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Protestas que derribaron gobiernos: el motín de Esquilache

«Se formó un tumulto al que se unieron los que por allí pasaban, los alguaciles huyeron y los revoltosos asaltaron el cuartel»

Protestas que derribaron gobiernos: el motín de Esquilache

Motín de Esquilache, por Goya.

Las protestas en la calle contra la amnistía no tienen precedentes en nuestra democracia, aunque nadie espera que Pedro Sánchez dimita por ello. En el pasado histórico las cosas eran distintas.

Antes de la Revolución Francesa, durante el Antiguo Régimen, eran recurrentes lo que los historiadores llaman «motines de subsistencias», vulgarmente conocidos como «motines del pan», porque era el alto precio o la escasez de este producto básico lo que los desencadenaba. Eran movimientos populares espontáneos, provocados por el hambre, y culminaban en el asalto a molinos, almacenes o panaderías. Luego el gobierno de turno tomaba medidas de abastecimiento y rebaja de precios del pan, y aquí no ha pasado nada.

O sí pasaba. Es célebre la infeliz frase de María Antonieta, cuando ante una masa popular que protestaba preguntó que por qué lo hacía. «No tienen pan, Majestad», le explicaron, y la reina de Francia dijo: «Pues que coman pasteles». La frase es seguramente inventada, pero el caso es que esas protestas llevarían a la Revolución Francesa, y a María Antonieta en concreto a la guillotina.

El movimiento popular que estalló en Madrid en la Semana Santa de 1766 parecía en principio un motín del pan, pero no lo era. En realidad tampoco era popular, estaba manejado por poderosas fuerzas de la nobleza y la Iglesia, que se aprovechaban del malestar por la escasez de pan para agitar a las masas. Pero el principal objetivo de la cólera popular era el primer ministro, el marqués de Esquilache, como resumía el grito que un calesero apodado «el Malagueño» lanzó ante el Palacio Real: «¡Fuera Esquilache, fuera Guardias Walonas (regimiento que había disparado sobre la multitud)… y que baje el pan!». Por eso el acontecimiento ha pasado a la Historia de España como el motín de Esquilache.

El principal pecado político del primer ministro Esquilache era ser extranjero, italiano en concreto. Carlos III, tercer hijo de Felipe V que subía al trono de España, había sido anteriormente rey de Nápoles. Desde 1734 y durante 25 años, Carlos había ceñido la corona de ese pequeño reino que le había conseguido su madre, la intrigante Isabel de Farnesio. Cuando vino a Madrid en 1759, Carlos III se trajo un numeroso grupo de ministros y colaboradores napolitanos, gente de su confianza y eficacia demostrada, que debían ayudarle a implantar en España su visión de monarquía ilustrada.

Dos siglos antes otro Carlos, Primero de España y Quinto de Alemania, también había llegado a reinar a un país desconocido para él rodeado de ministros flamencos. El malestar que provocó entre los españoles sentirse gobernados por extranjeros fue tal que terminó en guerra civil, sostenida contra el rey por los Comuneros de Castilla y las Germanías de la Corona de Aragón. Existía por tanto una tradición de resistencia en la xenofobia política. Hiciera lo que hiciera, un ministro extranjero siempre terminaba por concentrar las culpas de lo que fuese mal, siguiendo la tradición del Antiguo Régimen, en la que el pueblo disculpaba de todo al rey y culpaba a los que le rodeaban.

Carlos III es reconocido actualmente como un modelo de monarca ilustrado, e incluso ostenta el título de «mejor alcalde de Madrid» por las reformas que introdujo en la capital. Sin embargo en su momento estas reformas fueron muy mal recibidas. La primera víctima del motín de Esquilache fue el alumbrado público, cuya introducción en Madrid es uno de los méritos que hoy se atribuyen a Carlos III. Desde la calle de Atocha, donde comenzó el tumulto el Domingo de Ramos, hasta el Palacio Real, no quedó vivo ni un farol.

La vesania popular contra el alumbrado público tenía variadas razones. Plantar 4.000 faroles en Madrid había resultado muy caro, despertando la sospecha de que alguien se había llevado demasiada comisión. El pobre farol se convirtió así en un símbolo de la corrupción. Además, el sostenimiento del alumbrado, el pago del combustible que consumían, se hizo recaer sobre el vecindario. Romper el farol que había delante de tu casa suponía, por tanto, un ahorro para el vecino.

Pero había otra razón más primaria, y era la aprensión que cierta gente -los castizos- sentían hacía aquella invasión de su intimidad que implicaba la luz en las calles. Madrid, como sede de la Corte, tenía una amplia población parasitaria, viejos soldados licenciados que se empleaban como guardaespaldas o matones, prostitutas con su séquito de chulos y alcahuetas, tahúres y tabernarios, mendigos y ladrones… A todos ellos les molestaba la luz y el conjunto de medidas modernizadoras que pretendía hacer de Madrid una población más segura y más salubre y constituían el eje de la política doméstica de Carlos III. Desde su llegada en 1759, el rey había tenido como mano derecha al siciliano Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, nombrado secretario de Hacienda. Era lo que antiguamente se llamaba el «ministro principal» del Rey, pues no existía el cargo de primer ministro o presidente del Gobierno.

Sus reformas fueron formidables, incluían la creación de fosas sépticas, para impedir que los vecinos arrojaran los excrementos a la calle al tristemente famoso grito de «¡Agua va!». Eso permitió acometer la limpieza de Madrid, que era una ciudad muy sucia, y permitió pavimentar las calles, pues antes por el centro de calle corría un arroyo de aguas fecales. Se instaló el alumbrado y se crearon paseos y jardines, convirtiendo a Madrid en la digna capital de una monarquía europea.

Capas largas y chambergos

Una medida complementaria de esas mejoras ciudadanas afectaba al orden público, y era la prohibición de capas largas y chambergos (sombreros de ala ancha). Desde tiempos de Felipe V, en 1716, se había intentado erradicar esas prendas, porque bajo una capa larga se podían esconder trabucos y carabinas, y el chambergo bien calado ocultaba la cara del usuario. Hubo repetidas reales órdenes y bandos municipales en este sentido, pero habían sido burladas. Esquilache decidió resolver el problema de una vez por todas.

La monarquía ilustrada no era en absoluto democrática, era autoritaria. Su lema era «para el pueblo, pero sin el pueblo», y Carlos III opinaba de sus súbditos que eran «como niños pequeños, que lloran cuando los lavan». Esquilache dio orden a los alguaciles (la rudimentaria policía de entonces) de recorrer las calles con tijeras y recortar, a la fuerza, las capas largas y las alas de los sombreros, transformándolos en sombreros de tres picos. Para reforzar a los alguaciles les acompañaban soldados de la guarnición.

La medida se malinterpretó como un intento de imponer la moda francesa a los españoles, un atentado a las esencias patrias, y fue la gota que colmó el vaso del descontento. A las 4 de la tarde del Domingo de Ramos un individuo embozado con capa larga y chambergo se acercó al cuartel de alguaciles de la plazuela de Antón Martín. Era una provocación organizada, porque cuando los alguaciles intentaron detenerlo sacó de bajo la capa una espada y silbó, acudiendo inmediatamente otros castizos que esperaban la señal.

Se formó un tumulto al que se unieron los que por allí pasaban, los alguaciles huyeron y los revoltosos asaltaron el cuartel y se apoderaron de las armas que allí había. Luego una multitud de unas 2.000 personas inició una marcha en dirección a Palacio, gritando «¡Viva el Rey, muera Esquilache!».

Parecía una revuelta espontánea, pero no lo era. En el itinerario les esperaba un coche cerrado con un misterioso personaje que le entregó a los cabecillas un documento. Eran unos titulados Estatutos que hoy sabemos se habían redactado once días antes, con instrucciones sobre cómo se debía llevar a cabo la protesta y qué peticiones había que presentar al Rey, empezando por la destitución de Esquilache.

¿Quién estaba detrás de esos Estatutos? Un curioso conglomerado de fuerzas, unas opuestas a la política ilustrada, otras que simplemente querían deshacerse de Esquilache, como era el caso de distintas facciones de la nobleza, que veía en el italiano una competencia desleal. Entre ellos estaba el duque de Alba y genuinos ilustrados nacionales, como el marqués de la Ensenada, Campomanes o el conde de Aranda, que substituiría a Esquilache como ministro principal. 

Por oposición a toda la política modernizadora participaron en el complot los jesuitas, que eran la fuerza de choque de una Iglesia enfrentada a las ideas de la Ilustración, y por defender sus intereses propios una facción universitaria, los manteístas, estudiantes plebeyos, que querían desplazar a los golillas, estudiantes de los aristocráticos colegios mayores, que ocupaban los puestos de la administración.

No podemos detallar aquí los incidentes que se sucedieron en aquella agitada Semana Santa, en la que se produjeron muertos por ambas partes y el rey salió corriendo de Madrid, asustado por los disturbios. Finalmente Carlos III, con mucho dolor de corazón, tuvo que cesar a Esquilache, que abandonó España, y nombró en su puesto al conde de Aranda, que tomó medidas para que al pueblo de Madrid no le faltase pan.

Pero la política ilustrada siguió su marcha, y quienes más perdieron fueron los jesuitas, a los que Carlos III expulsó de España y América por su conspiración contra Esquilache.

Cuarenta años después habría una nueva rebelión de consecuencias aún más graves, el Motín de Aranjuez, que derribaría no sólo a un ministro, sino a un Rey, pero eso es otra historia que veremos en algún momento.

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