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Cultura

La edad de oro del cartel cinematográfico

Richard Dacre nos invita en su libro ‘Carteles de cine’ a conocer el esplendor y la gloria de esta actividad artística

La edad de oro del cartel cinematográfico

Carteles de Drew Struzan para la saga 'Star Wars'. | Drew Struzan / Lucasfilm

¿Qué es exactamente la cinefilia? Para Richard Dacre, este sentimiento engloba el placer de ver películas, un conocimiento enciclopédico de la historia del cine y el afán de coleccionar todo tipo de objetos relacionados con el séptimo arte.

Pero no acaba ahí la cosa. Además de convertirse en un historiador del mundo audiovisual, Dacre quiso convertir su pasión en modo de vida. En 1985 abrió en el circuito del Soho londinense una legendaria tienda especializada en carteles cinematográficos, Flashbacks, y alternó esa labor con la gerencia de una sala de repertorio, The Scala, un edificio palaciego en King’s Cross que programaba cine underground, películas de terror y fantasía, clásicos de Hollywood y cintas de arte y ensayo. Poco más o menos, el equivalente de lo que en la España de los ochenta fueron los cinestudios, donde el público podía encadenar dos, tres o más películas pagando una sola entrada.

Víctima en 1993 del viraje del gusto mayoritario y del nuevo modelo de negocio impuesto por quienes deciden qué historias pueden contarse en Hollywood, The Scala se convirtió en un lugar que no pertenecía a su tiempo. Poco después, ya solo era otro recuerdo nostálgico de los baby boomers.

Precisamente esta ‒la nostalgia‒ es la especialidad de Dacre y también es el menú que nos propone en su libro Carteles de cine (Librería Universitaria), un trayecto ilustrado a través de varias décadas de publicidad cinematográfica de primerísimo nivel.

Portada del libro

Entre el arte y la promoción

Hoy no se lleva declararse admirador de los carteles de cine, por las mismas razones que han caído en el olvido los viejos fotocromos (lobby cards): esos juegos de imágenes que publicitaban cada estreno, habitualmente adheridos con chinchetas junto a la taquilla o a la entrada de la sala.

Lo mismo sucedió con los programas de mano, muy populares en nuestro país, especialmente entre los años treinta y cincuenta. Cuando el espectador acudía al cine y recibía este tipo de prospectos de vivos colores, a veces troquelados, lo que de verdad obtenía era una promesa de felicidad. Sobre todo en una época en la que el cine no era un simple producto de consumo, sino un suministro inagotable de sueños y de evasión.

Cartel de ‘My Fair Lady’ (1964), por Bill Gold

Haciendo constante gala de su amor por el medio, Richard Dacre organiza su libro como una galería histórica. Cada uno de los carteles que elige es, a la vez, un reclamo para atraer al público y una obra de arte. Asimismo, queda claro el paso evolutivo de este formato, desde la edad dorada del cine mudo a los tiempos que hemos asumido de forma más o menos conveniente como propios.

En esta antología caben todos los géneros: después de la épica viene el humor y el anticipo del miedo puede ser el romance. Hay pósters austeros y minimalistas y también los hay barrocos y sobrecargados.

Algunos parecen un capricho de clase media, incluso con algún toque kitsch, mientras que otros, si los analizamos con un mínimo de honestidad crítica, son tan admirables que podrían estar enmarcados en un museo.

De forma misteriosa, en todos ellos resalta lo que la audiencia quiere, lo que la audiencia sueña. Si uno los mira con el estado de ánimo adecuado, estos carteles siempre logran afectarnos emocionalmente, como un potenciador imbatible de esas siluetas que surgen cada vez que se ilumina la gran pantalla.

Póster de ‘Anatomía de un asesinato’ (1959), por Saul Bass

Hay matices que no cambian en estas creaciones ‒el realce de las estrellas, un mínimo desglose del argumento‒, pero esa fórmula no excluye la emergencia de los arquetipos estéticos que han alterado el clima cultural de cada década. Del neoclasicismo a la abstracción, hay en estos carteles suficiente material como para construir una historia alternativa del arte y el diseño del siglo XX.

En conjunto, a pesar de ciertas actitudes compartidas por todos los ilustradores que se dedican a este oficio, aquí sobresalen aquellos que dieron con un nuevo estilo o supieron crear escuela. Hablamos de vacas sagradas como Karoly Grosz (Drácula, Frankenstein, La momia, El hombre invisible), William Rose (Ciudadano Kane), Saul Bass (Vértigo, Anatomía de un asesinato, West Side Story, El resplandor), Frank McCarthy (Los diez mandamientos, Doce del patíbulo), Bill Gold (Casablanca, El sueño eterno, Centauros del desierto, La naranja mecánica, Barbarella, Harry el sucio), Robert McGinnis (Desayuno con diamantes), Richard Amsel (Chinatown, El golpe, En busca del arca perdida), John Alvin (Blade Runner, La sirenita, Gremlins, E.T. el extraterrestre) o Drew Struzan (Regreso al futuro, La cosa, Harry Potter y la piedra filosofal, la saga Star Wars).

Cartel de ‘E.T., el extraterrestre’ (1982), por John Alvin

Ninguno de ellos triunfó por una carambola cósmica. En realidad, todos asumieron y asumen su humilde papel en un engranaje promocional que se perfeccionó durante el apogeo de los estudios de Hollywood. «Cuando el director lleva dos o tres años de su vida preparando alguna obra maestra para la pantalla ‒dice John Alvin‒, tiene que pensar en comercializarla. Para ello depende en gran medida de los departamentos de marketing. Lo que eso significa es un grupo de personas capacitadas que idearán una estrategia para vender la película. Esto incluye comprar espacios en televisión, comprar anuncios en periódicos y revistas. En algún punto del proceso, alguien decide: ‘Bueno, necesitamos tener un buen cartel’. Y es en ese momento cuando el departamento de marketing acude a alguien como yo. En raras ocasiones podemos sentarnos con el cineasta, que es quien tendrá que estar contento en la mayoría de los casos».

Cartel de ‘Regreso al futuro’ (1985), por Drew Struzan

No es fácil saber qué necesita un gran cartel, pero los maestros de esta especialidad saben qué es lo que deben evitar. «El problema con muchos de los primeros carteles de películas ‒señala Drew Struzan‒ es que se parecían demasiado a una ilustración clásica, que da la sensación de que cuenta toda la historia. Yo no quería hacer eso. De hecho, contar la historia en un cartel es malo para la película. Lo que yo busco es darle al espectador una expectativa. Pregunto a los directores qué hacen y por qué lo hacen, y entonces procuro extraer las mejores ideas. Busco las mejores fotografías que puedo encontrar. Elijo la paleta de colores. Y luego diseño una composición abierta, lo cual significa que el espectador pueda explorar el tema desde su propio punto de vista. Siento que he hecho un buen trabajo cuando eso sucede».

Cartel de ‘Bullitt’ (1968), por Bill Gold

¿Es el cartelismo cinematográfico un arte en decadencia o definitivamente perdido? Quién sabe. A juzgar por los ejemplos que nos brinda el libro de Richard Dacre, es tentador ser así de pesimista. Las razones para ello las explica otro cartelista magistral, Bill Gold.

Cuando Gold falleció en 2018, programas como Photoshop ya habían convertido los pinceles y el aerógrafo en herramientas del pasado. A falta de originalidad, y salvo excepciones, las composiciones de «cabezas flotantes» se han convertido desde entonces en la norma por defecto. El resto es inercia. Nada más socorrido que emplear un simple fotomontaje de los protagonistas con el título de la película escrito con tipo de letra Trajan (el habitual en Hollywood desde que lo diseñó Carol Twombly en los ochenta).

«Los carteles actuales ‒se quejaba Gold en una entrevista‒ ya son un simple recurso para transmitir cierta información: quién aparece en la película, su título, quién compone la banda sonora y qué dicen los críticos al respecto. A veces incluyen un eslogan. En general, lo que desea de una campaña publicitaria es distinguir un producto del resto. Pero si todos los carteles de las películas son iguales, y consisten en fotografías de estrellas de cine (casi con seguridad retocadas con Photoshop), junto con citas de los críticos, entonces todas las películas también parecen iguales. No siempre fue así, por supuesto. Los carteles de las producciones clásicas son memorables, y por eso mismo, hoy sentimos por ellos tanto afecto como el que nos inspiran esas mismas películas».

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