El manual del buen vikingo
Dos excelentes ensayos de la editorial Ático de los libros documentan las aventuras de este pueblo legendario
La cultura escandinava es uno de los ámbitos de la historia medieval más mitificados. Figuras como Erik el Rojo, fundador del primer asentamiento vikingo en Groenlandia, Ragnar Lodbrok, el legendario rey que asentó sus dominios en Suecia y Dinamarca, y que ha recuperado su fama gracias a la teleserie Vikingos (2013), o el guerrero-poeta Egil Skallagrimsson forman hoy parte del imaginario de los pueblos del norte.
Gracias a personajes como ellos, la edad de oro de esos tipos barbudos y vehementes ha generado tal cantidad de películas y novelas que hoy nos resulta complicado distinguir la realidad histórica de la ficción.
Devolviendo el mito a su raíz, dos libros de la editorial Ático de los libros, Los reyes del río, de la bioarqueóloga Cat Jarman, y Más allá de las tierras del norte, de la historiadora Eleanor Rosamund Barraclough, componen un perfecto díptico para todos aquellos lectores fascinados por estos guerreros arquetípicos, que han alimentado los sueños de varias generaciones.
Puede que la realidad sea menos inspiradora que la fantasía, pero en el pasado que nos relatan Jarman y Barraclough no faltan los bárbaros que todos esperamos: con la espada temblando en su mano, vislumbrando una costa desconocida, mientras sus drakkars se balancean violentamente entre el oleaje.
Jarman sabe cuántos actos de crueldad y de coraje iluminan la era vikinga, pero su tarea no consiste en enumerar hazañas o masacres. En realidad, su libro, Los reyes del río, tiene un punto de criminología forense, al estilo CSI. Más de uno estará aburrido de leer esto, pero nos encontramos ante un ensayo que parece diseñado por un guionista. Con una curiosidad contagiosa, Jarman nos muestra el objeto que cambió su vida: una cornalina procedente de la India, oculta en un yacimiento arqueológico en las islas británicas.
Bajo el paraguas del departamento de Arqueología y Antropología de la Universidad de Bristol, Jarman y su equipo, especialistas en genética y estratigrafía, emplearon en 2017 los últimos recursos tecnológicos en los terrenos de la iglesia de St. Wystan, en Repton, Derbyshire, donde pudieron desvelar otros secretos del Gran ejército pagano: aquella armada danesa que se apropió, a sangre y fuego, de buena parte de lo que hoy es Inglaterra a fines del siglo IX.
Mucho más que saqueadores y guerreros
Siguiendo la insólita pista de esa cuenta de cornalina de Guyarat, encontrada en el jardín de la vicaría de Repton, Cat Jarman nos habla de estos exploradores incansables, que siguiendo el curso de los ríos, alcanzaron la Ruta de la Seda y e incluso tomaron posesión de nuevos territorios en lo que más tarde sería Rusia.
También se pregunta en su libro hasta dónde llegaron las rutas vikingas y cuáles fueron las verdaderas costumbres de este pueblo que parecía poseído por dioses ancestrales y primitivos, y que, sin embargo, también fue capaz de aportar una interesante cultura que pervivió tanto en la Inglaterra de Alfredo el Grande como en los reinos escandinavos.
En Literaturas germánicas medievales (1966), Borges ya nos habló de quienes conservaron esa herencia con mayor afán, los islandeses: «Distrajeron sus ocios con juegos atléticos y su nostalgia con las tradiciones de la estirpe. Inventaron un deporte singular, que no se ha dado en el resto del mundo, la riña de potros, que peleaban a coces y dentelladas, a la vista de las yeguas. Produjeron una vasta literatura, en verso y en prosa. A diferencia de lo que pasó en reinos de Inglaterra y de Alemania, la nueva fe cristiana no enemistó a los hombres con la antigua. Ésta fue siempre parte de su nostalgia».
Dicho legado evolucionó para seguir siendo viable y sobrevivir, al menos en el terreno de las identidades nacionales. Y desde luego, así como distintas generaciones de europeos se preocuparon por conservar este componente vikingo, también el romanticismo sirvió para recuperar e inmortalizar la figura de los hombres del norte.
«La era heroica de las sagas nórdicas ‒escribe Jöran Mjöberg en The Northern World (1980)‒ tuvo un súbito e intenso impacto en el imaginario de fines del XIX. En parte, ello se debía a un nuevo sentido de identidad nacional. Ingleses, escoceses, irlandeses, alemanes, noruegos, suecos y daneses ya no se contentaron con buscar sus orígenes en la cultura grecolatina y cristiana que todos compartían. Pidieron algo más concreto y particular. Esto fue de la mano con un movimiento intelectual que se alejaba de las virtudes de la Era de la Razón ‒urbanidad, sofisticación, gusto‒ y que se aproximaba a lo primitivo y lo bárbaro. Ambas corrientes, nacionalismo y romanticismo, tuvieron una consecuencia: un renacimiento del interés por los pueblos nórdicos y una revisión de sus logros».
Ya en el siglo XX, esa misma actitud, más o menos matizada, perduró en cómics como El Príncipe Valiente (1937), de Harold Foster, en las novelas del sueco Frans Gunnar Bengtsson o en películas como Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, Los invasores (1964), de Jack Cardiff, o Alfredo el Grande (1969), de Clive Donner.
Los vikingos se resisten a olvidar su leyenda
Como el lector podrá imaginar, en casos como este hay que separar el mito romántico de la realidad. Aunque es muy sugestiva la idea de unos tipos casi invencibles, armados con hachas de doble filo y protegidos por cascos con cuernos, las evidencias históricas nos alejan de esa idealización.
Para empezar, ese casco adornado con alas de águila o cono una cornamenta fue la fantasía de dos ilustradores que popularizaron dicha imagen en el siglo XIX: el sueco Gustav Malmström (1887-1980) y el alemán Carl Emil Doepler (1824–1905), diseñador del vestuario de la ópera El anillo del Nibelungo.
A la hora de evitar estas épicas adulteraciones, resulta muy útil el libro de Eleanor Rosamund Barraclough. En este sentido, Más allá de las tierras del norte sirve de complemento a la obra de Jarman y, además, traza con bastante pedagogía el mapa global de las expediciones vikingas de comercio y saqueo.
Pero su mayor interés reside en tomar como referencia las sagas: los relatos que los hombres del Norte contaron sobre sí mismos. Ello permite al lector de Barraclough observar el pasado con dos lentes. Por un lado, la histórica, y por otro, la literaria. Una literatura contaminada en este caso por fantasías que nos hablan de costas peligrosas para la navegación, allí donde el sol se hunde en el horizonte, y también de feroces combates con superguerreros de aspecto sombrío y siniestro.
En definitiva, el perfecto ejemplo de cuento para ser contado alrededor del fuego.
Es aquí, en un mundo pagano y sobrenatural, donde mejor funciona este relato heroico con el que la mayoría de nosotros estamos familiarizados. Sin embargo, gracias a la experiencia de investigadoras como Jarman y Barraclough, la exageración de los ya de por sí exagerados cronistas medievales pasa a ser la puerta de entrada a una realidad más cercana. Los invasores escandinavos dejan de ser personajes semificticios y empiezan a normalizarse. Y eso, felizmente, dinamita un buen puñado de tópicos.
«¿Acaso ha de seguir envuelto siempre en un halo de contradicción el renombre de los vikingos?», se preguntaba el arqueólogo Eric Graf Oxenstierna en otro clásico de la historiografía nórdica, Los vikingos (1959). «Hay que tener en cuenta que ante todo fueron hombres, y que, como tales, actuaban en una peculiar y concreta situación histórica», decía. Sin embargo, ajustar el enfoque no le impidió al bueno de Oxenstierna aceptar que la fiereza vikinga siempre tendrá la última palabra: «No había ocasión de aventura que los vikingos pasasen por alto. Ahí residía precisamente el encanto de su comercio: en la insaciable sed de emociones, de riesgos y de lances nuevos».