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Cultura

'El cocinero', una novela que repasa nuestra memoria gastronómica

Luis Cerezo hace en su último libro un recorrido por las recetas del Renacimiento, con la complicidad de Juan María Arzak

‘El cocinero’, una novela que repasa nuestra memoria gastronómica

Luis Cerezo posa con un ejemplar de 'El cocinero'. | Cedida

La premisa es audaz en tiempos de argumentos corrientes: Alvar Mondragón Cepeda, un niño renacentista, queda huérfano con tan sólo cinco años y comienza una lucha solitaria por la supervivencia que le llevará a desarrollar un gran talento en los fogones y a acabar sirviendo en las peligrosas dependencias de la Inquisición. 

Este Alvar, una suerte de Lazarillo, está dotado con una extraña facultad: la hipermnesia congénita, una manifiesta incapacidad de olvidar. Así, recuerda cada matiz de absolutamente todos los alimentos que se ha llevado a la boca desde que nació, y su agilidad mental le vale para sortear más de un centenar de peligros y asedios. En THE OBJECTIVE hemos hablado con el autor de El Cocinero (Editorial Contraluz, 2023), el escritor, músico y cineasta Luis Cerezo, que ha armado su novela con una documentación profusa, además de con un lenguaje extraordinario.

«He revisado crónicas indescifrables, tratados romanos, mapas rarísimos, recetarios antiguos y modernos, estudios de bótica sobre hierbas, venenos o alucinógenos, grimorios, manuales de hechizos y de medicina para conocer las etapas del hambre, por ejemplo», comenta al respecto. En el exhaustivo proceso no ha estado solo, pues ha contado con la preciosa colaboración de Julián Clemente, catedrático de Historia Medieval, y de Alfonso Rodríguez, catedrático de Historia Moderna, así como con el gastrónomo experto en cocina medieval Antonio Gázquez y con el archipremiado Juan María Arzak. 

El escritor Luis Cerezo.

«Necesitaba el punto de vista de un verdadero maestro, aunque lo que más me ha impresionado de Juan María es su calidad humana, su modestia y su paciencia», comenta Cerezo. Con el famoso cocinero conversó y se escribió largamente para la confección de la novela: «Un ejemplo es donde se menciona la calabaza con jugo de colocasia, nos preguntábamos si ya llegó a Europa; o el laserpicio, una planta extinguida hoy, pero que resulta que era muy valorada en la cocina mediterránea. Y claro, luego están mis preguntas sobre recetas imposibles».

Sabores impensables

Efectivamente, los más impensables sabores se combinan en la prosa de El Cocinero, donde podemos encontrar hasta la receta de una paella de rata. Como lo leen. Pero ¿cuál es la preferida del autor? «Las anguilas de mazapán con jugo de cáñamo y pócima para ver hadas me gustaría probarla, aunque no estoy seguro de sea posible en el presente marco legal», contesta con simpatía quien afirma ser un «cocinero incompetente» y sufrir lo indecible ante los fogones, no como su recién alumbrado héroe. 

Otro de los aspectos que en El Cocinero sorprende es la recopilación de sucesos históricos fascinantes, como una epidemia de baile renacentista que puso patas arriba una localidad entera, como si estuviera sumida en los años fuertes de la ruta del bakalao. «Quería recorrer escenarios y personajes reales a través de un librepensador. Antes como hoy, disentir es peligroso. Sólo puede hacerse pasados algunos siglos. Deseaba también acercarme a fantasías alucinantes. Algunos fenómenos loquísimos que describo parecen irreales pero existieron», contesta Luis sobre ello, a lo que añade: «En el Renacimiento aún la diferencia entre realidad material y espiritual era muy difusa y hoy volvemos a esa circunstancias». 

Para trasladar al lector con acierto a la época en la que se desarrolla la trama, el trabajo del autor también ha sido profuso en cuanto a la elección del lenguaje. Este es un botón de muestra: «Iban dos hombres al frente y, al verme, el que tenía libres las manos tomó un arma que portaba entre los pies. Pedí limosna y, tal como me instruyeron, comencé a cantar y a hacer cabriolas, a pesar de que el hombre del chuzo intentó ahuyentarme acercando a mi cara la moharra». 

Pícaro

«Tuve que pasar mucho tiempo leyendo crónicas y literatura de la época, hasta el punto en que pensaba en frases compuestas, como si fuera Pigafetta, el cronista de la circunnavegación del mundo», apunta el escritor con un sentido del humor afilado, que contrasta con el grado de sordidez que en ocasiones adquiere su novela. «Charles Chaplin pasó mucha hambre. Y por eso hizo lo que hizo. En mi caso sé lo que es ir a buscar trabajo con los zapatos rotos. A mayor oscuridad, más brillan las estrellas, y humor y tragedia son inseparables», observa.

Su protagonista, además de tener un memorión de órdago, tiene otra particularidad, en este caso física: es un tapón. Cerezo dice que para enfrentarse «a un espadachín mortífero» (uno de sus múltiples enemigos en el trayecto) generaba más suspense «un pícaro bajito que un duro capitán de los tercios». Coincidimos.

Y ese pícaro bajito, tapón y más memorioso que el Funes de Borges es capaz de llevarnos con su sapiencia alquimista a una conclusión certera: en la comida reside nuestra memoria sensorial. «Cuando olemos o saboreamos algo, las señales sensoriales viajan a través del bulbo olfatorio y el tálamo, llegando al sistema límbico, la parte del cerebro responsable de las emociones y los recuerdos. Almacenamos lo que comemos, bebemos y olemos en nuestra memoria anímica. Cuando volvemos a percibir esas sensaciones, se activan los recuerdos y las emociones asociadas. El olor y el sabor están estrechamente vinculados con aquello que llamamos alma», concluye el autor. 

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