'Japan Sinks': bienvenidos al apocalipsis japonés
La obsesión de Sakyo Komatsu por las catástrofes comenzó con esta novela de 1973, ahora recuperada por Minotauro
De todas las desgracias que Japón ha padecido en la ficción, quizá la más memorable sea esta que ideó en 1973 el novelista Sakyo Komatsu (1931- 2011). Cuando millones de copias de El hundimiento de Japón (Japan Sinks) inundaron las librerías, este autor superventas ya llevaba unos años elucubrando sobre las calamidades que podrían acabar con su país.
Atrapado en las mismas ideas que otros escritores de ciencia ficción emplean para imaginar el apocalipsis, Komatsu tomó nota de las más efectistas: un volcán en erupción que aparece donde no debería estar, las traicioneras mareas de un tsunami, cenizas en suspensión que no paran de generar huérfanos… Al final, optó por una calamidad geográfica sin competencia posible: en su novela, la fosa de Japón se agita en la placa oceánica como un monstruo fabuloso del pasado y, literalmente, devora las islas del archipiélago.
Para el lector japonés no era algo inconcebible. Incluso en nuestros días, no hay escapatoria cuando las fricciones que se generan en dicha fosa dan lugar a furiosos tsunamis y terremotos. Komatsu lo único que hacía era elevar la apuesta. ¿Y si, de repente, esa descomunal zanja submarina se expandía hasta el punto de ‘hundir’ Japón? ¿Dónde encontrarían refugio sus millones de habitantes? ¿Qué pasaría entonces con la identidad de una población tan ligada a su paisaje ancestral?
Los lectores de Japan Sinks descubrimos los primeros indicios de esta maldición geológica a bordo del batiscafo Wadatsumi, cuya misión es investigar la desaparición de una isla al norte del archipiélago de las Ogasawara. «No ha sido una erupción volcánica ‒dice uno de los protagonistas, Toshio Onodera‒. Simplemente se ha hundido de pronto en el mar, sin más».
Los cinéfilos más veteranos probablemente recuerden la adaptación cinematográfica de este libro que dirigió Shiro Moritani. El incentivo para rodar la película el mismo año en que apareció la novela es bastante obvio: ¿cómo no sacar partido de un éxito editorial que llegó a comercializar, del tirón, 3,85 millones de ejemplares?
Los primeros minutos de la película de Moritani tienen un tono documental. Hoy quizá no llamen la atención, pero en ellos están las claves que deseaba abordar Komatsu en su libro. Plano a plano, asistimos a la ebullición del Japón moderno e industrializado, con un país entero adentrándose en los dominios de una prosperidad que se empezaba a verse gravemente amenazada por la crisis del petróleo.
Gobernaba el país por aquellos días Kakuei Tanaka, del Partido Liberal Democrático. Hablamos de un político que había logrado normalizar las relaciones con la China de Mao y que recorrió medio mundo divulgando las bondades de la economía japonesa. Tanaka impulsó un ambicioso desarrollo de las infraestructuras, con el tren de alta velocidad como insignia de un Japón que apostaba por la tecnología más futurista.
Sin embargo, todos esos avances ‒mostrados en la película de Moritani‒ chocaron con la inflación desbocada que produjo la citada crisis del 73.
Japón vivió aquel momento como si hubiera dado un paso hacia el precipicio. Quizá la encarnación suprema de este miedo a la decadencia sea la novela de Komatsu, en la que un desastre geológico empuja a todo el país por la pendiente.
¿Cómo podrían sobreponerse sus compatriotas a una catástrofe total? La respuesta de Komatsu a esta pregunta nos lleva a una de las señas de identidad de los japoneses, su capacidad para soportar circunstancias traumáticas.
Esta resiliencia es un valor intangible del que, en la actualidad, presume el propio Gobierno nipón. Lo hace, por ejemplo, a través de campañas que relacionan la lucha contra los tifones o los terremotos con su reputación en el campo tecnológico. Visto en estos términos, es cierto que el escudo de defensa que Japón ha creado frente a sus imponentes amenazas naturales le ha permitido desarrollar herramientas fantásticas en áreas como la ingeniería, la arquitectura o la electrónica. Es como si cada mala noticia fuera un manifiesto a favor del cambio.
El recuerdo de Hiroshima
Las líneas maestras del cine de desastres japonés suelen explicarse desde Occidente con una simplificación: ¿proviene este cliché del trauma que supuso el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki?
En realidad, aunque sagas cinematográficas como la de Godzilla (1954) así lo indiquen, no hay evidencias que nos saquen totalmente de dudas. Para tener una visión más completa del asunto, hay que aludir a un archipiélago de conceptos aislados. Al fin y al cabo, el sentimiento apocalíptico nipón no se limita a la pesadilla nuclear y se nutre de una asombrosa variedad de influencias.
Para empezar, el pluralismo religioso que enriquece la cultura popular japonesa ‒con ingredientes del budismo, el sintoismo y el cristianismo‒ pone en primera línea nociones budistas como el mappō (que nos habla de la salvación tras un periodo oscuro de colapso espiritual) o episodios bíblicos tan significativos como el Diluvio Universal o la caída de Babilonia.
En ciertos aspectos, como escribe Damian Thompson en El fin del tiempo (1996), las antiguas creencias sintoístas también se adaptan al mundo moderno: «La impredicibilidad de los ciclos económicos refuerza el fatalismo popular. Por muy bien que vayan las cosas, los japoneses nunca descartan la posibilidad de desastres repentinos, inspirados por los espíritus malignos».
Una nueva Atlántida
La ciencia ficción japonesa también emplea este tono elegiaco a la hora de idealizar el Japón primigenio: un imperio perdido para siempre, sustituido de forma inevitable por su avatar hipertecnológico.
Esto es, por ejemplo, lo que nos sugiere el Neo Tokyo que Katsuhiro Ōtomo creó tanto en su cómic Akira como en la adaptación cinematográfica que rodó en 1988. De las cenizas del viejo país, devastado por la penúltima guerra global, emerge una descomunal megalópolis de acero, hormigón y silicio.
Acaso lo que sugieren todos estos libros, tebeos y películas sea mucho más que eso, y tenga que ver con la perseverante mutación de la sociedad japonesa. La conclusión es muy clara: la muerte y la destrucción periódicas forman parte de ese mito del eterno retorno que parece realmente espontáneo entre los habitantes del archipiélago.
A primera vista, el libro de Sakyo Komatsu también recurre a la ciencia ficción para mostrar otra emoción típica de su país: el mono no aware, la sensibilidad hacia lo efímero. Se trata de una melancolía que podríamos relacionar con nuestro memento mori, vinculada en este caso a otra posibilidad, y es que, por asombroso, ultramoderno y sofisticado que llegue a ser el Japón contemporáneo, nunca será una creación perdurable.
Aunque el tiempo se acelere en sus momentos culminantes, el japonés medio siente que siempre habrá una fecha límite para el Armagedón. Y será entonces cuando los volcanes desaten su furia y dragones amenazadores emerjan de las aguas.
Si viajan a Japón, pregúntenle a cualquier guionista o autor de ciencia ficción qué opina al respecto. Seguramente les dirá que, cuando llegue ese momento de decir adiós, las posibilidades de destrucción van a ser casi infinitas.