia. Es un tema interesante que me gustaría analizar más, pero ya existen buenos trabajos sobre Juan Carlos, aunque valdría la pena profundizar desde la perspectiva de la codicia. Un tema relacionado con el hecho de que la Corona española es muy pobre. La Corona británica saqueó las arcas públicas en los siglos XVIII y XIX, pero aquí no. La Corona española quedó muy empobrecida después de la revolución liberal.
P.- Entiendo que también habrá cierto temor frente a la instabilidad. Alfonso XII fue el último rey español que murió en el trono.
R.- Sí, en una situación política tan turbulenta como la española, supongo que también existe ese temor. Además, Juan Carlos sabía que la democracia española pendió de un hilo. No quiero entrar en un debate de actualidad. De todas maneras, la monarquía tiene una gran capacidad de adaptación, al menos en potencia. Si te fijas, después de la revolución liberal y hasta la I Guerra Mundial, todas las monarquías, excepto en Francia a partir de 1874, se han ido adaptando progresivamente a los cambios políticos, especialmente las monarquías nórdicas. Están en países especialmente democráticos. Así que la idea de que hay una incompatibilidad sustancial entre la monarquía y la democracia no se sostiene. Es una institución arcaica y anticuada en muchos aspectos, pero demuestra una gran capacidad de adaptación y utilización política y simbólica precisamente de lo arcaico y anticuado mezclado con lo moderno. Eso es el mejor de los casos. Y pueden ser muy útiles desde el punto de vista simbólico, desde el punto de vista de cierta estabilidad. El hecho de que haya una institución absolutamente neutral, ya que hemos visto que, por ejemplo en España, la judicial no lo es, ni tampoco el legislativo. En algunos países puede ser muy útil.
P.- ¿Siempre has tenido inquietud por estudiar el papel histórico de las mujeres?
R.- Es algo que se fue imponiendo. Yo empecé como historiadora política, sin preocuparme especialmente por el tema de las mujeres. Y a medida que la historia de las mujeres se fortalecía y se volvía más compleja y sofisticada, me fui interesando cada vez más por ella. Isabel Morant, la fundadora y muchos años directora de la colección Cátedra Feminismos, que es una colección que ha tenido mucho éxito editorial en España y funciona muy bien en Latinoamérica, me propuso hacer una introducción a la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft. Se suponía que sería un trabajo de un mes, pero me pasé un año trabajando en Mary Wollstonecraft. Me apasionaron el personaje y sus dilemas, porque eran dilemas que yo también había tenido. Dilemas muy contemporáneos para las mujeres.
P.- Es interesante esa identificación con el personaje al que estudias.
R.- Hacer historia de las mujeres me involucraba emocionalmente de una manera que me resultaba, debo confesar, incómoda. Recuerdo que al trabajar sobre Mary Wollstonecraft, sus dudas, sus problemas, su lucha intelectual, su sensación de tener un techo que la ahogaba y dificultades en relación con ese tema tan importante y actual de “¿de quién se enamoran los hombres y de quién se enamoran las mujeres?” todo eso me interpelaba de una manera demasiado emocional y yo no quería tantas emociones en el trabajo.
P.- ¿Esa emotividad provenía de tu juventud o de la cercanía con el objeto de estudio?
R.- Yo creo que tenía que ver con ambas cosas. Cuando eres joven eres más insegura y también más cartesiana. Luego te das cuenta de que no pasa nada, de que incluso puedes dejar un poco al margen tus propios sentimientos, puedes manipularlos, hacer que te sirvan intelectualmente. Utilizar la ironía como mecanismo de distanciamiento. Jugar analíticamente con lo emocional y lo intelectual, aprender que no existen separadamente, etc. Cuando estaba trabajando sobre Mary Wollstonecraft, recordé que su hija era Mary Shelley y que ella había escrito Frankenstein, y hablaba mucho de cómo las mujeres se convierten en monstruos debido a una determinada educación. Entonces dije, bueno, voy a buscar una buena edición de Frankenstein para informarme mejor. Y me di cuenta de que no existía, no había ediciones adecuadas. Lo comenté y me encargaron la edición de Frankenstein.
P.- Por hablar.
R.- Sí (ríe), pero fue apasionante trabajar sobre Frankenstein y poder unir mis dos pasiones, la historia y la literatura. Recuerdo estar en Oxford, y tener el manuscrito de Mary Shelley frente a mí. Fuera nevaba y había árboles que no recuerdo cómo se llaman, pero florecían con la nieve. Había un bibliotecario con toga que tartamudeaba como si imitara a un inglés de libro, o de tópico. Y yo viendo el manuscrito escrito por Mary Shelley y en los márgenes las correcciones persistentes de su marido. Y en la parte de atrás, la lista de la compra: patatas, cebollas. Esa mezcla… Y luego, el relato de Frankenstein es tremendamente polisémico… Fue uno de los momentos intelectuales más intensos de mi carrera, junto con descubrir las cajas del archivo privado de la regente María Cristina de Borbón.
P.- Eres autora también de una biografía de Emilia Pardo Bazán. Aunque la afrontaste con otra madurez, entiendo que su figura también te interpelaba.
R.- Sí, desde luego. Era una persona con una tremenda voluntad de convertirse en escritora desde muy joven, y lo tenía muy difícil. También tenía muchas facilidades familiares y eso me interpelaba. Me interesaba la mezcla entre su posición social de privilegio y su lugar en los márgenes por ser una mujer. Pero con mucha más distancia. Y además, Pardo Bazán era una mujer extraordinariamente inteligente, muy imaginativa y al tiempo nada sentimental. Probablemente lo que hoy llamaríamos altas capacidades, ya que era capaz de escribir cuentos, libros, reseñas críticas, teatro. Tener una intensa vida social. Era un fenómeno de la naturaleza y muchos de los desafíos que ella se planteaba, los techos de cristal o no, son desafíos muy modernos. Por ejemplo, ya se planteaba el tema de la maternidad, de la relación entre escribir y tener hijos, algo que también me ha pasado a mí y a muchas otra mujeres con sus respectivos trabajos.
P.- Y que sigue siendo un debate sobre el que se escribe mucho.
R.- Estás dividida entre dos cosas importantes en tu vida: la maternidad y la escritura. O, en sentido más amplio, la profesión. Y ella lo planteaba de esa manera. Pero ella hizo algo. Era carlista y luego se convirtió en conservadora. Coqueteó, al igual que muchos, con la idea de la dictadura a partir del 98, y al mismo tiempo, tenía un feminismo muy radical y muy moderno. Tan radical y moderno que no tiene nada que ver con el feminismo de otras mujeres que políticamente eran progresistas, como Concepción Arenal, que pensaba que las mujeres tenían una naturaleza distinta, más compasiva que los hombres. Y Pardo Bazán no podía soportar ese tipo de esencialismo. Ella decía que las mujeres podían tan compasivas o menos compasivas que los hombres, dependiendo de qué mujeres, en qué contexto y de qué manera. Planteaba que la identidad de la mujer no tiene que estar identificada con la maternidad. Que un árbol es un árbol, aunque no dé frutos.
P.- Su padre era un hombre progresista.
R.- Sí, su padre era un liberal progresista. Así que, para ella, fue muy importante hacer una combinación extraña entre un catolicismo que ella idealizó y un catolicismo que liberaba a las mujeres porque hablaba de la igualdad de las almas. Y eso siempre lo mantuvo. Pero creo que también era retórica para ella misma. Luego estaba el feminismo de Harriet Taylor y John Stuart Mill, lo cual dio un poder enorme a su feminismo. Ninguna feminista del siglo XIX se atrevió a cuestionar la maternidad de la manera en que lo hizo ella (que fue madre de tres hijos) y no sólo en España, sino en buena parte (o toda) Europa, excepto quizás las mujeres socialistas o anarquistas.
P.- Hay una novela suya que me gusta mucho, que es Insolación, donde reivindica el placer sensual de la mujer.
R.- Eso también es muy raro en las mujeres. La descripción del cuerpo de un hombre como objeto de deseo es muy rara en la literatura del siglo XIX. Y ella decía algo que es casi freudiano. Decía: «¿Por qué no podemos hablar del muslo de un hombre, o de la cosquillita o la belleza de un bigote?». Lo que no se habla, lo que no se dice, lo que se oculta, se pudre. Así lo veía Freud. Insolación es una novela sobre dejarse llevar por la pasión. Y luego es transgresora por una razón que es exactamente lo contrario de lo que se piensa: tiene un final feliz. Todas las otras novelas en las que se habla de las pasiones de las mujeres tienen un final trágico: Madame Bovary, La Regenta, Ana Karenina. Todas las mujeres que tienen sensualidad son castigadas por ello. Y, sin embargo, esta novela termina tranquilamente mientras ella y el señorito andaluz, este Pacheco, que es una invención para servir al argumento, hablan tranquilamente de si se casan o no se casan. Por eso causó tanto escándalo: porque en el contexto de una sociedad que tenía como uno de sus ejes vertebradores el matrimonio (el gran destino y premio de las buenas mujeres), una mujer no especialmente buena no era castigada y se casaba, era considerada respetable…Es lo más transgresor que he leído sobre las mujeres protagonistas de las novelas del XIX, aunque una visión superficial y anacrónica parezca decirnos lo contrario
P.- Diría que hay otro elemento transgresor, que es la reivindicación del calavera, una figura a la que se había negado toda utilidad social en la España liberal.
R.- Un poco, sí. Es una novela muy interesante y además tiene una lectura muy compleja, de muchos planos de discusión. Si te fijas, es una novela de amor, pero también es una novela sobre qué es España, cómo es España. En las tertulias de la Condesa de Andrade se habla de si el carácter español es más o menos pasional. Te da el sol y te vuelves loco, loca, más pasional, que en los países europeos. Y eso tiene mucho que ver con el debate sobre las razas, las naciones. España como la antesala de África, etcétera. Y hay una discusión sobre eso interesantísima en la que ella, como siempre, pone por delante al individuo y sobre todo a la clase social. Nos dice que las clases aristocráticas o dirigentes son iguales en todas partes. El problema de la aristocracia española es que es muy plebeya y, curiosamente, se junta con la plebe y pasa lo que pasa…Una discusión que enlaza género, nación y clase de manera muy inteligente y creativa.
P.- Es también interesante la relación de Emilia Pardo Bazán con los escritores de su generación, ¿Qué te transmitió cuando revisabas el epistolario que mantuvo con ellos?
R.- Me transmitió el deseo de hacerse presente en ese círculo. Es decir, tener un espacio y los contactos necesarios para que te publiquen, poder discutir de literatura, pero sobre todo, de dinero, que es lo que hacen todos los escritores y artistas. Ella quería formar parte de ese círculo. Luego todos se reían un poco de ella, que además era totalmente volcánica, no tenía conciencia de los límites. Menéndez Pelayo y Juan Valera, por ejemplo, hablan de ella en su correspondencia como una mujer muy ambiciosa a la que había que frenar. Sin embargo, ellos hacen exactamente lo mismo, para lograr sus objetivos profesionales, que le critican a ella. Pero lo que en ellos es ambición legítima en ella es algo obsceno, anti femenino. Era suficientemente lista como para, probablemente, darse cuenta de lo que estaba pasando. El que más respeto tuvo por ella era el más inteligente de todos y el mejor escritor: Galdós. También gente realmente culta e inteligente como Giner de los Ríos o Rafael Altamira. Pero Galdós es una de las lecturas que he descubierto escribiendo sobre Pardo Bazán. En mi casa, mi padre, que era un hombre formado en las vanguardias, decía lo típico: que las novelas de Galdós olían a cocido. Sin embargo, en Galdós hay una generosidad y una empatía que Clarín, por ejemplo, no puede tener; Clarín era alguien muy mezquino moralmente con las mujeres.
P.- ¿Qué importancia le das a tu propio estilo al escribir?
R.- Para mí es muy importante. Soy muy lenta escribiendo porque necesito que la frase, el capítulo y el libro tengan ritmo. Yo estuve un año en Estados Unidos y llegué en plena efervescencia de la jerga posmoderna. Con la edad, crecientemente, he ido despojando la prosa de toda esa jerga y he querido que la gente, sea quien sea, pueda leer un libro de historia, comprender y aprender y entretenerse. Para mí el estilo es fundamental y tiene que ver también con el respeto al lector.
P.- Cerramos con la pregunta habitual: ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?
R.- Hay una historiadora relativamente joven que se llama Ester García Moscardó, que trabaja mucho en cuestiones de raza y de género, y que es una persona muy inteligente y al mismo sentido con sentido del humor muy interesante personal e intelectualmente. También te sugeriría a Mónica Bruguera, profesora de la UNED, que ha trabajado muy sobre historia y literatura de mujeres. Por otra parte, estoy un proyecto europeo que se plantea el problema de la Ilustración y el liberalismo desde el punto de vista de la historia de las mujeres y de la cuestión de la raza. Mónica Bolufer es la directora de este proyecto. También tenéis aquí a una historiadora excelente, a Florencia Peyrou. Y me gusta muchísimo lo que hace, desde el punto de vista de la historia global, un profesor de la Universitat Pompeu Fabra, Pol Dalmau. Él y su compañero Jorge Luengo están escribiendo un libro importante sobre esta cuestión.