La invención de María Callas
Dos mujeres, un hombre mayor y un homosexual fueron los pigmaliones del mayor mito de la ópera, María Callas
La grabación más antigua de la voz de María Callas data de cuando sólo tenía ocho o nueve años. Es un programa de una emisora norteamericana, un concurso infantil de talentos artísticos. Pese a su corta edad, la voz tiene ya un poderío extraordinario. Evangelia, la avariciosa madre, se puede frotar las manos, la niña promete, cantará.
Porque la que está considerada la mayor cantante de ópera de la Historia no ha demostrado desde pequeña afición al canto, no ha tenido ocasión de expresar una aspiración, una vocación artística. María canta desde niña porque así lo ha decidido su madre, una auténtica ave de presa. El papel de esa madre que parece madrastra, cruel, explotadora, que la obliga a convertirse en una cantante -eso lo reconocía María Callas- ha sido muchas veces contado y no vamos a detenernos en él.
Tampoco lo haremos en la figura de su marido, Gian Battista Meneghini, un tiburón inmobiliario que había amasado una gran fortuna, pero que dejaría todos sus negocios para dedicarse en cuerpo y alma a María Callas. Meneghini hizo dos grandes cosas por ella: la libró de su madre y gestionó con éxito la parte comercial de su carrera. Y estaba enamorado de María, aunque le llevaba casi 30 años y era bajo, gordo y dominante. Ella no sentía amor por él, aunque sí afecto y agradecimiento.
Madre y marido tuvieron protagonismo en la creación del mito de María Callas, pero en este artículo vamos a centrarnos en otros dos pigmaliones, sus maestros, la que le enseñó a cantar y el que la enseñó a ser una diva que volvía loco al público.
La maestra española
En 1937 Evangelia Dimitriadu, tras divorciarse, cogió a sus hijas Jackie y María, nacidas en Nueva York, y se las llevó a su país de origen, Grecia. Es posible que pensara que en Atenas sería más fácil iniciar la carrera de cantante de su hija pequeña, y así fue. Falsificando la edad porque no tenía los 15 años exigidos, María fue matriculada por su madre en el Conservatorio de Atenas, y allí encontraría a la segunda mujer que inventó a María Callas, la profesora Elvira de Hidalgo.
La Hidalgo había sido una soprano ligera con ciertas peculiaridades que transmitiría a la Callas. Tuvo muy buen cartel, ganó dinero aunque no era una cantante extraordinaria, y cuando perdió la voz -era fumadora- decidió dedicarse a la enseñanza. En Atenas habían creado un Conservatorio Nacional y querían ponerse al nivel de otras ciudades europeas, le hicieron una buena oferta y allá se fue, para que el destino uniese a las dos Marías.
Es obvio que la Callas tenía unas cualidades innatas, su voz podía con todos los registros, era capaz de alcanzar los más profundos graves y los más altos agudos. Además tenía una fuerza dramática propia, pero todo esto había que desarrollarlo, saber cómo explotarlo. La Hidalgo había cultivado, además del repertorio clásico del bel canto, la canción española, y en alguna grabación suya se oye como a veces recurría al canto desgarrado del flamenco o el tango. Esto, con su voz ligera, tenía gracia pero no impresionaba. Pero en María Callas, oírla pasar de una voz cristalina a una cavernosa, casi un rugido a veces, estremecía.
La Hidalgo estimuló el talento dramático de la Callas. Hasta entonces las cantantes de ópera se ponían en el centro del escenario y dejaban salir su voz, más o menos bella, acompañada de unos gestos de manos y una cara risueña o triste, según el papel. Con María Callas en cambio las terribles historias que cuentan las óperas, la pasión amorosa, los celos, la venganza, la maldad, se convierten en una furia femenina desatada, un canto llevado al paroxismo del arte dramático.
Eso que hace única a María Callas -aunque luego todas la imitarán- es María Hidalgo quien se lo enseñó, aparte naturalmente de cultivar una voz maravillosa que cuando alcanza los altos agudos nos mantiene en vilo porque parece que se va a romper, que no es humanamente posible mantener esa filigrana de cristal, mientras que cuando baja llega a dar miedo.
El público se enteraría de lo que se le venía encima un 30 de mayo de 1950, cuando se produjo lo que ha pasado a la Historia del Arte como «el agudo de México». La Callas todavía no era famosa, aunque sí había alcanzado cierto cártel en Italia, donde debutara en la Arena de Verona en 1947. Ya estaba casada con Meneghini, que le había conseguido un contrato para media docena de óperas en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. México es hoy día un estado fallido, un país roto por la corrupción y el narcotráfico, pero en aquella época era un país próspero y con ambiciones, con un estado que derramaba petrodólares sin fin sobre la cultura, logrando atraer a eminentes figuras. Las parejas de Callas en sus funciones mexicanas, por ejemplo, fueron Mario del Monaco y Giuseppe di Stefano, dos grandísimos tenores de la posguerra.
El 30 de mayo del 50 tuvo lugar la primera función de Aida de Verdi. Al final del segundo acto el papel femenino tenía que dar un mi bemol que todas las cantantes interpretaban en una octava baja, por su dificultad. Pero María Callas se atrevió a subir a la octava superior y «lanzó un agudo estentóreo que sostuvo durante unos interminables 30 segundos a tope de pecho», como indica el reputado especialista Alejandro Medina.
Ese «agudo de México» resonó en todo el mundo gracias a las grabaciones piratas, y su intérprete, María Callas, se convirtió en un fenómeno conocido internacionalmente.
El esteta deslumbrado
Otro encuentro decisivo faltaba para la carrera de María Callas, el de Luchino Visconti. Visconti es un director de cine de culto, todo el mundo lo conoce por El Gatopardo, pero lo que el gran público ignora es que antes que cineasta, Visconti fue director de óperas, que la ópera fue su primer amor. El Teatro alla Scala de Milán era un negocio familiar de los Visconti de Modrone, duques de Grazzano, y Luchino tuvo como maestros de música a Puccini y a Toscanini.
En 1955 contrataron a la Callas para hacer de Violetta en una Traviata de Verdi que preparaba Visconti para la Scala. El personaje es una delicada mujer que va a morir de tuberculosis y la Callas hizo un esfuerzo sobrehumano para adelgazar casi 40 kilos. Cuando llegó al teatro el director de la orquesta no la reconoció, tan brutal había sido su metamorfosis, pero Visconti quedó encantado. Había encontrado a su intérprete de ópera ideal, pues además de ser una cantante única era una actriz dramática formidable. A Visconti le recordó a la actriz fetiche de sus inicios en el cine, Ana Magnani.
El entusiasmo de Visconti con la Callas fue muy fructífero, pues entre 1955 y 1958 le hizo interpretar papeles memorables: la Sonnanbula de Bellini, la Anna Bolena de Donizetti, la Ifigenia de Gluck, la Elizabetta del Don Carlo de Verdi… Pero además de convertirla en estrella del principal templo de la ópera del mundo, Visconti le dio otra cosa a Callas: le enseñó a ser una diva. Visconti era un homosexual de un gusto exquisito, un auténtico esteta, y educó el gusto de la cantante, le dio clases de elegancia para lucir las joyas y pieles que le compraba Meneghini como si fuera una reina y no una parvenue.
El divismo, la extravagancia, los caprichos de la Callas se convirtieron en un componente de su fama, en una parte de su aura. No es casual que su primer gran escándalo lo diese en enero de 1958, al final de ese «período de formación» con Visconti. María Callas había ido a Roma para cantar la Norma de Bellini en una función de gala ante el presidente de la República y el cuerpo diplomático. Cantó el primer acto y se disgustó porque el público, que en la Scala de Milán la adoraba, no mostraba en Roma el mismo entusiasmo. Y se negó a cantar el segundo acto, dejando con un palmo de narices a las más altas instituciones de Italia.
El desplante provocó una tormenta que incluso llegó a la Asamblea de Diputados. Aquella extranjera, no se sabía si griega o americana, había despreciado a Italia, y hubo interpelaciones parlamentarias a propósito de la «ofensa nacional». Se pedía incluso su expulsión del país. La Callas salió prácticamente huyendo de Roma, pero cuando su tren llegó a Milán había una multitud esperando para vitorearla, como si fuera el Inter que volviese de darle una paliza al equipo de fútbol de la Roma, y en la Scala la recibieron apoteósicamente. Y es que la secular hostilidad entre Milán y Roma, que los historiadores remontan a la época de Aníbal, convertía a María en una heroína por haber despreciado a los romanos, con lo que posiblemente ella contaba.
A partir de ese momento Callas explotó el papel de diva con la misma furia que ponía en sus interpretaciones dramáticas. Llegó a provocar algo que nunca había pasado antes, la expulsión de una gran estrella del Metropolitan de Nueva York. En 1959 Rudoph Bing, el todopoderoso gerente del Metropolitan Opera House, la echó a la calle, harto de sus desplantes. «Me pedirás que vuelva de rodillas», dijo María, y se fue a cantar a Denver, Colorado. Inmediatamente la Callas convirtió un escenario de películas del Oeste en la capital de la ópera de Estados Unidos, hasta que Bing le suplicó, en efecto, que volviese a Nueva York.
Esta conducta, que la hacía insoportable, tenía que ver no solamente con el endiosamiento de los ídolos de la cultura popular, sino con su drama personal, su perversa madre, su infancia sin amor, su lucha contra la obesidad que la obligaba a sacrificios como oler el pan -lo que más le gustaba- sin poder comerlo. Una historia que se convirtió en tan dramática como las óperas que interpretaba cuando llegó el gran amor-desamor de Onassis, un destino trágico y maldito que la hizo encerrarse en un apartamento de París cuando aún era joven, dependiente de los medicamentos y de una hermana que tomó el papel de la mala madre, y le provocó la muerte con sólo 53 años. Pero eso es ya otra historia.