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Cultura

La maldición de los presidentes

Todos los políticos construyen un papel del que ya no pueden desprenderse hasta la muerte

La maldición de los presidentes

George H.W. Bush y Borís Yeltsin. | Europa Press

Es un tópico decir que todos tienen doble vida: en términos psicoanalíticos sería cierto, pues el inconsciente y la conciencia serían como seres diferentes que convergerían sólo por accidente. Pero esta precisión sólo sirve para enturbiar las cosas. Nos vamos a referir a lo que habitualmente entendemos por doble vida: vivir en dos dimensiones diferentes con un papel diferente en cada una de ellas. Por ejemplo un psicópata que quiere mucho a su esposa y a sus hijos, pero que luego anda por carreteras perdidas matando a chicas que hacen autoestop. En un espacio hace de padre devoto y esposo intachable, y en el otro de máquina sádica. Es lo que le pasa al doctor Jekyll. Mejor ejemplo imposible para ilustrar el concepto de doble vida. 

Los actores se acercan periódicamente al vértigo de la doble vida. Tanto los de cine como los de teatro padecen de vez en cuando el problema de tener que repartir su carne y su mente entre dos seres diferentes: el de siempre, y el que se está imponiendo a través del personaje que interpretan, y que a veces tiene maneras de invasor que lo quiere todo. Pero luego, cuando acaba la función o el rodaje de la película, el ser habitual regresa para reinar si bien a veces con cierta dificultad, sobre todo cuando el invasor se ha enraizado con demasiada fuerza en la mente del actor y no se quiere marchar. Sólo se conocen algunos casos en los que el papel se ha impuesto al actor. Las leyendas hablan de Béla Lugosi y de Johnny Weissmüller, que se quedaron para siempre presos en las figuras de Drácula y Tarzán. Por extraño que parezca, nos estamos acercando al universo de la política, pues las trágicas vidas de Lugosi y Weissmüller se aproximan a la vida y hasta a la muerte de algunos políticos. Lo digo porque creo que todos los presidentes construyen un papel del que ya no pueden desprenderse hasta la muerte, como los desdichados actores que encarnaron a Drácula y a Tarzán. 

Estar siempre preso en el mismo papel no es fácil de llevar; lo sabe cualquier actor de teatro. Dos años representando el mismo personaje está bien, y si la obra es realmente divertida, se puede prolongar la fidelidad a la misma representación hasta cinco años aún a costa de la salud mental, pero una obra repetida día a día durante cincuenta, sesenta, setenta años es peor que los infiernos de Kafka, que se encargó de modernizar el averno metiendo en él mucha burocracia. Cierro los ojos, recuerdo a algunos presidentes, y no puedo evitar el acecho de los fantasmas de Weissmüller y Lugosi, susurrándome, desde una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, que esos mandatarios que transitan por la oscuridad de mi mente son como ellos, viviendo una vida ajena a su propio ser, y así hasta que llega la última escena. 

«En la medida en que el político tiene que actuar todos los días, siempre con frases parecidas, su doble vida es más real que la del actor»

La doble vida es la característica fundamental de la política debido a sus vínculos con el arte dramático. Ya dijimos que solo periódicamente los actores padecen el síndrome de la doble vida, pero en la medida en que el político tiene que actuar todos los días, siempre con frases parecidas, insistiendo hasta el suplicio en el mismo papel, su doble vida es más real y definitiva que la del actor, y justamente por eso llegará un momento en el que descanse de su rol institucional y conviva con su familia o pasee por el campo, a solas consigo mismo. Quiero suponer que tiene esos momentos de recogimiento sin los cuales la vida podría resultar invivible. Pero es justamente esa doble dimensión de la existencia lo que evidencia una doble vida, de naturaleza sofocante, y que se puede desequilibrar muy fácilmente, haciendo que pese más en la balanza mental alguno de los dos platillos.

Desde Goebbels suponemos que las masas son estúpidas y deducimos que debido a ello los discursos han de ser simples y directos. Los políticos tienen que representar la simpleza directa y emotiva. Cualquier iniciado en teorías teatrales diría que se trata de un ejercicio dramático bastante complicado. Hay tonos del alma muy difíciles de reproducir y que se escapan de las garras del mejor actor. Los papeles los redactan grupos de asesores y el político sólo tiene que expresar bien lo que le han escrito, pero no es fácil dar con el registro de la sinceridad y muchos suelen fallar pues cuesta encarnar el simplismo de forma consciente, y se exige para ello cinismo y pasión a partes iguales.

Lo que sabemos de los políticos, tanto los que gobiernan como los que se oponen a ellos, se limita al papel que representan: siempre los vemos en un escenario, contestando a preguntas como un actor vagamente introducido en el arte de la dialéctica. El problema es que están obligados a dejarse poseer por el personaje para resultar de alguna manera convincentes. El poder y sus cercanías forman el territorio fundamental de la doble vida, donde vemos, además de la doble vida equilibrada, la doble vida inclinada hacia el personaje, que poco a poco va engullendo la totalidad del ser. Supongo que entonces la vida se torna más fantasmal y se abren las puertas de una noche personal tan vinculada a la soledad del poder como a la soledad, aún más definitiva, que sucede al poder. Cuando uno observa a los expresidentes en esos actos a los que les invitan en calidad de testimonios de un esplendor pasado, ellos gestionan el momento con dignidad presidencial que te obliga a preguntarte si por casualidad no ocurre que en algún lugar de su mente siguen siendo presidentes y siguen alimentando el avatar político que crearon cuando llegaron a la cúspide del poder.

«La estructura dramática de la democracia obliga al político a convertirse en un actor consumado y a encarnar intensamente su papel»

La estructura dramática de la democracia, su cualidad de teatrocacia, como la definió Platón, obliga, tanto al político de nuestro tiempo como al de la antigüedad, a convertirse en un actor consumado y a encarnar intensamente su papel. O eso o la muerte, pues está obligado a resultar verosímil y convincente. Ha de creerse mucho su avatar, ha de arrojarse a él como a un abismo, ha de morir por él, inclinando definitivamente su doble vida hacia el personaje público y hacia la pura representación, como veíamos en Mitterrand, que ni siquiera en la intimidad podía desprenderse de su papel de faraón de Francia. Paseaba por el campo con sus amigos, sí, pero enmascarado; se acostaba con sus amantes, sí, pero enmascarado. A ellas no les importaba; estaban acostumbradas, además la máscara le da a la cara un aire perverso que puede favorecer la excitación.

La paradoja estalla cuando observas que no por el hecho de ser un político que ha encarnado de forma casi absoluta su papel desaparecen los problemas: el desgaste mismo del espectáculo es el principal de ellos. Cuando el público contempla demasiado una cara empieza a aborrecerla y a decodificarla casi sin darse cuenta, hasta que nada en ella le parece creíble porque es como si conociera todos sus tics y todos sus mecanismos teatrales de tanto verla. Además, la siente como un imposición terca de los medios que la repiten ad infinitum, la vive como una especie de invasión y por higiene mental exige que abandone la escena.

El poder engancha, pero mata al estar lleno toxicidad, por eso las caras de los actores fundamentales, y que más acaparan los medios de comunicación de masas, parecen máscaras trágicas cuando abandonan el poder, si bien en el caso de los hombres y mujeres que alcanzan la presidencia existe la sospecha de que esa máscara micénica, que construyeron mientras gobernaban, se pega tanto a la piel que ya no pueden quitársela. Acaba siendo su ser, su verdadera piel y el mecanismo de sus emociones más insistentes. Este fenómeno físico y mental sería el verdadero síndrome de los presidentes además de ser su maldición. 

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