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Veraneo con Larry Clark

«Si hay un fotógrafo que represente menos los valores estivales, el indolente optimismo del sol y la playa, ese es él»

Veraneo con Larry Clark

El fotógrafo Larry Clark. | Google

Este verano, en una playa del norte, me he reencontrado con Larry Clark. No con él en persona, sino con sus libros, que he descubierto -para mi sorpresa- junto a los de otros ilustres fotógrafos del siglo pasado, en la biblioteca de la casa de alquiler que ocupamos.

Clark es un viejo conocido, la clase de amigo que te provoca sentimientos encontrados y hasta cierta inquietud cada vez que le vuelves a ver. Nunca sabes si planea montar una juerga contigo, pegarte una paliza esgrimiendo como excusa una afrenta inexistente del pasado o acostarse con tu mujer por idéntico motivo. Si hay un fotógrafo que represente menos los valores estivales, el indolente optimismo del sol y la playa, ese es él.

Nos cruzamos por primera vez en París, en octubre de 2010, cuando el Ayuntamiento de la capital francesa decidió prohibir a los menores el acceso a su exposición Kiss the Past Hello, una retrospectiva en la que resumía 50 años de vida y obra al límite. Pero ya le conocía de mucho antes, cuando en algún momento de los 90 había estado hojeando en una librería londinense de Charing Cross su primer libro, titulado Tulsa (1971). Aquellas imágenes en blanco y negro de adolescentes chutándose, jugando con pistolas y practicando sexo me dejaron tan perplejo que el vendedor de Foyle’s me llamó la atención por pasar demasiado tiempo con el ejemplar en mi poder y me sentí obligado a adquirirlo.

Años más tarde, redundaría en el pecado comprando Teenage Lust (1983): otra colección de instantáneas crudas, so pretexto de documentar la vida en el filo de los jóvenes inadaptados del Medio Oeste, cuya primera edición se vende hoy en Internet por 450 dólares. Por fin, en 1995, asistí al estreno de su primera película, Kids, con guión del debutante Harmony Korine -con quien volvería a colaborar años después en Ken Park (2002)-, en la cual seguía narrando los excesos de los adolescentes norteamericanos, en este caso neoyorquinos, sus hábitos de consumo y su promiscuidad sexual, con la aparición del sida como terrible telón de fondo. A partir de entonces, se convirtió en un referente familiar para mi entorno.

Nacido en 1943 en Tulsa (Oklahoma), Larry Clark, fotógrafo y cineasta, es uno de los más controvertidos artistas visuales estadounidenses, un veterano de Vietnam que, antes de irse al frente, se dedicó a retratar a los colegas suburbiales de su ciudad natal, poniendo el foco en sus comportamientos más reprobables y sin rehuir los planos explícitos. Un tipo con una capacidad innata para generar imágenes perturbadoras con absoluta naturalidad y escarbar en el lado salvaje, no como un documentalista morboso, sino como alguien que vive en ese mundo y siente el deseo irrefrenable de retratarlo.

«Cuando tenía 16 años –escribe en el prólogo de Tulsa– empecé a chutarme anfetamina. Me chuté con mis amigos cada día durante tres años. Esa era mi vida. Yo tenía mi cámara y fotografiaba a mis amigos. Era algo totalmente inocente, no había ningún propósito. Había pureza porque no estaban planificadas. Yo era parte de la escena, todo surgía de forma orgánica, sin plantearme que algún día esas imágenes serían publicadas. Era un acto muy íntimo».

Richard Prince también puede causar desazón con sus apropiaciones artísticas y su voyeurismo. Igual que Nan Goldin con sus autorretratos de mujer golpeada. O Mike Kelley con su estética kitsch y sus peluches sexualizados. Incluso Raymond Pettibon, con aquella portada del álbum Goo (1990), de los pioneros del noise-pop Sonic Youth, evocando una sórdida historia de abuso y asesinato de menores en los páramos de Manchester. «Le robé el novio a mi hermana. Fue todo un torbellino, calor y relámpagos. En una semana, matamos a mis padres y nos lanzamos a la carretera», rezaba la viñeta

Todos ellos resultaban altamente incómodos cuando, en mis tiempos de redactor cultural de periódicos generalistas, proponía dedicarles una o varias páginas. Una incomodidad que se tornaba problemática, de cara al maquetador de turno, llegado el momento de seleccionar las imágenes que ilustrarían el reportaje. Pero el caso de Clark superaba cualquier listón de atrevimiento mediático: sencillamente, nadie quería ser llamado al día siguiente al despacho del director, por haber considerado como arte la imagen de unos menores desamparados jugando con drogas duras o practicando sexo no seguro.  

«En un mundo cada vez más frívolo y desmemoriado, la mala hostia de Clark nos recuerda regularmente las costuras ásperas de la vida»

Quizá por aquel mismo motivo, el Museo de Arte Moderno de la Villa de París puso la etiqueta de Clasificado X a la muestra antológica que le consagró en 2010. Para no ofender a las mentes biempensantes y evitar una (previsible) intervención judicial, la propia organización se curaba en salud restringiendo el acceso a los menores de 18 años.

Se lo explicaba a Artinfo France el comisario de la expo, Sébastien Gokalp: «Nos planteamos evitar algunas imágenes fuertes, pero entonces no sería Larry Clark. También pensamos en poner las fotos más duras tras una cortina roja: resultaba ridículo. La obra de Clark tiene coherencia. Trata de sí mismo y de algunas conductas extremas juveniles. No podíamos amputar nada y optamos por curarnos en salud pidiendo el carné en la entrada».

Según una ley francesa de marzo de 2007, está prohibido «fabricar, transportar y difundir por cualquier medio o soporte un mensaje violento o pornográfico que atente contra la dignidad humana». Y hubo quien vio en la crudeza con que Clark retrata las congojas, inseguridades y las relaciones carnales de estos chavales matices de pedofilia. En plena polémica, la web católica Chretienté Info llegó a definir su obra como «nauseabunda». Así, sin medias tintas.

Por supuesto, algunos analistas con más cordura recordaron también que este controvertido creador ya había mostrado previamente sus trabajos en París, sin límites de edad para el espectador, en el Forum des Halles (1992) y en la Maison Européenne de la Photographie (2007). Supongo que esta sensibilidad de la sociedad hacia el arte extremo depende de cada momento y de la discreción o publicidad que se le dé a tal o cual exhibición.

Aún recuerdo cómo, en Valencia en 1994, la sala Parpalló decidió exponer imágenes de Clark y del japonés Nobuyoshi Araki que contenían masturbaciones juveniles y adolescentes drogados, suscitando un escándalo local que obligó a la Fiscalía de la ciudad del Turia a prohibir la entrada a la galería a los menores que no fueran acompañados. ¡Este hombre, siempre desafiando la moral imperante!

No volví a encontrarme con nuestro personaje hasta septiembre de 2014, cuando la modista Agnès B acogió en su Galerie du Jour la muestra They thought I were but aren’t anymore, con algunas obras inéditas suyas (pinturas, collages y series fotográficas….) donde destacaba un retrato del fallecido actor Brad Renfro pinchándose heroína. Por esas mismas fechas también, el Club Silencio de David Lynch proyectó en primicia su más reciente película,The Smell of Us, acerca de la vida cotidiana de un grupo de skaters gabachos. 

Fue entonces cuando un Clark acaso necesitado de liquidez acordó con la dirección de Silencio vender en exclusiva a los miembros y amigos del club 8.000 instantáneas en color procedentes de su archivo personal, realizadas con técnica analógica, espíritu amateur e impresas en el formato estándar de 10 cm x 15 cm, como si fueran las fotos (malas) de unas aburridas vacaciones. Y allí estaba yo, junto a otros enteradillos, haciendo cola ante la puerta del 142 de la rue Montmartre -que, con luz diurna, no resulta tan glamourosa- para hacerme con alguna de estas piezas únicas, mal reveladas e impresas en papel barato, pero firmadas por nuestro protagonista, despachadas al módico precio de 100 €. Estaban reagrupadas en montones sin orden ni concierto y resultaba difícil hallar alguna potable, pero al final me llevé un par. Eso sí, me quedé sin poder saludar a nuestro protagonista, que no había viajado a París por problemas de salud.

Ahora tiene 80 años y sigue explorando el periplo adolescente con la misma mirada curiosa. Su última entrega cinematográfica es un corto de 15 minutos titulado A day in a life (2023), que puede verse en Mubi y que la plataforma de streaming describe como la historia de «dos adolescentes parisinos que se enfrentan a la transición a la edad adulta mientras exploran la sexualidad y las drogas». «Yo no filmo a los chicos por morbo, sino porque estoy cómodo en su entorno, todavía me siento uno de ellos», me confesó la última vez que nos vimos.

Ayer, en pleno veraneo norteño, las nubes me hicieron refugiarme en casa para explorar el contenido de la biblioteca de nuestro chalé alquilado y me reencontré con este viejo compañero de aventuras. Nadie como él para fastidiar unas vacaciones idílicas con su retrato truculento de una juventud descarriada. En un mundo cada vez más frívolo y desmemoriado, la mala hostia de Clark nos recuerda regularmente las costuras ásperas de la vida.

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