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‘Las últimas horas de Mario Biondo’: cuando el dolor se transforma en horror

El documental de Netflix patina en su credibilidad cuando el propio productor aparece en pantalla

‘Las últimas horas de Mario Biondo’: cuando el dolor se transforma en horror

Cartel promocional de 'Las últimas horas de Mario Biondo'. | Netflix

Hay muchísimas cosas para decir de Las últimas horas de Mario Biondo. La principal: ¡qué hermoso es el silencio! El documental que ya se puede ver en Netflix comienza como cualquiera de su tipo. Un suceso cambia la vida de una pareja, que tiene un componente demasiado atractivo para los medios de comunicación, por belleza, fama y diferencia de edad de los esposos. 

Pero lo que en principio parece la reconstrucción de un hecho gira hacia una historia de acoso tan rocambolesca que terminamos, como espectadores, valorando la reserva de una de las partes involucradas: Raquel Sánchez Silva. Es bastante notorio que exista una intención de subrayar el descenso a los infiernos de una familia que se niega a creer lo que dicen las evidencias. Ese es su talón de Aquiles.

Este seriado de tres capítulos que dirige María Pulido, en colaboración con Beatriz Iznaola y David Zurdo, cae en lo que insinúa criticar: las circunstancias que llevaron a que el dolor por una pérdida se convierta en una obsesión. El productor de Las últimas horas de Mario Biondo es Guillermo Gómez. Sí, el mismo que aparece como agente de Sánchez. Por lo tanto, es necesario poner un asterisco a la objetividad de lo narrado debido a que el propio productor pasa bastante tiempo en cámara. Y, entre otras cosas, juzga con severidad la actuación de la familia del fallecido.

A partir del punto anterior, entran muchas elucubraciones. Es sospechoso que se le dedique un capítulo a diseccionar a los medios de comunicación, italianos y españoles, para concluir que la cobertura parcial del caso ha contribuido a cierta narrativa conspiranoica. Es paradójico, al mismo tiempo, que sea Netflix quien exponga esta tendencia, un servicio al que acceden millones de personas. Además, con un obvio conflicto de intereses por la presencia de Sánchez como arte y parte. 

Igualmente, el discurso o la forma en que se van mostrando los hechos obligan a que el espectador se parcialice. Es notable cómo la producción toma decisiones cuestionables, como dejar ciertos tiempos muertos de los declarantes para reforzar la idea de que la familia Biondo tiene dudas o para resaltar que no encuentran respuestas cuando se les interpela con pruebas en mano. 

Es cierto que ningún documental es completamente imparcial, pero hay maneras de reducir los sesgos y pareciera que aquí obviaron todas. Otro problema viene del título. Cuando se habla de «las últimas horas», se espera un minucioso seguimiento de lo sucedido. No es lo que se ve en pantalla. De hecho, Mario Biondo, como nombre que encabeza la producción, termina desapareciendo del relato. Poco sabemos de él, más allá de su adicción a las drogas y sus problemas para procrear.

Manipulación, polarización y posverdad

Si hay una intencionalidad de hacer «justicia» para Raquel Sánchez Silva desde un inicio de este proyecto, es algo que el espectador debe decidir, aunque los elementos antes comentados sirven para sopesar el mensaje. Lo que sí logra el documental es mostrar los desmanes de una de las partes cuando se trata de encontrarle sentido a algo que a veces no lo tiene.

Vivimos cada día con nuestras contradicciones. Es normal que una familia busque que la última imagen de su hijo en vida no sea la de un hombre con ciertas parafilias y vicios. Sin embargo, los seres humanos son mucho más que deseos y obsesiones. El punto es que, moralmente, vivimos juzgando y siendo juzgados.

Y es esa preocupación moral la que parece mover a Santina D’Alessandro, la madre de Mario. Incluso el padre, Pippo Biondo, luce más abierto a aceptar la terrenalidad de su hijo. Son estas pequeñas cosas las que le da por momentos cierta identidad al documental. Estas luchas internas por aceptar o no lo sucedido mantiene la tensión del documental.

Gracias a la cámara, incluso se puede sentir un debate de ideas en el más joven de la familia: Andrea, quien opta por varios silencios cuando habla de su hermano o de algunas partes de la investigación. Queda claro que las directrices sobre lo que se debe decir o no son dictadas por ‘mamá’ Santina. Hay algo ahí casi sectario que produce escalofríos.

Más allá del crimen, todo esto de descartar los informes de la autopsia, las evaluaciones de expertos y, en general, las teorías científicas funciona como reflejo de un momento histórico, dominado por las redes sociales y las teorías conspirativas. Al final, lo que queda de Las últimas horas de Mario es que, independientemente de si creemos o no en lo que vemos, avanzamos hacia una sociedad en la que cualquier narrativa es posible, menos la que me contradice.

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