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La 'lecciones' vitales de Ian McEwan

El escritor británico reflexiona en su nueva novela sobre cómo los grandes acontecimientos del siglo XX marcaron su vida

La ‘lecciones’ vitales de Ian McEwan

Ian McEwan. | Europa Press

«Estamos desapareciendo», afirma Ian McEwan. Lo dice justo después de presentar lo que para muchos es su novela más ambiciosa después de Expiación, un amplio recorrido por parte de los acontecimientos históricos, del siglo XX hasta hoy, que marcaron su propia existencia y que, bajo el título de Lecciones (Anagrama), con ecos de su propia memoria, evidencia que al maestro británico aún le quedan algunas clases por impartir. La primera, sobre su propia condición. 

«He perdido a Martin Amis y a otros amigos, y cada vez que uno fallece me da la sensación de que una parte de mi vida se va con él, es un cierre y además se añade también una sensación de soledad –reflexiona–. Cuando miro la lista de premios literarios veo que mucha gente de nuestra generación no está y que se premia a voces que igual no han sido tan escuchadas, especialmente mujeres. Nosotros tuvimos nuestra época, una gran época en los años 70. Nadie se daba cuenta de que todos los responsables de las editoriales, empresas y novelistas eran hombres, entonces nadie lo cuestionaba y nunca hubiera tenido que ser así. No nos podemos quejar. Yo he tenido mi tiempo, mi época, y mi voz ha sido escuchada».  

Nada de lo anterior impide, sin embargo, que aún sea el momento de McEwan. Perteneciente a otra generación, el del escritor británico, autor de novelas como Jardines de cemento, Operación Dulce o Chesil Beach, es uno de esos nombres que pocas veces defrauda. Lecciones es una poderosa novela sobre cómo el azar marca nuestras vidas y hasta qué punto nuestras decisiones son determinantes. Una novela, explica durante su encuentro con la prensa, que empezó con una visión general de todas las crisis políticas y de todos los hitos a nivel mundial -la crisis de Suez, la caída del Muro de Berlín, Chernóbil, la pandemia o el asalto al capitolio en Washington-, que impactaron de algún modo en su vida.

Portada de ‘Lecciones’

Las injerencias de la historia

Protagonizado por Roland Baines, un hombre al que le acaba de abandonar su mujer dejándole a cargo de su bebé de siete meses, el recuerdo de la vida de su protagonista se mezcla con la memoria del propio McEwan. Nacido en 1948, el escritor pasó parte de su infancia, como su alter ego, en el norte de África, antes de ser enviado a un internado. «Mi padre se había alistado en el ejército  en los años 30 por problemas de desempleo en Glasgow y llegó a oficial del ejército», recuerda. «Cuando estuvo en el norte de África, sus amigos eran todos muy parecidos a él. Habían entrado en el ejército en el rango más bajo. Había otros oficiales que venían de familias de clase media pero no estaban en su círculo social. La Segunda Guerra Mundial estaba en todas partes a nuestro alrededor. De eso hablaban mis padres y sus conocidos. Y cuando estuve en el internado todos los profesores estaban muy definidos por aquel acontecimiento». 

«Hablo de los años 50 donde la disciplina en el aula era evidente», prosigue. «Yo crecí a la sombra de esa guerra y ahora me sonroja recordar el hecho de que fuimos los hijos de padres que habían visto la muerte en una escala inimaginable, que habían visto el abismo, y después volvían a casa y simplemente querían una vida corriente: un coche, una televisión y una lavadora. Querían educar a sus hijos en la seguridad, y para nosotros, que éramos adolescentes, eso era muy aburrido».

De aquellos primeros años, recuerda hoy, fue un hecho histórico como la crisis de Suez lo que terminaría por cambiarle la vida. «Aquello marcó el final del engaño británico de grandeza y poder y el sueño del imperio finalmente finalizó. Yo tenía ocho años y en algún momento el autobús que me llevaba a casa pasó la parada y me llevó a la base del ejército donde estaba mi padre. Entonces vivía en Libia y alguien lejos, en Londres, decidió que todas las familias de los militares tenían que ir a un campamento militar». Como evoca en esta novela de ficción, su madre, por casualidad, estaba en Inglaterra y su padre estaba demasiado ocupado como soldado defendiendo la base. «Durante diez días yo estuve ahí con mis compañeros de clase y pasamos los momentos más mágicos de mi infancia. Me permitió saborear la libertad de una manera que nunca me abandonó. Eso conformó mi carácter y esa decisión de no querer un empleo formal. La crisis de Suez me empujó a ser escritor. Y hasta hoy me siento muy privilegiado de haber podido gozar 53 años de esta vida que, tengo la sensación, es la vida más libre que podía haber tenido».

Lecciones de vida

No obstante, matiza, la vida de su personaje avanza en otra dirección. «Supongo que, de algún modo, podría decir que Roland es el tipo de persona que yo podría haber sido si no hubiera descubierto la escritura». Escrita durante el confinamiento, bajo la suerte de ese aislamiento que le permitió romper con la agenda de presentaciones, firmas y viajes de promoción, y dedicarse plenamente a su labor, buena parte de la novela, tercia, tiene un elemento de descubrimiento. «Había escenas que, de hecho, esbocé de la manera más vaga posible para ver qué iba a pasar», dice. 

A partir de ahí, introdujo las lecciones de vida que dan título al libro: problemas, crisis o pérdidas, pero también momentos de gran alegría o satisfacción. «Hay también momentos oscuros que no están resueltos. De hecho, resolvemos pocas cosas a lo largo de la vida. Los puntos negros los olvidamos o se convierten en parte de quién eres». En ese sentido, advierte, «el concepto de cierre es bastante engañoso. La mayor parte de los traumas forman parte de ese equipaje que todos llevamos con nosotros. Y si me preguntan las lecciones de Ronald Baines, una es precisamente esa. Lo único que puedes hacer, al menos yo, es escribir una vida. Y esta novela es mi lección».

La maquinaria más hermosa

Lecciones va más allá y coquetea, además, con la historia de su propia familia. «Me han preguntado muchas veces mis editores si iba a escribir mis memorias» –comenta–. «Estas son mis memorias, en cierto modo. Buena parte de mi vida familiar está ahí, concretamente el hermano que yo no supe que existía hasta que cumplí los 52 años». Se refiere a David Sharp, el hijo ilegítimo que su madre dio en adopción, tras quedarse embarazada de su amante, más tarde el propio padre de McEwan, mientras su marido, con quien ya tenía otros dos hijos, combatía en la Segunda Guerra Mundial. Tras su muerte en Normandía, ella se casó con aquel hombre y fruto de aquel enlace nació el escritor. «Complete Surrender –escrita por su hermano– cubrió los elementos básicos de nuestro encuentro, pero yo quería abordarlo de una manera más subjetiva y novelada», explica ahora.

«El proyecto de esta novela era mirar cómo algunos elementos de nuestra vidas o del panorama mundial lanzan una sombra muy amplia. La aparición de David en mi vida no solo fue una alegría. Yo siempre había asumido que mis padres se habían conocido después y no supimos nada de la existencia de David hasta el año 2002. Lo que me parece evidente de la historia, y por eso creo que necesitaba una novela, es que para los dos hijos que mi madre tenía entonces, mis hermanastros, la aparición de David fue también un acontecimiento doloroso, porque quedaron como apartados». 

«En cierto modo, esta es una historia de guerra y no solo personal», continúa. «Es la intersección de la Segunda Guerra Mundial en las vidas privadas. Eso es lo que más me interesa. Cómo esos acontecimientos con mayúsculas tienen la forma de entrar en nuestras vidas de la forma más íntima. Para mí fue importante aunar estas dos líneas: un acontecimiento en mayúsculas y estas consecuencias privadas. Eso también es el trauma que genera una guerra. En nuestro país y en Europa hay centenares de miles de niños, por no decir millones, que ahora están empezando una nueva vida y sus vidas se han visto absolutamente alteradas por la guerra de Ucrania. La guerra es una máquina brutal para entrar también en muchas vidas privadas. Y por eso escribí una novela. Si unas memorias son estrictamente memorias eso no te lo puedes permitir. La novela es la maquinaria más bella que hemos inventado para investigar en la vida privada y la relación de la vida privada con la sociedad».

Memoria y ficción

A lo largo de casi 600 páginas, McEwan juega con la memoria y el tiempo narrativo en una deliciosa historia que salta de un momento a otro con fluidez, reconstruyendo aquellos hitos históricos y sociales que marcan toda una vida. «La memoria es un instrumento fantástico, pero también es muy engañoso. La evolución no nos ha garantizado una memoria fotográfica y cuando intentamos recordar acontecimientos en realidad no recordamos mucho la secuencia. La vida, como la memoria, a veces nos engaña y se organiza de una manera que es distinta a la cronología. En mi propia vida he observado cómo momentos de la infancia y adolescencia surgen en mi mente con una viveza que no tenían cuando tenía 35 años. El tiempo juega con nosotros y muchos escritores han jugado a su vez con el tiempo y han hecho obras maravillosas», señala.

En este sentido, cuenta McEwan, la ficción es el mejor medio. «Hemos desarrollado una forma literaria que realmente nos ayuda, nos enseña a entender lo que es ser otra persona. Y no creo que esto lo dé una serie de televisión, no lo brinda el teatro, ni siquiera la poesía, la novela es la mejor manera de ilustrar el flujo de conciencia, ese probar qué es o cómo es ser otra persona o hasta qué punto nos parecemos en ocasiones entre nosotros». 

En Lecciones se plantea, además, hasta qué punto tenemos opciones o si la vida acaso no es una reacción a distintos episodios o situaciones. «Ese azar es fascinante y está ahí desde el principio de nuestra vida. Creo que merece la pena reflexionar sobre que si tus padres hubieran hecho el amor cinco segundos más tarde tú no existirías, serías otra persona. Tú no escoges tu vida ni tus padres, todo eso está fuera de tu control. Por eso creé el personaje de Alissa –la mujer de Roland–, esa joven alemana que un día deja una nota y desaparece, toma una decisión implacable sobre su vida. Muy pocos de nosotros nos encontramos en la situación para hacer algo así. De hecho, condenamos en ese sentido más a las mujeres que a los hombres, eso era algo que yo quería explorar, ese doble rasero. Pero en el fondo hay algo espléndido en las personas que son capaces de tomar decisiones radicales», opina.

El deseo masculino en la ficción actual

Otro de los temas fundamentales de la novela, además del despertar adulto del propio Roland, es el tratamiento del deseo, que aparece con la figura de la profesora de piano, Miriam Cornell. «Soy escéptico respecto a aquellos que quieren frenar los límites de la imaginación de otras personas. La libertad de expresión está desapareciendo en muchos Estados autocráticos. Los que vivimos en sociedades relativamente libres también tenemos coartada nuestra imaginación porque no queremos molestar a los demás. Hemos visto cómo se han retirado libros de las bibliotecas de las escuelas. Yo espero que el péndulo empiece a cambiar y a girar hacia el otro lado y que encontremos un punto de normalidad y de decencia al respecto. No se puede frenar la imaginación de otras personas. Creo que tendríamos que tener una sociedad libre y abierta. Se puede opinar en contra, pero no prohibir», argumenta.

En cuanto a la construcción del deseo, el escritor defiende su capacidad como elemento disruptivo en la vida familiar. «Fue un tema central en la literatura del XIX en novelas como Madame Bovary o Ana Karénina, mujeres que estuvieron sometidas a grandes limitaciones del patriarcado, que las rompieron y después fueron castigadas, empujadas al suicidio o a la enfermedad y el aislamiento. Uno de los grandes maestros del deseo en nuestra literatura moderna, Philip Roth, me aconsejó cuando estaba escribiendo una de mis primeras historias que tenía que escribir como si mis padres estuvieran muertos, que no me preocupara por incomodarles. Mis primeros dos libros de relatos fueron escritos así. Y mis padres se encontraron con una situación muy incómoda. Sobre todo mi padre que venía de una familia un poco retrógrada, pero por otro lado él había dejado la escuela a los 14 y estaba muy orgulloso de mí cuando fui a la universidad, después me titulé y me convertí en un escritor del que se hablaba en términos bastante elogiosos. Al final, estaba tan orgulloso que compró 30 copias de mi novela y la distribuyó entre sus compañeros del ejército. Me invitó a comer con ellos y recuerdo las sonrisas congeladas de esos oficiales cuando me dieron la mano», comparte. 

«Recuerdo que hablaba de eso con Martin Amis, desgraciadamente ya fallecido. Yo discrepaba con él porque pensaba que lo que faltaba en el pasado, especialmente cuando hablamos de hombres que escriben sobre relaciones sexuales, era abordar de manera consciente y objetiva la naturaleza, no hablando de conquistas y dominación, sino hablando de algo mutuo. La culminación del deseo es el momento sensorial más potente de nuestra vida adulta y por tanto evitarlo, no hablar de ello, no ponerlo sobre el papel  para mí es una locura».

La tecnología y el futuro de la novela

El escritor pertenece a esa vieja escuela que, a lo largo de los años, ha sabido adaptarse a la tecnología. «Ya no escribo con una máquina de escribir», afirma consciente de que eso pertenece a un pasado muy remoto. «Creo que tuve mi primer procesador en el 84 y había artículos que decían que iban a acabar con la literatura y que serían el fin de la civilización. Yo creo que fue fantástico verse liberado de la máquina de escribir, tener texto en suspensión, como si fuera el pensamiento, en una memoria. Como escritor llevo 50 años y la mayor parte de mi vida está en el ordenador». 

Sin miedo al avance tecnológico, reconoce, eso sí, que no todo es positivo. «Lamento muchas cosas de internet, una de las cuales es que creo que ha acabado con la soledad. En los años 70, por ejemplo, si tenías que esperar el equipaje, simplemente lo esperabas. Ahora todo el mundo se pega al móvil, yo también. Antes la gente soñaba despierta. Hemos perdido parte del lujo de la soledad, de poder estar ensimismado, que es uno de los grandes lujos de la civilización». En cuanto a la inteligencia artificial cuenta que le produce una mezcla de fascinación, preocupación, alarma y asombro. «Creo que no se puede controlar, pero como sociedad también deberíamos saber a quién beneficia. Soy muy escéptico con el poder de las grandes compañías que no pagan impuestos, pero al mismo tiempo me siento absorbido y me interesa». Fruto de esta dicotomía, surgió en 2019 una de sus últimas novelas, Máquinas como yo

Y si en Lecciones mira de frente a la Historia, sin entrar a juzgar el pasado con los estándares de hoy, McEwan defiende que sería un ejercicio útil preguntarse cómo nos mirará el futuro y qué estamos haciendo en el presente.  «Ahora estoy escribiendo una novela y estaba pensando que igual dentro de 200 años la gente nos mirará con absoluto disgusto pensando en cómo nos hemos comportado. Igual el futuro nos condenará por tardar tanto tiempo en tomarnos en serio el cambio climático».

Ian McEwan

Al mismo tiempo, reconoce, «hemos visto un movimiento muy interesante de jóvenes británicos que abren el debate sobre una riqueza derivada de la esclavitud. Hace un par de años, en la torre de Bristol, vivimos un momento extraordinario cuando derribaron y tiraron al río una estatua de un personaje local que había hecho su riqueza con plantaciones de azúcar en el Caribe. Es útil también recordar que esa estatua había sido objeto de debate durante 25 años. Es decir que hubo una reflexión larga sobre un tema respecto al cual la autoridad no quiso tomar parte. Yo creo que hay algo decente en ese impulso. También en personas que recaudan firmas para que se deje de estudiar a David Hume, el gran filósofo. Quizá no hay que ser tan radical, pero Shakespeare, igual tenemos que recordarlo, en un momento de hambruna se dice que se quedó con no sé cuantas toneladas de grano y no las compartió. Hay que saber que las cosas son como han sido».

Tras hora y media de intervención, el discurso de McEwan comienza, no obstante, a sonar a despedida. Por suerte, señala, la novela literaria aún está lejos de desaparecer.  «Creo que todavía no hemos encontrado una forma superior de investigación del entorno humano más allá de la novela». Aunque de algún modo, como señala, algunos de los mejores escritores del siglo XX están desapareciendo. «Cuando Amis falleció, estaba hablando con otros compañeros de mi generación, con James Fenton, el mayor poeta a mi juicio en lengua inglesa. En un silencio, James, que es muy conocido por su humor, dijo: ¿y quién será el próximo?», evoca.  «Nos estamos desvaneciendo, o bien porque fallecemos o porque dejamos espacio a otros, y está bien, tenemos que escuchar otras voces», señala antes de despedirse. Por suerte, hay McEwan para rato.

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