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Lo real

Los políticos no tocan la realidad ni en los peores momentos porque les ampara su comedia tejida de frases hechas

Lo real

Francina Armengol, Pedro Sánchez y Patxi López durante la Sesión Constitutiva de la XV Legislatura en el Congreso de los Diputados. | Eduardo Parra (Europa Press)

Veo la inseguridad existencial más allá de los presupuestos de la psicología: como una abertura a territorios desconocidos, como un desconcierto profundo del ser, como una carencia de límites claros, como una ausencia de color en beneficio de un gris indeterminado. Y también veo la inseguridad existencial como una caída en el abismo de «lo real». «Lo real», ese concepto terrible que atraviesa la filosofía desde Aristóteles a Lacan, ¿qué puede ser? Estimo que sería la ausencia de toda ficción, incluida la ficción del dinero, que haría de pantalla ante la dureza fundamental de la existencia. Para el 20% de los españoles que viven por debajo del umbral de la pobreza las posibilidades de toparse con el abismo de «lo real» son bastante probables. Una mañana te despiertas sin un céntimo y sabes que en ese mismo instante desaparece la ficción, y hasta desaparece el lenguaje porque te quedas mudo. Lo que se abre entonces ante tus ojos en un lugar sin señales y sin referencias: la pura indeterminación que a veces halla su más definitiva concreción en la muerte. Sientes que se extingue la seguridad y empiezas a ver, en un páramo sin término, tu futuro: mucho espacio para moverse y nada que llevarse al alma y al cuerpo. Bienvenido a Atacama, hijo. Por más que haya sol, la realidad parece un pozo sin luz y «el mundo es no-mundo», como reza El sutra del diamante.

También corren el riego de acercarse mucho a «lo real» los casi cinco millones de ciudadanos de este país que se han quedado sin vacaciones porque no podían sufragarlas. Para bastantes de ellos la depresión habrá llamado a la puerta en los más tórridos días de la canícula, y la depresión es en muchos aspectos la inmersión en «lo real», cuando el mundo nos parece una «mortecina inmensidad» que, según Sartre, nos invita a adoptar la postura del tumbado y la postura de la muerte, a fin de oponer la mínima resistencia a esa vastedad tristísima. Tres millones de españoles sufren depresión: dolencia que abre las puertas al suicidio. Ahora mismo el suicidio es la primera causa de muerte violenta entre nosotros. Según el informe Fundamed, «de cada persona que se muere por suicidio en España habría 10 personas que lo intentan, y de cada persona que lo intenta habría 14 que lo piensan».

«Los políticos viven en lo que Platón llamaba la ‘teatrocracia’»

Pero estos problemas absolutamente reales no cuentan para los políticos, que prefieren dedicarse a causas más fantasmales, engordando día a día la ficción que los protege de la realidad a la que se enfrenta continuamente la ciudadanía. Viven en lo que Platón llamaba la θεατροκρατία: la teatrocracia. Recurro a las letras griegas prestadas del original para dejar claro que fue Platón el que acuñó el concepto en el libro tercero de Las leyes y no el filósofo coreano Byung-Chul Han, como ha dicho más de un divulgador poco conocedor del filósofo ateniense. Sí, los miembros de la teatrocracia pasan el tiempo entregándose al arte dramático, con actores cada vez menos profesionales y más proclives al grito: una modalidad expresiva aún más patética que el lamento modulado y la declamación.

La inseguridad existencial no sería tampoco ajena al problema de no saber en qué país estás ni saber hasta dónde van a llegar los conflictos, las trampas, los chantajes y las subastas. No es bueno que la política genere en el cuerpo social indeterminación y aún menos inseguridad existencial, obligando a la gente a enfrentarse a «lo real» sin protección. Vivir en el corazón de lo indeterminado es agotador y crea poblaciones enloquecidas, dispuestas a agarrase a clavos ardiendo mientras que el gobierno y sus oponentes no tocan realidad ni siquiera en los peores momentos porque les ampara su comedia tejida de frases hechas. A pesar de que llevan sus discursos preparados, asombra su pobreza verbal y la manera con la que se califican unos a otros. Para referirse al enemigo recurren siempre a la exageración. Paradójicamente, agrandan al rival hasta convertirlo en un ser monstruoso. Estamos en el universo de la demagogia químicamente pura, tan habitual en la política de ahora. En esta ceremonia de la desvergüenza participa también la prensa, y entre unos y otros crean una ficción que ni por asombro toca materia. Para una inteligencia despierta resulta humillante prestar atención a discursos tan estereotipados y tan violentos. Ese estilo tosco y agresivo que vemos ahora en el Parlamento y en la prensa sería achacable en parte a nuestra decadencia y en parte a la extinción completa de la elegancia.

Recientemente, el melodrama del que hablamos abundó en revelaciones que tiñeron de marrón el escenario. En medio de un plató de metacrilato y yeso que evocaba el mundo griego, si bien con ese tono artificial y cursi que ofrece siempre la televisión, un personaje de la obra dijo que los movimientos decisivos del Estado no pasan por el Parlamento y se resuelven en cuartos sin demasiada luz. Ya lo sabía Balzac: los asuntos tenebrosos exigen intimidad. El problema reside en que si queremos profundizar en la experiencia democrática es exigible mucha más transparencia y esa clase de actos no se deben permitir. El Estado moderno ya no puede tener dos dimensiones que no se tocan: la supraestructura política, de naturaleza opaca, y la ciudadanía. Hay que prescindir del abuso del secreto y el político que no quiera asumir la transparencia que se marche. La política tendría que ser el arte de abordar «lo real» y no de ocultarlo bajo un manto de oscuridad, confusión y silencio.

«’El Estado es el monstruo más frío de todos los monstruos fríos’, sentenció Nietzsche»

Los políticos que en lugar de mermar la incertidumbre la estimulan suelen olvidar que cuando los límites se desbordan emerge «lo real» del vacío que crea el desbordamiento, y vemos caer el telón. «Lo real» siempre anda agazapado, esperando su oportunidad para poner fin a la comedia. ¿Y qué viene después? Evidentemente la tragedia, el género más profundamente arraigado en «lo real». Concluiré diciendo que se acaba de suicidar una amiga mía. Para ella como para las miles de personas que, día a día, se borran por sí mismas del libro de la vida, el Estado les cierra todas las puertas y de pronto, una madrugada, a «la hora negra del alma» como decía Fitzgerald, se arrojan por la ventana mientras prosigue la feria melodramática de la que hablamos. «El Estado es el monstruo más frío de todos los monstruos fríos. Es frío hasta cuando miente… Aniquiladores son quienes ponen trampas para las masas y denominan Estado a tal obra: estos sostienen encima de ellos una espada y cien impudicias», sentenció Nietzsche en Así hablaba Zaratustra.

Ah, si un día la política se atreviese a acercarse a «lo real», ese pozo sin fondo al que acaba de arrojarse la excelente mujer que acabo de mentar. Fue un alma perdida de una sensibilidad exquisita y un inmenso deseo: fue la mujer-deseo. Era muy quebradiza además de cruel, y cuando amaba lo hacia más allá de todo límite, hasta desaparecer en el acto de amar, hasta convertirse en nada. Luego se despertaba con ímpetu renovado y hacía locuras. Su vida fue una montaña rusa presidida por la angustia y cayó en los infiernos del alcohol como el cónsul de Bajo el volcán. Se destruyó en menos de 20 años porque no podía sujetarse a su propio ser y porque la sustancia de la vida le parecía muy amarga. Fundó una revista y le entusiasmaba la música. Dejó poemas escritos; no les he leído pero me han dicho que acusan la influencia de Alejandra Pizarnik, que también se suicidó.

Pensé en ella ayer por la tarde, mientras me acercaba a casa. Pensé en los suicidas, en los que padecen depresión, en los que la falta de fondos los abocará a toparse con «lo real» más pronto que tarde, en la soledad convertida en epidemia, en las tribus de jóvenes que ya no salen de casa, atrozmente nihilistas, en los millones de familias que no llegan a fin de mes, y en esa angustia imprecisa que se va apoderando furtivamente de la gente. Sí, estuve pensando en «lo real» mientras los inefables seguían ocupándose de su melodrama en un anfiteatro custodiado por dos leones amenazantes.

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