Inglaterra y Francia un solo Estado
Carlos III visitó París en lo que debería haber sido su primer viaje de estado, una muestra de su relación de amor-odio
En su primer discurso tras la muerte de Isabel II, el nuevo rey de Inglaterra, Carlos III, se refirió a sus difuntos padres como «papa» y «mamá», es decir, en francés. Isabel II dominaba esa lengua, familiar en el seno de la Familia Real, valga la redundancia. En el mundo anglosajón existe un rechazo generalizado a hablar otra lengua distinta al inglés, piensan que es el resto del mundo quien tiene que aprender inglés, y la verdad es que nos han convencido de ello. Una de las críticas que sufrió John Kerry, candidato demócrata a las elecciones americanas de 2004, fue por hablar francés. Y perdió.
Pese a ello, al rey Carlos le pareció adecuado emplear el francés dentro de un discurso de la máxima trascendencia. Es una muestra más de la enorme distancia que existe en Gran Bretaña entre los royals y el pueblo, viven en mundos distintos, y eso es lo que les gusta a los ingleses, a la vista de la adhesión a la realeza que muestran en las grandes ocasiones.
También es una muestra de la relación de amor-odio que existe entre Inglaterra y Francia, y de cómo las clases altas británicas tienden al amor, mientras que el pueblo tiende al odio. Esto se puso de manifiesto con el Brexit, cuando el empresariado, la alta finanza y la inteligencia británicas defendían la permanencia en la Unión Europea, pero la mayoría de la gente votó por salirse.
La Historia de estas dos naciones es un catálogo de guerras y rivalidades, que ostenta el récord del conflicto más largo, la Guerra de los Cien Años, que en realidad duró 116 años. Durante los siglos XVIII y XIX, aprovechando la decadencia española, Francia e Inglaterra se convirtieron en las dos grandes potencias mundiales, luchando constantemente por la hegemonía planetaria. Solamente se amistaron en 1854, en la Guerra de Crimea, para darle una lección a Rusia.
El panorama cambiaría en el siglo XX por la entrada en escena de otra superpotencia, Alemania. Para negarle una parte en el reparto del mundo, Londres y París se aliaron en las dos guerras mundiales. Fue precisamente durante la última de ellas cuando se produjo lo inaudito: la Unión Franco Británica, el intento de unificar en un estado a las dos naciones.
Un «electroshock», según De Gaulle
A primeros de junio de 1940 la situación es desastrosa para las fuerzas aliadas. Los nazis han tomado Holanda y Bélgica en un paseo militar, e invaden Francia sin encontrar resistencia. El ejército británico huye a la desesperada por Dunkerke, abandonando todo su material. No obstante los británicos, amparados en su insularidad y capitaneados por el primer ministro Churchill, muestran espíritu de resistencia, mientras que los franceses quieren tirar la toalla.
En el Gobierno de París, que ya no es de París porque ha abandonado la capital, solamente su presidente, Paul Reynaud, y un solitario ministro judío quieren mantener la lucha, aunque sea desde las colonias. El resto del gabinete, capitaneados por el vicepresidente, el mariscal Petain, quiere un armisticio.
Reynaud cuenta también con el ardor de un recién nombrado subsecretario de la Guerra, un tal general De Gaulle, que hace frenéticos viajes entre Burdeos -la capital provisional de Francia- y Londres, como enlace de Reynaud con Churchill. Pero el 13 de junio entra en escena un inesperado actor, Jean Monnet, un prestigioso economista francés que preside en Londres el Comité de Coordinación franco-británico, y que en el futuro será conocido como «padre de Europa» por su papel en la creación del Mercado Común. Monnet va a ver a De Gaulle y le presenta un utópico plan de Unión Franco-Británica que unificaría los dos estados y sus fuerzas armadas.
«¿Quiere usted casar al presidente de la República Francesa con el rey de Inglaterra?», le responde De Gaulle con su ácido humor. Pero aun así De Gaulle le presenta el plan a Churchill porque piensa que podría funcionar «como un electroshock» para la decaída moral francesa.
Churchill también es escéptico, pero cuando el primer ministro inglés lo comunica a su gobierno despierta el entusiasmo de los ministros. Como revulsivo, aquello funciona, de manera que De Gaulle regresa a Francia con un proyecto escrito aprobado por el gobierno inglés que dice entre otras cosas:
«Francia y Gran Bretaña no serán a partir de este momento dos naciones, sino una Unión Franco-Británica. La constitución de la Unión creará órganos conjuntos de defensa y política exterior, financiera y económica. Todo ciudadano francés gozará inmediatamente de ciudadanía británica, y todo súbdito británico se convertirá en ciudadano de Francia».
Al comunicarle el plan a su jefe de gobierno, Reynaud, De Gaulle añade de palabra que el francés será el presidente del nuevo gobierno franco-británico.
El desesperado Reynaud se agarra al proyecto como un náufrago a un clavo ardiendo, pero sus ministros lo rechazan como una locura. Ese día, 16 de junio de 1940, el presidente de la República «agradece sus servicios» a Paul Reynaud, que cesa en sus funciones, y nombra en su puesto al viejo mariscal Petain. Inmediatamente Petain comienza las conversaciones con el enemigo para rendirse, y la Unión Franco-Británica pasa al limbo de la utopías.