Ruiz Vargas: «La memoria no guarda lo que ocurrió, sino lo que nos ocurrió a nosotros»
El Catedrático de Psicología habla sobre los misterios y certezas de la memoria, a propósito de su último libro
José María Ruiz Vargas (Doña Mencía, Córdoba, 1946) es catedrático emérito de Psicología de la Memoria en la Universidad Autónoma de Madrid, donde imparte esa materia y otras afines desde 1974. Desde que realizó su tesis doctoral sobre memoria y esquizofrenia, su labor investigadora ha estado centrada en cómo funciona la memoria en personas con y sin alteraciones neuropsicológicas. Es autor de obras académicas como Psicología de la memoria, La memoria humana. Función y estructura y Manual de psicología de la memoria. Acaba de publicar un ensayo fascinante para un público no académico que condensa sus investigaciones sobre la memoria: Se titula La memoria y la vida, publicado por la editorial Debate.
PREGUNTA.- Me gustaría que nos explicaras cómo ha sido tu camino. Naciste y creciste en un pueblo de Córdoba.
RESPUESTA Exactamente, en un pueblo que se llama Doña Mencía. Está en el sur de la provincia de Córdoba. Es un pueblo blanco, precioso. Nací allí en 1946. Mis recuerdos de infancia me permiten calificarla como feliz: una infancia de pueblo. Fíjate, David, que siempre les digo a mis estudiantes que afortunadamente nací en un pueblo. Desde mi perspectiva, nacer en un pueblo es un regalo de la vida por la libertad que tienes. Lo comprobé cuando vine a Madrid, donde los niños prácticamente tenían que estar bajo la tutela de sus padres. Y no solamente disfruté de la libertad, también del contacto inmediato con la naturaleza desde muy pequeño.
P.- ¿Algo en tu infancia permitía anticipar que llegarías a ser catedrático de universidad?
R.- En absoluto. Además, nací a finales del 46 y es importante contextualizar ese momento. En realidad, en los pueblos las oportunidades para la infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud eran muy limitadas. Prácticamente no había opciones, pero tuve la suerte y la oportunidad, antes de cumplir los diez años, de ingresar en un internado de los jesuitas en Úbeda para estudiar. Y en aquella época, estudiar ya era un privilegio, independientemente de la clase social. Y en ese internado estudié lo que se requería en aquel momento, el bachiller superior. Tuve la oportunidad de estudiar Magisterio allí mismo. A los 19 años, ya había terminado, tenía mi título, pero tenía amigos muy cercanos en Madrid que estaban estudiando en la universidad. Ahí fue cuando empecé a ver la posibilidad de entrar en contacto con la universidad, pero solo como estudiante. Quería seguir estudiando. Mi padre, por cierto, era un hombre sabio, con una visión profunda. Amaba el conocimiento y desde pequeño me decía: «Hijo mío, en la vida lo más importante es el conocimiento. Estudia. El dinero es lo de menos. Lo más importante es saber». Así que terminado Magisterio en Úbeda, vine a Madrid. Tenía familia aquí, así que vine. Mi interés por la psicología crecía, eso sí es cierto. Pero en ningún momento me planteé convertirme en profesor. Me matriculé en la recién inaugurada Universidad Autónoma de Madrid. Era el curso 1968-69. Ahí es cuando comienza la Autónoma como universidad. Por lo tanto, ingresamos en primer año y éramos los únicos estudiantes.
P.- Los de primero erais los mayores.
R.- Siempre éramos los mayores, claro (ríe). En aquella época no existía la Facultad de Psicología en España, así que teníamos que entrar a través de la Facultad de Filosofía. Hacíamos un año de cursos comunes y comenzábamos en segundo año. Siendo de primer curso, había anécdotas interesantes. Por ejemplo, llegábamos a octubre, que era cuando comenzaban los cursos, y en realidad no sabíamos qué asignaturas tendríamos. La Psicología existía en España, pero durante el conflicto de 1936 y décadas posteriores desapareció la facultad. Así que las asignaturas que cursábamos en segundo o tercer año eran… bueno, con todo cariño, bastante improvisadas. Por ejemplo, puedo contarte que en mi primer año de Psicología, es decir, en mi segundo año de estudios, tuve una asignatura llamada Introducción al Psicoanálisis. Y la inclusión del psicoanálisis se debía a que había profesores o personas cercanas que los diseñadores del currículo de esa época que pensaron que podrían enseñar psicoanálisis. Pero mi intención desde el principio era estudiar psicología para convertirme en psicólogo clínico.
P.- Los estudiantes de psicología suelen querer ser psicólogos clínicos. En tu caso, ¿por qué cambiaste de opinión?
R.- No es que cambiara de opinión. Ya cuando estaba en 4º curso, me movía bastante porque entendía que había que avanzar en la vida y también en la facultad. Así que me convertí en asistente voluntario en la clínica psiquiátrica de la calle Ibiza, perteneciente a lo que era la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, actualmente la Ciudad Sanitaria o el Hospital Gregorio Marañón. Las clínicas aún están en la calle Ibiza. Trabajé allí como psicólogo asistente voluntario durante varios años, y tanto yo como el equipo estábamos contentos. Mi ilusión era seguir siendo psicólogo clínico. Pero a medida que avanzas en la vida, te das cuenta de que todo son coincidencias y casualidades. Cuando los estudiantes vienen a mi despacho buscando orientación, siempre les digo que deben tener objetivos a corto plazo, porque luego la vida te puede llevar a hacer algo que nunca imaginaste. Siempre menciono mi ejemplo personal: comencé a estudiar Psicología con la intención de convertirme en psicólogo clínico, pero estando en la clínica psiquiátrica, acumulé datos y tuve una serie de pacientes muy específicos. Entonces se me ocurrió hacer mi tesis de licenciatura, lo que se llamaba tesina en ese entonces, con este grupo de pacientes, que en aquel tiempo se les denominaba pacientes orgánicos o cerebrales. Así que volví a la Universidad Autónoma, para hablar con una persona que había sido profesora y amiga, y que en ese momento era la directora del departamento, para plantearle si estaría dispuesta a ser mi directora de tesis, y ella aceptó con entusiasmo. Y entonces vino la primera casualidad. Ella me preguntó: «¿No estarías interesado en una plaza como profesor ayudante aquí en la universidad?» Aquello me impactó. No lo había considerado en absoluto. Además, en ese momento tenía que ir a hacer un campamento de milicias, y durante el campamento en Toledo, mientras pensaba y reflexionaba, empecé a ilusionarme con la carrera de Psicología y la idea de convertirme en profesor, algo que nunca me había planteado. Y finalmente, dije que sí y entré como profesor ayudante en el año 1974.
P.- Tus padres estarían muy orgullosos.
R.- La mayoría de mis logros personales se los he dedicado a mis padres. A propósito de eso, te contaré una anécdota. Cuando gané la cátedra, tras superar la oposición para obtenerla ‒lo cual era muy difícil en aquellos tiempos‒, lo primero que hice fue llamar a mi padre para contarle que lo había logrado. Y él me dijo que la había ganado sin que nadie me echara una mano, como debe ser. Fue una gran alegría.
P.- ¿Y cómo surgió tu interés por el tema de la memoria?
R.- Como mencioné antes, todo esto también es producto del azar. Curiosamente, a lo largo de mis estudios de psicología, no tuve ninguna asignatura que se llamara Psicología de la memoria, o algo similar. Nadie me explicó qué era la memoria ni nada por el estilo. Sin embargo, hubo una serie de casualidades. En el año 1975, si mal no recuerdo, llegó a la Universidad Autónoma un catedrático llamado José Luis Fernández Trespalacios, quien luego se convirtió en mi director de tesis. Al año siguiente de su llegada, decidió utilizar un libro de texto para los estudiantes, un libro que acababa de ser traducido del inglés y que se publicó en Estados Unidos en 1972. Los autores eran Peter H. Lindsay y Donald A. Norman, y el libro se titulaba Human information processing: An introduction to psychology, que se tradujo más o menos como Procesamiento humano de la información. Este libro se convirtió en una referencia importante, ya que fue uno de los primeros textos sobre lo que ahora conocemos como el nuevo enfoque de la psicología del procesamiento de la información, o como se le llamaba en otras universidades americanas, la psicología cognitiva. Y ese libro me abrió los ojos a un mundo apasionante.
P.- ¿Ese es el principal cambio de paradigma que has experimentado dentro de la disciplina?
R.- Exactamente, lo viví en carne propia, como se suele decir. En realidad, la psicología estaba en sus inicios. Como mencioné, soy parte de la primera promoción, así que no había grandes psicólogos aquí. Había profesores como José Luis Pinillos, que eran las referencias de la época y tenían una formación muy ecléctica. Pero lo que predominaba, dado que estábamos muy influidos por los libros que se traducían de autores estadounidenses, era el conductismo. Sin embargo, también teníamos una tradición más humanista y una corriente funcionalista de la conciencia. Además, el psicoanálisis también tenía una gran influencia en toda Europa. Recuerdo que en aquel entonces, cuando comencé a adentrarme en este nuevo paradigma y a planificar mi tesis doctoral, los planteamientos eran muy elementales y simplistas. Nos preguntábamos: «¿Eres conductista o psicoanalista?». Esa era la dicotomía que se planteaba en aquel momento.
P.- ¿Y por qué era distinta la psicología cognitiva?
R.- El presupuesto fundamental de la psicología cognitiva es que las acciones humanas tienen sus raíces en procesos cognitivos. Parece algo obvio, ¿verdad? Antes de hacer algo, una persona planifica su acción y luego la ejecuta. Ese es el enfoque de la psicología cognitiva, el enfoque mentalista. Los antecedentes causales del comportamiento son estados y procesos mentales. Es algo elemental. Sin embargo, esto fue negado durante muchos años. El conductismo sostenía que la mente era una «caja negra», y hablar de la mente era considerado filosofía. Ese era el planteamiento simplista del conductismo, que defendía el fisicalismo absoluto y solo se centraba en estudiar los estímulos y respuestas manipulables. Pero, ¿no te das cuenta de que para comprender el comportamiento humano, necesitas saber qué ocurre en la mente de las personas? Es algo tan obvio. Es por eso por lo que el enfoque de la psicología cognitiva era tan necesario.
P-. Y ahí aparece la memoria.
R.- Cuando empecé a estudiar el libro de Lindsey y Norman, descubrí la importancia de la memoria, aunque en aquel momento todavía no tenía la visión que tengo ahora. A raíz de ese libro, comencé a proyectar mi tesis doctoral. Me encontré con un fenómeno llamado memoria sensorial, que solo se puede observar en el laboratorio y que es fundamental, como la memoria icónica a nivel visual. Empecé a pensar en cómo conectar esto con la esquizofrenia, ya que había trabajado en una clínica psiquiátrica y eso aún resonaba en mí. Entonces se me ocurrió una hipótesis: ¿Podría ser que los problemas de pensamiento que experimentan los esquizofrénicos, ese desorden formal de pensamiento, estuvieran relacionados con un fallo en las primeras etapas del procesamiento de la información? ¿Y que este fallo repercutiera en niveles superiores y se manifestara en pensamientos alterados? La memoria icónica, una forma de memoria sensorial, no tiene límites en cuanto a su capacidad, pero es de muy corta duración, alrededor de 50 milisegundos, y aún no se le ha dado significado a la información. Es una forma de aislar en el laboratorio lo que nunca se ha podido aislar, las sensaciones, ya que los humanos solo tenemos percepciones. Seguí el paradigma del psicólogo estadounidense George Sterling de la Universidad de Nueva York para elaborar hipótesis y planteamientos en mi tesis doctoral sobre este tipo de memoria.
P.- Tu último libro, La memoria y la vida, tiene dos particularidades. Por un lado, está dirigido a un público amplio, no es un libro académico, y por otra engloba el trabajo de toda una vida, desde esa tesis doctoral hasta nuestros días. Cuéntanos cómo surge la idea de escribir este libro.
R.- A decir verdad, la idea de este libro ha estado en mi mente durante mucho tiempo. Cuando me preguntan, digo que me llevó al menos 20 años, no escribiéndolo, pero sí gestando la idea. A lo largo de todos esos años ‒y aunque había estudiado mucho sobre memoria, incluso después de obtener mi puesto como profesor numerario en el año 1982, cuando gané la oposición‒, había algo que siempre me llamaba la atención. A pesar de que los psicólogos de la memoria llevaban décadas investigando y sabían mucho sobre los fenómenos de la memoria en el laboratorio, había pocas respuestas sobre cómo explicar esos fenómenos en la vida cotidiana. Esto me causaba cierta inquietud. Pensaba: «Lo importante es comprender la memoria para poder explicar a la gente cuando dicen ‘oye, no puedo recordar esto o aquello’». Así que, con este libro, quería ofrecer un texto que ayudara a las personas a comprender el funcionamiento de la memoria en la vida real, no solo en el laboratorio. Lo primero que hice antes de empezar a escribir fue seguir investigando sobre la memoria. Seguí publicando artículos académicos y libros sobre memoria. Pero al mismo tiempo, recopilaba mucha información sobre los aspectos más prácticos del funcionamiento. Leía una gran cantidad de libros, algunos seleccionados cuidadosamente, y también aquellos relacionados con autobiografías, biografías, memorias, etcétera. Pasé muchos años recopilando información y creé una base de datos con miles y miles de fichas. Luego, después de unos diez o doce años, comencé a hacer los primeros borradores del libro, manteniendo siempre el rigor académico, pero adornándolo con las intuiciones propias de un novelista.
P.- Vayamos a algunos de los aspectos que tratas en el libro. ¿Por qué no conservamos recuerdos de los primeros cuatro o cinco años de vida, y por qué conservamos tantos de la etapa posterior?
R.- Comencemos con la primera pregunta: ¿por qué los adultos no tenemos recuerdos de los primeros años? La ausencia de recuerdos de los primeros años es lo que Sigmund Freud llamó amnesia infantil. No se trata de una patología, así que nadie debe preocuparse cuando digo que todos tenemos amnesia infantil. Este es un tema que ha sido ampliamente estudiado y se sigue investigando mucho porque el fenómeno sigue resistiéndose a una explicación satisfactoria por parte de los investigadores. Por supuesto, los bebés desde muy pronto tienen memoria. A los pocos días se empieza a desarrollar un primer sistema de memoria que implica la capacidad de reconocimiento, no de recuerdo, sino de reconocimiento, porque el reconocimiento también es memoria. Lo que ocurre es que no es la memoria de la que hablan las personas adultas. Esa memoria es un sistema muy concreto dentro de lo que es la ciencia de la memoria, que se llama la memoria autobiográfica, es decir, la memoria personal, la memoria de los recuerdos. El bebé reconoce desde muy pronto, pero no tiene ningún sistema que le permite registrar las experiencias, porque no tiene estructuras cognitivas. Ni siquiera tiene lo que se llama el «yo cognitivo», que es la primera conciencia de sí mismo que aparece en el bebé, hacia los ocho meses. Y no hay memoria autobiográfica. Si te das cuenta, en la memoria autobiográfico nuestros recuerdos son historias, son narraciones. Y claro, para eso hacen falta diferentes procesos cognitivos, y uno fundamental, que es el lenguaje. Si no hay lenguaje, tú no puedes construir historias. De momento, con esa hipótesis del lenguaje ya podríamos explicar por qué los niños, hasta los dos años y medio más o menos, no empiezan a tener recuerdos, porque es cuando ya tienen un cierto control del lenguaje. Por lo tanto, ¿cuándo empezamos a tener recuerdos? Bien, este es un asunto que ha interesado mucho en psicología, porque no solamente nos permite estudiar hasta cuándo dura la amnesia infantil, sino cuándo empieza a desarrollarse la memoria autobiográfica.
P.- ¿Pero esto no quiere decir que un trauma infantil, aunque esté borrado de la memoria, no deje rastro?
R.- No, ese es un fenómeno que interesa muchísimo a los neurocientíficos actuales. Porque ellos están convencidos, y hay muchos trabajos publicados al respecto, de que las primeras experiencias dejan una marca en tu cerebro, aunque no haya recuerdos. Y lo que no llegan a entender todavía es cómo puede producirse eso si no hay recuerdos.
No hay recuerdo porque no hay lenguaje. Pero lo que se está viendo es que experiencias traumáticas de la infancia repercuten en el adulto en forma de enfermedades neurológicas y neurodegenerativas. Yo en el libro adelanto una respuesta desde el punto de vista de un psicólogo. En psicología hacemos una distinción entre la memoria explícita y la memoria implícita. La memoria explícita es aquella que podemos traducir verbalmente y somos conscientes de ella. Por ejemplo, la memoria autobiográfica es explícita al 100%. La memoria semántica, que es el conocimiento que tenemos acerca del mundo, también la podemos contar. Tú me preguntas qué es un triángulo y si lo recuerdo, te lo digo. Puedo expresarlo verbalmente. Pero sin embargo, hay otras experiencias que se graban en sistemas que procesan de forma verbal, pero que se pueden manifestar después a través del cuerpo, la ansiedad u otras manifestaciones.
P.- Situémonos en la etapa en que comienza la memoria autobiográfica. ¿Por qué la memoria de una niña de 5, 6 o 7 años, absorbe más que la de un adulto?
R.- Yo no diría que la memoria del niño sea más eficaz o más productiva que la del adulto, porque algo que sabemos es que, desde muy pronto, la memoria del niño tiene un funcionamiento similar al del adulto. Pero yo he he podido comprobar como padre cómo un niño, con el que has compartido la misma experiencia, recuerda todos los detalles al día siguiente, mientras que tú apenas recuerdas las cosas fundamentales. Bueno, ahí entran en juego muchas variables, porque la memoria es un proceso influenciado por la atención y por las emociones que experimentamos. La atención y las emociones son fundamentales, y en el libro también resalto la importancia de las emociones, porque estoy convencido de que los seres humanos somos seres emocionales. Los recuerdos y las experiencias vividas con fuertes emociones son prácticamente imborrables. Quizás esa experiencia ha impresionado al niño, que no tiene el bagaje de conocimiento del mundo que tiene un adulto. Como menciono repetidamente en el libro, la memoria no guarda lo que ocurrió, sino lo que nos ocurrió a nosotros. Tu memoria guarda lo que te ocurrió a ti. Esta reunión que tenemos ahora mismo, esta conversación, tú la recordarás de una manera y yo la recordaré de otra. No serán muy diferentes, evidentemente, pero tampoco serán idénticas. ¿Por qué? Porque lo que guarda nuestra memoria es el producto de nuestros filtros personales, que son nuestras actitudes, creencias acerca del mundo en general, nuestros prejuicios, emociones y perspectiva vital de los acontecimientos, junto con todo nuestro conocimiento previo. Si comparamos esa perspectiva con la de un niño, es comprensible y creo que cualquier persona lo entendería. Cuando distintas personas viven el mismo acontecimiento, luego hay discrepancias y empiezan las discusiones sobre lo que realmente sucedió. Pero la memoria está hecha para eso.
P.- En el libro dices, con un ejemplo de Piaget, que es posible recordar algo que no ha sucedido.
R.- Claro, los recuerdos falsos. Le dedico un capítulo en el libro que se llama Fantasmas en la memoria. Jean Piaget, que fue un psicólogo y epistemólogo muy importante, cuenta en uno de sus libros una experiencia que puedo resumir brevemente. Piaget, siendo adulto, recuerda que cuando tenía dos años y su niñera lo paseaba en su cochecito por los Campos Elíseos en París, un hombre intentó secuestrarlo. Cuenta con todo detalle cómo el cinturón del cochecito impidió que el ladrón lo llevara, cómo acudió un policía que llevaba capa y un bastón blanco. Incluso recuerda cómo la niñera luchó valientemente y recibió arañazos en la frente. Todo eso lo recuerda con claridad. Sin embargo, cuando tenía 15 años, los padres reciben una carta de la niñera confesando que todo lo que había contado del secuestro era una invención, que nada de eso había ocurrido. Ella quería ingresar al Ejército de Salvación y quería confesar sus mentiras para expiar sus pecados. Entonces, Piaget, con 15 años, se da cuenta de que su recuerdo en realidad es una construcción a partir de lo que escuchó contar a la niñera y a sus padres. Pero nada de eso ocurrió. Lo interesante es que los recuerdos falsos tienen las mismas características que los recuerdos verdaderos, es decir, están basados en hechos reales. Pero lo más fascinante es que, aunque te digan, como en el caso de Piaget, que eso no sucedió, no puedes borrarlo de tu mente. Siempre tendrás ese recuerdo en tu memoria con todo lujo de detalles, con todas las imágenes visuales y la riqueza de un auténtico recuerdo autobiográfico.
P.- ¿Dirías que configuramos nuestra identidad a través de la memoria autobiográfica o que es nuestra identidad la que elige los capítulos de la memoria que le conviene retener?
R.- En realidad, ocurren ambas cosas. Como menciono en el libro, existe una verdadera simbiosis entre el yo, la conciencia de uno mismo, y nuestra memoria autobiográfica. Inicialmente, es la acumulación de experiencias personales lo que permite que emerja la conciencia de uno mismo en la infancia. A partir de ahí, surge el yo, cuando los niños comienzan a utilizar pronombres personales y a decir «mío», «mi pelota», «mi muñeca», «mis zapatos», van adquiriendo conciencia de sí mismos. Gracias a la acumulación de experiencias personales, ese primer yo cognitivo evoluciona y se vuelve más maduro. Nuestro yo es una entidad mental que surge, se construye y se reconstruye basada en los recuerdos de nuestro pasado personal.
P.- Por lo tanto, ¿las personas que pierden su memoria podrían perder su identidad?
R.- Sí, eso es posible. En el libro describo varios casos reales. Existe un tipo de amnesia llamada «fuga», en la cual un individuo se aleja de su entorno y pasa horas o días sin conciencia de su identidad. Durante este episodio, sufren una amnesia retrógrada, lo que significa que han perdido toda su memoria, incluida su propia identidad. Yo pude evaluar dos veces a un estudiante que experimentó amnesia. Había perdido toda su memoria autobiográfica, no sabía quién era ni recordaba detalles sobre su vida. Afortunadamente, este tipo de amnesia suele ser reversible y, según la literatura científica, puede durar desde pocas horas hasta semanas, meses o incluso años. Durante ese tiempo, algunas personas desarrollan una nueva identidad. Es importante tener en cuenta que esto no es una metáfora, sino casos reales donde la pérdida de memoria implica la pérdida de la identidad personal.
P.- A veces, las personas con enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer, parecen quedarse atrapadas en épocas anteriores de sus vidas.
R.- Sí, eso es cierto, pero permíteme hacer un paréntesis. En los últimos años, los criterios diagnósticos de la demencia, incluyendo el Alzheimer, han cambiado. La pérdida de memoria ya no es siempre lo primero ni lo único que se pierde. Existen demencias amnésicas y no amnésicas, y las más comunes son las amnésicas, que comienzan generalmente con fallos de memoria. A medida que la enfermedad progresa, también pueden aparecer otros síntomas, como la pérdida de juicio o dificultades para comprender la realidad que los rodea. Es importante tener esto presente, aunque la pérdida de memoria sea la característica más frecuente. Ahora volvamos a la pérdida de memoria en una persona con Alzheimer. En el siglo XIX, un psicólogo francés llamado Théodule Ribot publicó un libro llamado Las enfermedades de la memoria, donde describió lo que se conoce como la Ley de Ribot. Según esta ley, cuando el cerebro sufre daños que afectan los sistemas de memoria, la pérdida de memoria ocurre en orden inverso, desde lo más reciente hasta lo más antiguo. Esto se puede observar claramente en enfermedades neurodegenerativas progresivas como el Alzheimer. Por ejemplo, he conocido a mi abuela, que falleció a una edad avanzada con demencia, probablemente de tipo Alzheimer. Su memoria se deterioraba progresivamente, comenzando por los recuerdos más recientes. Sin embargo, lo último que perdió fueron las canciones que cantaba cuando era niña. Y debíamos tener mucho cuidado porque a veces escapaba de casa y se dirigía a su hogar de la infancia, ya que su memoria solo le permitía recordar lo más antiguo.
P.- Y las personas sanas, ¿por qué olvidamos?
R.- Olvidamos para que la memoria funcione correctamente. El olvido es una necesidad de la memoria. Pero lo primero que debemos tener en cuenta es que el olvido no implica borrar la memoria. Por supuesto, seguimos hablando de personas sin enfermedades neurodegenerativas. Cuando una persona sana olvida algo, no significa que desaparezca de su memoria. El olvido no implica que algo que estaba en la memoria ya no esté. Simplemente, en ese momento no se encuentra. Cuando quieres recordar algo, inicias un proceso de búsqueda en tu memoria. La cuestión fundamental es: ¿cuál es el papel del olvido? ¿Es un defecto del sistema o algo más? Como decía, el olvido es una necesidad de la memoria, por lo que debe cumplir algún papel. De lo contrario, no se habría conservado desde un punto de vista funcionalista. ¿Entonces, qué papel desempeña el olvido? Su papel fundamental es retirarse del escenario principal para facilitar la recuperación de lo que el individuo necesita en ese momento. Existe una teoría interesante que planteo en el libro y que tiene una explicación poderosa. Se trata de la idea de que las huellas de memoria y los contenidos de nuestra memoria tienen dos fuerzas: una fuerza de almacenamiento determinada por el aprendizaje y una fuerza de recuperación que depende del uso que hagas de esa información. Cuanto más uses y recuperes la información, mayor será su fuerza de recuperación. Teniendo en cuenta estos dos parámetros independientes, si dejas de utilizar cierta información porque ya no te interesa, como una contraseña antigua, por ejemplo, esa información no se pierde. Pierde fuerza de recuperación, pero no altera su fuerza de almacenamiento. Si en algún momento necesitas nuevamente la antigua contraseña, con verla una vez será suficiente, es lo que se conoce como reaprendizaje. El reaprendizaje ocurre cuando la información aún está en la memoria, de lo contrario, es simplemente aprendizaje.
P.- En el libro dices que entre los 20 y los 40 años tendemos a mirar los recuerdos con una luz negativa, pero que a los 60 años proyectamos una la luz positiva.
R.- Esto se refiere a lo que se llama la fenomenología de los recuerdos, es decir, la cantidad de emociones, la valencia de esas emociones, la intensidad, los detalles que los recuerdos contienen, etcétera. Se ha comprobado que, en general, cuando los jóvenes hacen un balance de sus recuerdos, hay un predominio de recuerdos emocionalmente negativos. Sin embargo, cuando personas adultas, a partir de los 60 años, hacen ese balance, predominan los recuerdos emocionalmente positivos. Con la edad, se produce un cambio en la valencia emocional de los contenidos de los recuerdos. Ese fenómeno se llama el «efecto de positividad de la memoria», es decir, cómo nuestra memoria humana está orientada hacia la felicidad. Por supuesto, esto no se aplica a las personas que sufren depresión, en quienes predominan los recuerdos negativos.
P.- A distinta edad, recordamos distinto.
R.- A partir de los cuarenta y tantos años, especialmente a partir de los 50, se produce una avalancha de recuerdos en la conciencia de la persona de cuando tenían entre 15 y 25 años. Cuando se le pide a una persona mayor de 50 años que cuente recuerdos de su vida sin más indicaciones, la mayoría de los recuerdos caen en esa franja de edad. Esto se conoce como el fenómeno de la reminiscencia, que es como una exhumación de la memoria de lo que los adultos llamamos «mi época». Conforme avanzas en edad, tu horizonte vital cambia. El tiempo que te queda por vivir se acorta, lo cual modifica tus motivaciones, objetivos y tu vida en general. Estos tres fenómenos están conectados íntimamente: la reminiscencia, el efecto de positividad de la memoria y el acortamiento del horizonte temporal, que se convierte en un regulador emocional de tu vida. Todos estos fenómenos tienen una función adaptativa extraordinaria para contrarrestar los efectos negativos del envejecimiento.
P.- El envejecimiento, como el olvido, salen bien parados en tu libro.
R.- Hasta hace relativamente poco tiempo, se tenía un enfoque negativo del envejecimiento, asociándolo siempre con deterioro y pérdidas. Sin embargo, las investigaciones actuales en neurociencia y psicología están demostrando lo contrario: el envejecimiento sano es un periodo de la vida lleno de ganancias que contrarrestan precisamente las pérdidas y te preparan, como dicen algunos autores, para el final de tu vida. Además, son amortiguadores de la ansiedad y facilitadores de la felicidad. Fíjate que las personas mayores, las personas muy mayores, muchas veces dicen que son más felices con cosas simples, como estar con sus nietos o dar un paseo con su pareja. Es interesante cómo las personas restringen sus objetivos vitales a medida que envejecen. Pero también debes darte cuenta de que esos objetivos vitales siempre están regidos por la emoción. Esto es un cambio que ocurre cuando eres joven, donde casi todo está regido por la ambición de aprender más, conseguir ciertos trabajos, etcétera. Llega un momento en el que, con el envejecimiento, la emoción se coloca por delante de la ambición y rige tu vida.
P.- Termiamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?
R.- Quiero recomendarte a un colega: Amalio Blanco Abarca, un gran psicólogo social. Tiene ideas brillantes y una gran obra. También es profesor y catedrático emérito en la Universidad Autónoma.