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Cultura

La industrialización de la soledad

Por primera vez en la historia, nos envuelve un sistema, internet, que produce masas ingentes de solitarios

Un hombre escribe en su ordenador portátil. | Europa Press

Cada vez son más numerosas las personas que pierden la llave de la sociabilidad y padecen de soledad permanente. Asusta leer los informes acerca de la soledad en países mediterráneos como Francia, Italia y España. El número de solitarios radicales y al parecer irredimibles aumenta de forma exponencial en países que hasta el presente se distinguían por su agradable convivencialidad. Los nuevos enfermos de soledad no son gente desaliñada ni de mal carácter; muy al contrario, muestran un aspecto agradable y su mirada resulta más bien hospitalaria, pero no saben cómo salir de una soledad que se ha tornado crónica.

No encuentran el hilo de Ariadna para regresar al universo de la convivencialidad: conocer a gente, hacer amigos. Ese territorio tan común lo tienen prohibido. Aunque nos cuentan su historia, no es fácil saber cómo han llegado a esa isla desierta. Han roto el vínculo que nos une al tejido social, se notan ajenos a ese tejido, desplazados hacia una exterioridad que ni entienden ni desean. Es como si una señal diabólica iluminase su rostro y espantase a los otros. Pueden estar trabajando en una empresa, pero los tratos que establecen con los demás son extremadamente superficiales, y es probable que ofrezcan sin quererlo un aire taimado y hostil que agrava su aislamiento. Al final, acabamos representando lo que somos, y es muy fácil para el solitario convertirse en un taimado. He conocido a personas sin amigos y a personas con muchos amigos. Ninguno de los dos perfiles me emociona. La amistad es una experiencia tan definitiva como el amor (los jóvenes tienden a confundirlas) y el trascurrir de la vida no da para muchos grandes amigos, que ni siquiera serían deseables pues la dialéctica de la amistad exige dedicación.

No hay enfermedad más oscura ni más encerrada en sí misma que la soledad crónica, y participa de los mitos de Sísifo y de Asterión, pues la soledad es algo que se arrastra como una piedra y que nos hace sentirnos tan aislados como el Minotauro de Creta. Hasta hace poco pensaba que los desdichados a los que me refiero habían sucumbido al aislamiento porque, quizá de forma inconsciente, se fueron metiendo en una urdimbre de gestos y pensamientos errados que los iba envolviendo como un capullo, hasta que percibí que se trataba de solitarios de la era digital, y eso me obligaba a desplazar la reflexión hacia la nueva dimensión de nuestra cultura.

«El individualismo real se ha extinguido dejando en su lugar un sujeto vacío con un ego tan patético como falto de consistencia»

El ejemplo más emblemático y también más trágico de lo que quiero decir lo encarnan los hikikomoris: seres fantasmales perdidos en el laberinto de internet y a la vez confinados en su cuarto, padeciendo una soledad tremendamente patológica que alivian con los juegos de la red y otros pasatiempos mucho más tétricos. En China se cuentan por millones y en España aumentan día a día conformando la tendencia más nihilista de nuestra sociedad. Percibes que a la hora de la verdad son seres prematuramente desmoronados, y que hasta padecen una cierta desmemoria. Casi no recuerdan, como si tuviesen un borrador en la mente, y desaparece la duración, pues viven sumergidos en un presente encapsulado y asfixiante.

En ellos parecen abolidas todas las formas de gozo, salvo la comida rápida, que dista mucho de ser exquisita, y la pornografía de la red. Se podría pensar que para ellos internet es un alivio y un escape, pero todo me indica que no, pues en realidad internet es la tela de araña que los ha conducido y apresado en esa situación. Están conectados, cierto, pero viven fuera del círculo del verbo, el gesto, el roce, el susurro y la cadencia fluida de la vida cuando existe el diálogo y el contacto físico. Habitan siempre los arrabales de la colmena y si te detienes en sus miradas, percibirás en ellas un vacío abisal y la tranquilidad inquietante del que sabe que ya no va a salir del cuarto en el que se ha recluido.

España empieza a ser un país de solitarios como nunca antes en su historia. Cuando abordan el problema, los opinadores de los medios de comunicación hablan del individualismo feroz y de la edad del ego. Falso, el individualismo real se ha extinguido dejando en su lugar un sujeto vacío con un ego tan patético como falto de consistencia: ese ego hipervacío de los que viven cautivos de las redes sociales y que ahora mismo conforman una parte considerable de la población mundial. Para comprobarlo basta con entrar en el metro como hice ayer mismo. En el vagón me rodeaba un montón de solitarios mirando una pantalla mínima (el embudo por el que observan el mundo). Iban hablando con fantasmas, con ausencias que ellos consideran presencias, y no miraban a los que les rodeaban en ningún momento. Se ausentaron de la realidad durante todo el trayecto. Daba la impresión de que se estaban educando en la soledad que nos va a deparar el reino digital. En el futuro formarán muchedumbres de solitarios, y las muchedumbres de solitarios siempre acaban mal.

Bohumil Hrabal retrata con humor y fiereza la Praga estalinistaBohumil Hrabal retrata con humor y fiereza la Praga estalinista

«El imperio cibernético no deja de ser una inmensa fábrica de soledad»

Es sabido que en el pasado hubo sistemas que optaron por industrializar la muerte. El franciscano Pian de Carpine, que trató directamente a los mongoles en su época más sanguinaria y más victoriosa, diserta sobre el sistema mongol de acabar con los enemigos y deducimos que era una verdadera industria de la muerte, pues aniquilaban a los prisioneros de una manera sistemática y muy regular, en fatigosas sesiones de trabajo. Ocho siglos después los nazis concibieron campos de deportados donde se producía muerte a escala industrial. Y ahí reside lo asombroso de tales procederes: crear industrias que producen vacío, inercia, nada. Se supone que la muerte puede ser un hecho, pero no una fabricación, pues no nos dedicamos a producir vacío, que sería una paradoja además de una contradicción. Lo mismo se podría decir de la soledad, pero lo cierto es que el imperio cibernético no deja de ser una inmensa fábrica de soledad. Por primera vez en la historia nos envuelve un sistema que produce masas ingentes de solitarios. Internet es la industrialización de la soledad, y como internet está todavía en sus comienzos, la producción masiva de soledad no ha hecho más que empezar.

Y ahora vamos a plantear un angustioso dilema. Si de pronto un hikikomori o cualquier solitario de ahora se suicida, lo más fácil sería considerarlo una autodestrucción, pero si caemos en la tentación de pensar así estamos haciendo lo mismo que Heidegger cuando, en Los cuadernos negros, decidió que la matanza de los judíos había sido en realidad una autoaniquilación. No conduce a la verdad utilizar la lógica heideggeriana para juzgar las muertes provocadas por la maquinaria de internet. ¿Y si esas muertes representaran los productos más acabados y genuinos de una máquina generadora de soledad a gran escala? Dejo a los futurólogos adivinar que ocurrirá cuando esa máquina se perfeccione y la muerte inducida parezca siempre una autoaniquilación y no el resultado de la soledad provocada y producida, desde hace años, de forma industrial por la red.

5 comentarios
  1. xxavier

    Está a punto de aparecer el ‘amigo electrónico’. Será un pequeño aparato, parecido en tamaño a un móvil, que funcionará conectado permanentemente, por internet, a una ‘central de inteligencia artificial’. Tendrá ojos y oídos, y la facultad de hablar, conversando con el usuario a través de un micrófono y unos auriculares. El ‘amigo electrónico’ irá conociendo poco a poco al usuario, y se hará su consejero-confidente, amigo inseparable.
    No es ciencia ficción, sino un producto en preparación ya avanzada, que saldrá al mercado antes de un año.

  2. Odarbil

    Ah, soledad: por qué escondes desiertos. O, mejor dicho: ¿es este devenir, impropio, en el que nos dejamos-ser, lo que genera y hace aparecer desiertos en el alma de los hombres? ¿Acaso no esconden esos desolados hombres alguna exuberancia, alguna apertura, alguna esperanza? ¿Acaso no denuncian dichos hombres, armados con tales obsolescencias, abandonos, olvidos, ausencias y disoluciones, la penuria que asola al espíritu de la época? ¿Quizá estén reivindicando desde sus precarios retiros un nuevo comienzo, una mirada amplia, o la fundamentación genuina de lo que somos?

    Ay, clamemos con Heidegger: estos hombres, decadentes, ¿acaso no conocen el silencio del que el mundo se aleja?; ¿acaso no se atreven a habitar donde la dicha se nos escurre?; ¿acaso no son llamados por esa verticalidad cortante a la madurez de ella?; ¿acaso no les propicia aquel acontecimiento de hacer apropiado la guarda de la diferencia del ser?; ¿acaso no son capaces de responder y obedecer al poema del mundo?

    Ah, ¿son esos hombres engendros de un anegado nihilismo, tan pasivo-reactivo como necesario, que irrumpe como respuesta a las inercias de la técnica que nos impiden habitar apropiadamente, en las que meramente nos instalamos dispuestos y que se instauran con violencia?

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