¿Por qué ya no hay revoluciones?
Dos libros recientes de historiadores italianos analizan el agotamiento de un fenómeno que define la historia occidental
Era un esquema perfecto del mundo. La modernidad se habría iniciado gracias a dos grandes revoluciones. Una era económica y británica, la Revolución industrial. Otra, política y francesa: la Grande Révolution de 1789. Desde entonces el mundo parecía recorrer un camino imparable de avances y luchas sociales marcado por esas piedras miliares de la historia que eran las revoluciones: la haitiana de 1804, la democrática de 1848, la Comuna de París en 1871, la Revolución de octubre en 1917, China en 1949, el ciclo latinoamericano que comienza en Cuba y acaba en Nicaragua, Mayo del 68, etc.
Si el gran mito que la modernidad supo construir fue la nación, su gran epopeya es la revolución. Las revoluciones han sido vistas como momentos trascendentes en la evolución de las sociedades, por las cuales el hombre se perfeccionaba, adquiriendo nuevos derechos y logros sociales. Mientras, nuevos sujetos se iban incorporando a la historia: la burguesía, el pueblo, las naciones, el proletariado, el Tercer Mundo y, hoy, las minorías e identidades culturales. Las revoluciones pertenecían principalmente a Europa (nunca se supo muy bien dónde meter Estados Unidos o a América Latina), al mundo moderno (antes habría revueltas, rebeliones, frondas o sublevaciones… en ningún caso revoluciones) y también a las patrias, pues siempre ocuparon un lugar de honor en todo relato de nación. Pero fundamentalmente las revoluciones pertenecían a la izquierda, la derecha era contrarrevolucionaria.
Bien, pues todo este andamiaje histórico, que fue primero liberal y luego socialista, ha sido pacientemente demolido en las últimas décadas. A partir de los años ochenta y sobre todo noventa, con el derrumbe del socialismo real, una serie de historiadores comenzaron a poner en cuestión el brillante artefacto histórico de la revolución: su carácter teleológico, el anacronismo de proyectar sobre ellas nuestros esquemas de pensamiento, la incoherencia de los supuestos actores colectivos que les daban forma, y también las enormes violencias y fantasmas políticos que desataron.
Imaginarios nacionales
Todo este grupo de historiadores fue etiquetado con el despectivo término de «revisionistas». François Furet —discípulo declarado de Raymond Aron— fue su principal representante. En realidad, esta profunda revisión de las revoluciones no fue sino un proceso de deconstrucción, algo, por lo demás, muy propio de nuestra época, tan inútil para crear nuevas mitologías como hábil en echarlas abajo.
Por supuesto, la revolución como categoría histórica fundamental —y también como anhelo político— no ha muerto. Sobrevive en los imaginarios nacionales (la revolución también es un nacionalismo), en movimientos sociales o políticos y en planes de estudio y departamentos universitarios. Es dentro de estas coordinadas donde hemos de situar la obra del italiano Enzo Traverso, Revolución. Una historia intelectual (Akal, 2022). En ella se intenta —a la manera del Libro de los pasajes de Walter Benjamin— reconstruir la herramienta conceptual de la revolución a través de los restos rescatados de su naufragio.
Tan es así que la obra comienza —la sombra de Foucault es alargada— con una muy libre interpretación del famoso cuadro de Géricault La Balsa de la Medusa del año 1819. El italiano cree ver en el color rojo del paño que el náufrago agita en busca de auxilio una premonición de la Revolución de octubre. Es decir, una vez fracasada la Revolución francesa, cuando menos se la esperaba, aparecía en lontananza la Revolución soviética. De la misma manera —parece sugerir Traverso— en una época como la nuestra, en que la revolución ni está ni se la espera, no hemos de abandonar la esperanza de un nuevo advenimiento revolucionario. Por supuesto da igual que Géricault ni por asomo buscara significar eso, ni que el rojo simbolizara entonces un movimiento que todavía ni existía. Da igual, porque las revoluciones, como los cuadros de Géricault —o los textos de Marx— han servido para una cosa y para la siguiente, es decir, para proyectar cualesquiera ideas o deseos que convengan al presente.
Fin del sueño
Muy otra cosa es el libro que lleva por título Revoluciones. Entre historia e historiografía (UAM ediciones, 2023) escrito por otro historiador italiano, Francesco Benigno. El título ya es revelador: las revoluciones son tanto los hechos que les dieron forma como el uso de ellos que han llevado a cabo diferentes actores a lo largo de la historia. Benigno estudia las revoluciones previas a 1789 para descubrir también su «modernidad», se centra en la caída del gran paradigma francés, enfrenta historiografías y analiza nuevas formas de aproximación, marcando distancias tanto de los excesos ideológicos del revisionismo como del posmodernismo o de la moda memorialista. Para Benigno las revoluciones son, efectivamente, fases de transformación política, pero en ningún caso los periodos de superación o sublimación histórica que una vez se pretendieron. Y es que, una vez despiertos del sueño de la revolución, una vez pasado el huracán revisionista, seguramente estemos en mejores condiciones que nunca para aproximarnos a la verdad de las revoluciones. Tal es el objetivo y el logro de la obra de Benigno.
Cuando en 2010 se dieron revueltas en países como Egipto o Túnez, Occidente se apresuró a calificarlas, no sin cierta presunción, como una Primavera Árabe. De la misma manera todavía se confía en una revolución democrática en China que nunca llega. Son muestras de la función mito-poética que la revolución todavía juega, perdida ya la fuerza transformadora de aquellas «tempestades que aspiran al paraíso», como las definió una vez Benjamin. Mientras observamos las ruinas de las revoluciones que fueron, intentamos aprender a leer el mundo sin aquel artefacto histórico que una vez dio sentido a Occidente.