Adiós a Ibáñez, el rey de la historieta
Su único interés como dibujante era despertar unas carcajadas tan sinceras como libres de toda carga moral
Ha muerto el mejor dibujante de tebeos de la historia. No es exageración sino exactitud. Otros hacen cómics, novelas o arte gráfico y demás géneros serios y respetables, Ibáñez dibujaba tebeos y era el mejor en lo suyo. En primer lugar, sus historietas eran las más divertidas. Cada aventura, cada viñeta, cada detalle era un chiste, un gag, un guiño, un alarde de desenfreno. Todo en ellas eran malentendidos, trompazos, interjecciones (¡Sapristi!), onomatopeyas (¡Prtzzzz!), insultos (¡merluzo!), diálogos descacharrantes, situaciones imposibles que se sucedían sin respiro. Y todo concluía en aquellas persecuciones finales tan berlanguianas… para volver a empezar en la página siguiente.
Era curioso, sus personajes siempre fracasaban, no eran guapos ni heroicos, difícilmente querría ser uno como ellos. Y, sin embargo, nos hacían reír con sus desgracias, que es lo mismo que reírnos con las nuestras. Su único interés era despertar unas carcajadas tan sinceras como libres de toda carga moral. En esto —y en los nombres— los personajes de Ibáñez eran muy cervantinos. ¡y qué maravillosos títulos!: «Chicha, Tato y Clodoveo (de profesión, sin empleo)»; «Chapeau el esmirriau»; «Maastricht ¡… Jesús!»; «El disfraz cosa falaz»; «¡Por Isis, llegó La Crisis!». Han existido grandes poetas que, en toda una vida de dedicación a las musas, no consiguieron dar con versos yámbicos tan inspirados como «Mortadelo y Filemón, contra el gang del Chicharrón».
Y su dibujo era insuperable, nunca aburría ni rellenaba, de una capacidad expresiva, para mostrar el movimiento y los gestos, que apabullaban. Si un dibujante se mide por lo bien que es capaz de pintar las manos, Ibáñez, de nuevo, era el mejor. Sumergidos en sus portadas, abigarradas e inacabables, varias generaciones sobrellevamos el tedio de las largas horas de la niñez.
«Sus personajes parecen hoy tristemente anacrónicos en un tiempo incapaz de tomarse nada a broma, receloso de todo mamporro»
¿Y por qué su desaparición parece dejarnos un gusto más amargo del habitual? Quizás sea que, con él, nuestra infancia se despide definitivamente. O que el adanismo de su autor y de sus personajes nos parezcan hoy tristemente anacrónicos para un tiempo nuestro mucho más incapaz de tomarse nada a broma, receloso de todo mamporro, de todo estereotipo o alegre insulto. A pesar de que Ibáñez fue el más querido por el público, como atestiguan las mas largas colas de jóvenes (y no tan jóvenes) que se formaban en la Feria del Libro, con las que no podían rivalizar ni los más insignes premios Nobel, a muchos nos parece que nunca recibió su debido reconocimiento. Siempre se le situó un paso por detrás de otros dibujantes extranjeros y nacionales: Hergé, Uderzo, Hugo Pratt, Quino… Y no hubo manera, a pesar de las peticiones populares, de que se le nominara al Premio Princesa de Asturias de las Letras. No quiso o no supo aproximarse a la escuela francobelga (a pesar de El sulfato atómico, tenida por su mejor obra, a mí no me lo parece), nunca cayó en el error de mostrarse solemne, no dibujó sátira política, no colaboró con Jodorowsky (¿se imaginan?) ni se le habría ocurrido dibujar oportunos cómics sobre la Guerra Civil.
Era tal el anarquismo de sus personajes y situaciones que muchas de sus viñetas serían ahora impublicables para el sensible e inquisitivo gusto actual (la gorda Ofelia era casi el más prudente de sus personajes). Incluso recientemente fue objetivo de las redes sociales, que le acusaron de no haber acreditado debidamente a sus ayudantes y entintadores. ¡A él, que durante un tiempo la editorial le robó sus queridos personajes! Tampoco quiso nunca el bueno de Ibáñez significarse políticamente, sobre todo tras la publicación de El tesorero (2012) que incluía un personaje que aludía claramente a Bárcenas, y ello a pesar de las presiones a las que les sometieron aquellos solo capaces de mirar por la oportunidad política.
Se ha dicho que sus historias no tenían argumento. Pero Ibáñez fue capaz de idear, para su inmortal gloria, una aventura llamada El caso del bacalao, en donde una mafia internacional vendía dicho pescado a precio de saldo para luego controlar al país con la sed que provocaría su digestión. Como dijo Chesterton, al que sin duda le hubiera encantado Mortadelo (¿acaso no idolatraba a Pickwick?): «Divertido no es lo contrario de serio, lo contrario de divertido es aburrido».
Y, sobre todo, a Ibáñez se le achacó su mucha producción, debida en parte a las leoninas condiciones de la editorial Bruguera. Se argumentó en su contra que no dedicara más tiempo y trabajo a cada una de sus historias. Flaubert escribió Madame Bovary en 56 meses, que es lo mínimo que tarda uno en alcanzar la inmortalidad y, por lo visto, el Premio Princesa de Asturias. Mientras, Galdós —tan de la tradición de Ibáñez— creaba a Fortunata, y la presentaba a los lectores mientras se comía un huevo crudo. Dejo al lector la opinión de cuál de los dos personajes femeninos es más memorable. Respecto a cuál es el mejor tebeo, el público hace tiempo que dictó su sentencia.