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Cultura

Francia y la pulsión de muerte

A derecha y a izquierda se percibe la nostalgia por la edad de oro de su democracia y ser una nación dueña de su destino

Francia y la pulsión de muerte

Fachada de un edificio parisino. | Pixabay

El período que va del año 1945 al 1985 se considera la edad de oro de la democracia francesa, pues al bienestar económico se unió una apuesta por la cultura que no tenía equivalente en el mundo y en la que Francia desplegó su asombrosa generosidad, dicho sea contra los que la consideran una nación de mezquinos. La apuesta y la decisión de convertir la cultura en la espina dorsal del Estado tenía como fundamento ideológico el universalismo heredado de la Revolución Francesa y hasta en sus desviaciones era totalmente tributario del humanismo occidental. Inventaron movimientos y tendencias muy influyentes, definiendo épocas y marcándolas con su propio sello: el existencialismo, el estructuralismo, la deconstrucción, que se fueron sucediendo en el tiempo como en un camino que se perdía en la niebla aunque semejara un renacimiento. Porque eso era lo que nos parecía a los que, en los años 70 y 80, asistíamos a las clases, los cursos, los seminarios de los filósofos que en aquel tiempo protagonizaban la vida intelectual: un verdadero renacimiento del pensamiento francés y del pensamiento sin más.

No sabíamos que en realidad era el atardecer, cuando alzaba el vuelo la lechuza de Minerva. En ese momento lo estaba alzando, y ante su vuelo rápido e inventivo ignorábamos que estaba cayendo la noche. En aquel entonces la universidad francesa era prácticamente gratis y gratis todos los cursos de los grandes maestros, de Foucault, de Barthes, de Lacan, de Lévi-Strauss, de Deleuze, de Lyotard… Años después, y ya lejos de París, recordaba con frecuencia aquella efervescencia hija de la generosidad y la pasión por el saber. Las camarillas de cada maestro parecían escuelas griegas que se vigilaban unas a otras, y abundaban los estudiantes extranjeros. Cada clase era una torre de Babel, y los franceses ya sabían que París era la meca de los estudiantes del mundo, el faro que más los dignificaba: estaban educando a una hueste internacional que después se perdió por el mundo llevándose con ella modos de descodificar y deconstruir la herencia recibida. Bien es cierto que en aquel entonces la deconstrucción estaban todavía en fase experimental, y si bien ya habían dado jugosos frutos, no se habían introducido de verdad en el cuerpo social.

«Los 90 fueron el peor momento del pensamiento y la narrativa francesas, y empezó a planear el fantasma del declinismo»

El esplendor intelectual de los años 60 y 70 se derrumbó enseguida y ya en 1985 algunos de los filósofos más relevantes de aquel movimiento habían fallecido. Sartre, el padre de todos ellos, murió en el 81, y Barthes a finales del 79, víctima de un estúpido accidente tras un almuerzo con Mitterrand. También había fallecido Nikos Poulantzas, tras arrojarse de una ventana de la Torre de Montparnasse abrazado a sus libros, y su amigo, Louis Althusser, había estrangulado a su mujer. En el 84 Michel Foucault falleció de sida y diez años después Gilles Deleuze murió, como Poulantzas, defenestrado, pues huyó del enfisema que no le dejaba respirar arrojándose desde una ventana de su casa y estrellándose contra la acera, de forma que en el año 95 la Escuela de París casi se había extinguido. Estuve por esa época en París y certifiqué la decadencia de la ciudad de la luz. Aquella cultura estridente y gloriosa había desembocado en una mudez cultural que resultaba inquietante. De los tiempos recientes, los 90 fueron el peor momento del pensamiento y la narrativa francesas, y empezó a planear el fantasma del declinismo. La Francia actual sigue presidida por ese fantasma que desde finales de siglo no ha hecho más que crecer, hasta convertirse en una especie de ideología nacional. Francia tiene una conciencia de su declive que da pocas esperanzas.

Un gran incendio en la catedral de Notre Dame arrasa un emblema de Francia 1
Incendio en Notre Dame. | AFP

A derecha y a izquierda se percibe la nostalgia de la edad de oro de su democracia, y la insoportable certeza de que ya no son un Estado. Sostienen que el Estado clásico se basa en tres pilares: poder declarar la guerra, poder acuñar moneda, poder legislar, y nada se eso se puede hacer desde que gobierna Bruselas y se creó el euro. Una parte de la ideología francesa, de una y otra tendencia, desea abandonar la moneda única y anhela una nación más dueña de su propio destino. Ignoran que lo que les ocurre y nos ocurre hunde sus raíces en un descreimiento general y en el nihilismo que ha ido generando la deconstrucción de todos los sistemas del saber, del sistema mismo de la nación, y de todas las estructuras y jerarquías que definían el mundo que nos precedió, y de que ya solo se ven las cenizas. Las disputas filosóficas, políticas, sociales que articulan el relato francés invitan a creer que Francia ya no es capaz de encontrar su raíces y que quizá por eso la conciencia spengleriana del declive se ha convertido en el leitmotiv de su relato nacional. La paradoja salta cuando te das cuenta de que Francia está mucho mejor que España. Su futuro demográfico es muy positivo y en el año 2040 será el país más poblado de Europa. En España sin embargo seguimos avanzando hacia la extinción pero aquí nadie habla de la decadencia. Esa omisión del concepto que mejor nos define tiende a ocultar la fuerza de destrucción que nos constituye y nos gobierna: la pulsión de muerte. Francia padece la misma enfermedad, pero allí son mucho más conscientes.

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