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Cultura

William Eggleston, caballero sureño y fotógrafo radical

La Fundación Mapfre de Barcelona reúne la obra del influyente artista en la exposición ‘El misterio de lo cotidiano’

William Eggleston, caballero sureño y fotógrafo radical

Fotografía de William Eggleston. | Cortesía Eggleston Artistic Trust and David Zwirner

Cuando en 1976 el MoMA de Nueva York le dedicó la primera exposición individual a William Eggleston (Memphis, 1939) la reacción de público y crítica no pudo ser más hostil. Se dijo de sus fotografías que eran triviales, feas, mediocres y algunas lindezas más. El New York Times fue demoledor: «La exposición más odiada del año». La muestra era una apuesta personal de John Szarkowski, reputado jefe del departamento fotográfico del museo, que la defendió contra viento y marea casi en solitario. Para él, Eggleston representaba el futuro. Casi medio siglo después, su obra puede seguir dejando perplejo a más de uno. Pueden comprobarlo hasta el 28 de enero de 2024 en la exposición que le dedica el centro KBr de la Fundación Mapfre en Barcelona con el sugerente título de El misterio de lo cotidiano. A sus 84 años, aunque siga desconcertando a algunos, Eggleston es uno de los fotógrafos más cotizados, prestigiosos e influyentes del planeta. ¿Por qué?

Su personalidad es ya de entrada paradójica: por un lado, es un caballero sureño que jamás ha tenido que ganarse la vida gracias a la copiosa herencia de su abuelo. Y por otro, un fotógrafo radical, que a partir de los años sesenta del pasado siglo puso patas arriba algunas ideas hasta entonces sacrosantas sobre qué virtudes debía tener una fotografía para ser considerada una obra de arte. Como él no tenía que preocuparse por llegar a fin de mes, jamás se rebajó a hacer concesiones y, obstinado, llevó adelante sus planteamientos, pese a tener a casi todo el mundo en contra. Hasta que el tiempo acabó dándole la razón.


William Eggleston. | Cortesía Eggleston Artistic Trust and David Zwirner

La radicalidad de su propuesta, se basaba en romper dos preceptos que entonces eran sacrosantos. En primer lugar, Eggleston empezó trabajando en blanco y negro, pero a mediados de los sesenta se pasó al color y está hoy considerado como uno de los pioneros -hay quien lo llama el padrino de la fotografía en color-, junto con sus compatriotas Stephen Shore y Joel Meyerowitz. Hoy en día este debate nos puede parecer disparatado, pero en aquel entonces todo fotógrafo que quisiera ser considerado un artista debía utilizar el blanco y negro, los colorines quedaban relegados para usos considerados como inferiores como las imágenes publicitarias o de moda. Los dos clásicos a los que Eggleston consideraba sus maestros -el francés Cartier-Bresson y el americano Walker Evans- abominaban del color, porque les parecía una vulgaridad. 

Escenas cotidianas

Del segundo de ellos, Walker Evans, uno de los grandes nombres del realismo fotográfico estadounidense, heredó el gusto por lo que se ha dado en llamar americana. Es decir los elementos cotidianos convertidos en iconos de la identidad cultural de Estados Unidos, desde la tarta de manzana a las ilustraciones de Norman Rockwell, pasando por las Harley Davidson o las iglesias rurales de madera. Evans les dedicó una importante serie, que incluía imágenes de viejas tiendas, cines de pueblo, carteles de Coca-Cola…Eggleston convierte estos elementos en el tema central de su obra. Esta es su segunda transgresión: su cámara no capta cosas bellas sino cotidianas, anodinas, banales. En sus fotos aparecen gasolineras desiertas, coches -muchos coches-, calles del extrarradio, mesas de diners sin recoger, techos desconchados, electrodomésticos, gente insignificante… Sus imágenes pueden parecer tomadas al azar, sin una estructura visual clara, como si fueran obra de un amateur que capta sin ton ni son imágenes de Tennessee, de donde es originario. En algunas de ellas puede atisbarse alguna pincelada sociológica, como las desigualdades raciales (una de sus obras más célebres muestra a su tío acompañado por su chofer negro), pero no es esto lo que le interesa. 

Eggleston no entiende sus imágenes como documentales, sino que las defiende como artísticas. Toma siempre una única fotografía de la escena que elige y jamás la reencuadra una vez revelada, cosa que otros fotógrafos hacen con frecuencia. Hay algo en sus paisajes de periferia, aparcamientos, fachadas de cines porno, almacenes abandonados, calles desiertas, máquinas expendedoras de Coca Cola o transeúntes anónimos que las emparenta con los lienzos de Edward Hooper, el gran retratista de la soledad contemporánea. Hay por otro lado en sus imágenes una fascinación por los artículos de consumo que las conecta con el arte pop, con esas serigrafías de latas de sopa Campbell repetidas hasta el infinito (aquí un apunte curioso: en Nueva York, cuando la vilipendiada exposición en el MoMA, Eggleston mantuvo durante un tiempo una relación amorosa con la actriz Viva, una de las musas de la Factory de Warhol). Y hay por último en sus fotografías un tratamiento de los colores saturados -rojos, azules- que conseguía con el dye-transfer, una técnica de impresión de la época hoy en desuso, que las vincula con la intensidad cromática de los expresionistas abstractos.

William Eggleston. | Cortesía Eggleston Artistic Trust and David Zwirner

Imágenes enigmáticas

El resultado de todo esto es que sus imágenes a priori realistas y en apariencia insubstanciales, transpiran algo extraño, misterioso que emerge de en lo cotidiano, de ahí el título de la exposición. Un buen ejemplo de esto es la fotografía de una mujer de espaldas con el cabello recogido en un diner. O una de sus piezas más célebres: un techo de un rojo intensísimo, con una bombilla y unos cables, y fragmento de pared en la que cuelga, apenas visible, un póster con posturas sexuales. Una imagen que deja de ser realista para devenir enigmática. Una imagen que podría ser un fotograma de una película de David Lynch. Y es que el imaginario visual de Eggleston ha influido a cineastas como Lynch, Gus Van Sant, los Coen e incluso Sofia Coppola.

Nunca pone títulos a sus obras, dejando que la imagen hable por si sola. Las agrupa en series, entre las que destacan las tituladas Los Álamos y The Outlands, de las que hay varias piezas en la exposición. Eggleston dijo en una ocasión: «Estoy en guerra con lo obvio». Sus fotografías de apariencia simplona retan al espectador. Si las miramos con detenimiento descubrimos que lo cotidiano adquiere un tono casi onírico o pesadillesco. Lo real deviene teatral. Es lo que llevará después un paso más allá el canadiense Jeff Wall con sus fotografías conceptuales, teatralizadas, repletas de guiños y paradojas visuales, que obligan al espectador a cuestionarse lo que ve. Porque en el mundo contemporáneo ya ninguna imagen es ingenua. 

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