Vargas Llosa: a la redención por la música
El premio Nobel de Literatura vuelve a sorprender con “Le dedico mi silencio”, que asegura que será su última novela
Con Le dedico mi silencio, la nueva novela de Mario Vargas Llosa -que también será la última, según el autor anuncia en una nota final-, el lector se encuentra con el doble placer de verse transitando por caminos que ya ha recorrido antes en sus novelas, y, al mismo tiempo, ante una novedad temática realmente inesperada. Este escritor peruano-español de asombrosa energía y audacia, que sin dejar de ser un novelista extraordinario tanto le dedica a García Márquez un profundo y copioso ensayo como le pone un ojo a la funerala, que emprende una carrera política hacia la presidencia de su país natal (perdida contra Alberto Fujimori) como se sube al escenario como actor teatral, que tan pronto se convierte en carne de revista del corazón como denuncia la trivialidad de la sociedad del espectáculo u obtiene el premio Nobel de literatura, no deja de sorprendernos.
Ahora nos descubre una afición inesperada en este gran cosmopolita: la intensa querencia por la música criolla y en especial por el vals peruano es, según MVLL, «un secreto amor que me ha acompañado toda la vida».
Le dedico mi silencio es un canto a ese secreto amor de toda la vida: al patrimonio musical peruano, a sus valses, marineras, polcas, huainos y otro géneros populares, en los que inesperadamente MVLL demuestra ser un erudito y un publicista convincente, aunque el texto no se demora en análisis musicológicos.
Los años de Sendero Luminoso
La novela está ambientada, como telón de fondo, en los últimos años de la actividad del grupo terrorista de inspiración maoísta Sendero Luminoso, cuyo líder, Abimael Guzmán, fue finalmente apresado en 1992. Sobre ese panorama desgarrado se desarrolla la peripecia de un modesto periodista limeño, Toño Azpilcueta, que sobrevive prodigando sus artículos mal pagados en efímeras y casi miserables publicaciones limeñas dedicadas a la música criolla, música que considera de un valor excepcional, casi único en el mundo, y a cuya belleza erotizante atribuye el poder de sanar el daño que ha venido hiriendo a la sociedad peruana en sus trescientos años de historia y de reconciliar a los opuestos en abrazo fraterno. El descubrimiento casual de un guitarrista sublime, de carácter atormentado y prematuramente muerto, Lalo Molfino, parece una señal que viniese a confirmar su disparatada tesis y le decide a plasmarla en un libro sobre la historia de la música peruana, titulado Lalo Molfino y la revolución silenciosa.
La trama avanza en dos líneas paralelas aunque estrechamente relacionadas, que se siguen en capítulos alternos. Es una estructura que Vargas Llosa ya había ensayado con éxito en por lo menos dos de sus obras maestras: El hablador y La tía Julia y el escribidor.
En la primera, una de las líneas argumentales trata de un escritor que se halla en Italia intentando escribir una novela sobre los que hoy llamamos cuentacuentos: son indios con un don particular para el relato oral que viajan por la selva amazónica, visitando las tribus nómadas, para, por la noche, al amor de las fogatas, contarles los mitos que comparten todas ellas y las unen; al amanecer, el cuentacuentos emprende el camino hacia el campamento donde presumiblemente hará noche otra comunidad, para repetir la ceremonia. En capítulos alternos, la segunda línea argumental reproduce las historias que cuentan esos cuentacuentos.
La primera línea argumental de La tía Julia y el escribidor narra los años de formación del autor como periodista con anhelos literarios, sus amores con su Tía Julia y la fascinación que siente por Pedro Camacho, guionista y locutor de truculentos seriales radiofónicos que tienen encandilado a todo el país. En la segunda línea argumental se intercalan algunos de esos seriales, que se van volviendo progresivamente más y más delirantes según Camacho, desbordado por su propia imaginación y exceso de trabajo, va perdiendo el juicio.
Destino
En Le dedico mi silencio, los capítulos impares desarrollan las peripecias de Toño Azpilcueta según escribe, no sin superar grandes dificultades económicas y crisis de creatividad, su necesario ensayo sobre el vals peruano, busca información sobre el gran y desdichado Lalo Molfino, sueña con que le ame su amiga y excelsa cantante Cecilia Barraza (personaje que la vida real le ha prestado a la ficción, pues Barraza, nacida en Lima en 1952, es una cantante popularísima en su tierra y una de las preferidas de MVLL), la cual no quiere pasar de una profunda amistad con él.
Los capítulos pares constituyen el cuerpo del libro que escribe Toño, ese canto al vals condenado al éxito más sensacional o a la locura del autor, como la que destruyó a Pedro Camacho en La tía Julia…
Esta novela es también una indagación ensayística sobre la huacharía, una variante peruana de la cursilería que viene ocupando al novelista desde hace décadas. Considerando imposible definirla, el autor proporciona una serie de ejemplos paradigmáticos de cosas, objetos, ceremonias, actitudes, celebraciones, giros lingüísticos huachafos. Por ejemplo, el uso indiscriminado del diminutivo es huachafo; ese diminutivo que, por cierto, Vargas Llosa precisamente viene usando reiteradamente con prodigalidad y éxito para conseguir que el lector simpatice con sus personajes y sus pequeños placeres -la visión de unas muchachas «chilenitas», un rato de charla en el bar con un amigo tomando cervezas «heladitas», y en las novelas sicalípticas como Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto hasta las mayores cochinadas se dicen y hacen en diminutivo -y se conmueva con su destino. Destino que no por diminutivo y hasta huachafo deja de ser trágico y profunda, novelescamente humano.