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Cultura

Viñetas y fotogramas: una atracción irresistible

Cátedra publica ‘Cine y cómic’, un espléndido ensayo de Jordi Revert sobre los lazos que unen a ambos medios de expresión

Viñetas y fotogramas: una atracción irresistible

'Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio' (2011), de Steven Spielberg. | Amblin Entertainment, Sony Pictures Entertainment

Durante décadas, el mundo universitario ha acumulado prejuicios en torno a las expresiones más populares de la cultura. Por eso mismo, en los años sesenta, quienes agradecían al cine y a los tebeos su educación sentimental, leyeron con avidez Apocalípticos e integrados (1965), un ensayo rompedor en el que Umberto Eco oponía la civilización de la televisión a la civilización del libro. Uno de los detalles más sugerentes que el lector podía encontrar en sus páginas era el aire de familia que comparten dos medios muy específicos: el cine y el cómic

Eco nos hablaba sobre la sucesión cinematográfica de las viñetas, sobre un nuevo repertorio de iconos y estereotipos ‒personajes de hierro colado, tanto en la pantalla como en las páginas dominicales‒ y también sobre esas ‘leyes del montaje’ que, inevitablemente, surgen de la relación entre encuadres sucesivos. 

Hoy todo esto nos parece una obviedad, pero sacar a flote estas coincidencias abrió un nuevo campo de estudio. Y eso que el propio Eco, como si dudase entre cortar el cable rojo o el azul de este explosivo académico, también daba por hecho que, en demasiadas ocasiones, estos artificios narrativos son empleados «a puro título sensacionalista», exhibiendo «un repertorio de situaciones banales, de sentimientos bajamente elementales, de soluciones narrativas fatigantes».

Identificados hasta esa fecha con la infantilización o el mal gusto, los tebeos y el cine popular empezaron a ser examinados bajo una nueva óptica. En este sentido, las maravillosas fantasías dibujadas a mano por Winsor McCay en Little Nemo (1905-1927), al igual que el cortometraje animado que el personaje inspiró en 1911, dan una idea de ese legado que, gracias a Eco y a otros estudiosos, empezó a valorarse como es debido a finales de los sesenta.

Desde los tiempos de Little Nemo, cine y cómic han ido de la mano. Esa fecundación mutua no ha dejado de crecer a lo largo de las décadas, tanto en el plano de lo evidente ‒las películas inspiradas en tebeos‒ como en un territorio más sutil y complejo: el de los recursos narrativos. 

Portada del libro

En su formidable análisis sobre la cuestión, el autor de Cine y cómic, Jordi Revert, completa un estudio que podría considerarse definirse definitivo. Por un lado, explora con infinito detalle la evolución del mundo audiovisual, siempre con la mirada puesta en ese reconocimiento compartido por los directores y por los historietistas. Y por otro, examina, a lo largo de todo un siglo, cómo han ido modulándose las expectativas del público, desde los tiempos del cine mudo hasta esta época en la que hay una multitud ansiosa por tener algo nuevo (pero no original) para consumir en las plataformas.

El ensayista define tanto las modas pasajeras como los momentos de mayor lucidez e inventiva. Valora el compromiso de los autores con su material y los vaivenes sociológicos que han condicionado su quehacer. Y sobre todo, escribe acerca de lo que ha significado narrar con imágenes en cada una de estas etapas.

Aunque todo esto es, desde luego, bastante interesante, Revert insiste en una serie de avances técnicos que son abrumadores en el cine actual. La digitalización, por ejemplo, permite un mayor grado de experimentación sobre la imagen, de un modo que recuerda la libertad del dibujante frente a la página. Pregunto al autor por esta creciente costumbre de replicar argumentos, estructuras o elementos lingüísticos del tebeo. «Hay un incremento muy notable de adaptaciones de cómics debido, efectivamente, al fenómeno del MCU (Universo cinematográfico de Marvel) y el DCEU (Universo extendido de DC)», dice Jordi Revert a THE OBJECTIVE. «Desde hace algún tiempo, la presencia del cine de superhéroes es constante y su éxito hace que sea una tendencia que, lejos de ver su horizonte final, se expande más y más, llevando esa expansión a televisión, a los videojuegos y de vuelta a los cómics. ¿Se hacen más adaptaciones de cómic que nunca? Desde luego. ¿Significa eso que los dos lenguajes están convergiendo con mayor ímpetu? No necesariamente. Muchas de las adaptaciones de Marvel o DC se limitan a una intertextualidad diegética. Es decir, cogen los mundos y personajes originales de los cómics y los conjugan a su manera. Los intercambios más interesantes entre el lenguaje del cine y el del cómic han venido a través de propuestas de corte más independiente, o por autores concretos, caso de Terry Zwigoff o Zack Snyder (si bien Snyder es uno de los artífices del universo cinematográfico de DC, su experimentación ha venido más de la mano de propuestas exteriores, como 300 o Watchmen). El actual cine de superhéroes, por lo general (y digo por lo general porque claramente hay excepciones), se preocupa más por replicar en pantalla la macroestructura narrativa desarrollada en los universos generados por los cómics (cross-overs, spin-offs, metaversos) que por establecer correspondencias expresivas a nivel formal».

Cine y cómic concluye en la era de las franquicias, el mercadeo frenético, la sobreexposición a las pantallas y las estrategias transmedia. Después de ese calentamiento para el asalto definitivo, la guerra entre DC y Marvel por la hegemonía comercial nos sirve para intuir en qué medida la consagración de ciertos mitos, fruto de la globalización, también ha supuesto una paulatina pérdida de diversidad. «El cómic de superhéroes es la punta del iceberg», nos dice Revert. «Acapara casi toda la atención mediática, y eso puede hacer perder de vista la riqueza infinita del medio. Sin embargo, al mismo tiempo, supone una puerta de entrada para nuevos aficionados al cómic, que empiezan consumiendo cómics de superhéroes y acaban explorando otros muchos géneros y temas. Lo cual, claro está, es una buena noticia. Personalmente, disfruto tanto el cómic como el cine de superhéroes, pero creo que es una cuestión clave no enclaustrarse en esos límites y abrirse a las inabarcables posibilidades expresivas que existen más allá».


Ilustación de Joe Shuster para ‘Action Comics’ nº 1 (DC, 30 de junio de 1938)

Diseminados a lo largo del libro, encontramos personajes bien conocidos ‒desde Flash Gordon a Barbarella‒ que resumen todo ese trasvase entre el papel y el celuloide. Al hilo de esta lectura, parece obligado recordar una imagen icónica: la ilustración de portada que dio a conocer a Superman en Action Comics (junio de 1938). Como dijo Grant Morrison en su ensayo Supergods (2011), el héroe parece estar a punto de elevarse hacia las nubes mientras levanta, como si tal cosa, un coche por encima de su cabeza. Ahora nos parece algo convencional, pero en los años treinta esa portada tenía otro significado. «Era un héroe del pueblo», escribe Morrison. El Superman original ‒el mismo que dio el salto a los dibujos animados en 1941‒ fue «una respuesta humana y audaz al miedo ante los avances tecnológicos desbocados y el industrialismo desalmado de la Gran Depresión». 

Esa sintonía con los vaivenes de la sensibilidad popular está clara en otros hitos de la cultura de masas. Seguramente, los más veteranos aún recuerdan el impacto de La Guerra de las Galaxias en 1977. Tras el estreno de la película de Lucas, el escritor J.G. Ballard resumió en Time Out cómo iba a ser el público mayoritario de ahí en adelante. Atento a los vientos de cambio, Ballard adivinó que aquel iba a ser el modelo de exitos posteriores, tanto en el cine como en los tebeos. Lo justificó así: «Star Wars parece destinada a atraer a esa inmensa audiencia aún sin explotar de gente que nunca ha leído ciencia ficción, pero que ha asimilado sus ideas superficiales a partir de cómics, de series televisivas como Star Trek y Thunderbirds, y de la iconografía de la publicidad».

En general, damos poco mérito a la narrativa de evasión. Como si fueran un placer culpable, estos cómics y estas películas aún son vistos en determinadas esferas con el entrecejo fruncido. Javier Pérez Andújar niega la mayor en su Diccionario enciclopédico de la vieja escuela (2016). Sobre todo, cuando nos recuerda cómo, de niño, guardaba turno para leer Stock de coque en la biblioteca municipal de Sant Adriá de Besòs: «¡Qué titulo tan enigmático! Su cubierta negra y el redondel del catalejo con el aviador del parche en el ojo, el capitán Haddock haciendo una bandera con la camisa, Tintín con los brazos en alto, Milú, todos en la balsa pidiendo socorro. Leer es pedir socorro. Uno lee para huir, para librarse. La literatura de evasión es simplemente literatura de evasión. Pero la gran literatura, ¿qué es sino literatura de gran evasión?». 

Póngale el lector otra fecha y, si así lo desea, otro título a esa lectura. No importa si fue Tintín, Corto Maltés o el Capitán Trueno. Lo que cuenta es que hablamos de cultura ‒de esa que tanta falta nos hace‒ en su máxima expresión.

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