La última receta narrativa de Pablo D’Ors para alcanzar la paz
El autor de ‘Biografía del silencio’ considera culminada su carrera narrativa con el libro de relatos ‘Los contemplativos’
Pablo D’Ors (Madrid, 1 de julio de 1963) acaba de cumplir los 60 años y asegura encontrarse, por fin, «en paz». Desde luego, la transmite. Su voz, suave y serena, en un tono a veces cercano a ese silencio fecundo que tan bien ha llegado a conocer, se despliega en territorio propicio. Su casa del popular barrio madrileño de Tetuán -cómoda, amplia, luminosa y, por supuesto, repleta de libros— refleja una intimidad propicia para conversar sobre Los contemplativos (Galaxia Gutenberg), un libro de relatos muy especial para él: por primera vez en su vida, cuando lo terminó no sintió la pulsión habitual por empezar otro. Por alguna razón, la escritura parece estar dándole una tregua. ¿Estará el viaje, la búsqueda, por terminar? Veamos.
Criado en una familia con un fuerte marchamo intelectual (es, por ejemplo, nieto de Eugenio D’Ors), pero con una evidente derivada teológica, Pablo D’Ors ha combinado a lo largo de su carrera las vocaciones del sacerdocio católico y la escritura. En esta última, alcanzó una fama notable con Biografía del silencio (Galaxia Gutenberg), un ensayo del que se han vendido alrededor de 300.000 ejemplares. Menos conocida, aunque valorada por la crítica, es su narrativa, género que le seduce especialmente por varias razones.
Iremos desgranándolas, pero primero nos centramos en la novedad concreta: Los contemplativos. Para una primera aproximación de conjunto, el autor se remite a dos clásicos: «La estructura, que no el contenido, tiene que ver con dos libros que me gustan muchísimo: El libro de los amores ridículos, de Kundera, y Sauce ciego, mujer dormida, de Murakami. Contienen diferentes relatos, pero en un conjunto orgánico». En todos aparece, por ejemplo, un personaje vertebrador: En el caso de Los contemplativos, se trata de «un profesor de instituto al que le van pasando cosas con su vecina, un colega del instituto, uno de sus alumnos, una expareja, un amigo del alma… Gente que está a su alrededor».
Todos ellos danzan al son de un mismo concepto de fondo, el de «la aventura interior». Porque, explica D’Ors, «además de escritor soy meditador, una persona que trabaja la palabra, pero también el silencio. El libro es un tratado sobre la práctica de la meditación a través de varias narraciones. Dedico un primer relato al cuerpo, un segundo al vacío, un tercero a la sombra y así sucesivamente: aparece todo lo que uno se va encontrando en la práctica meditativa».
Todos estos detalles de infraestructura aparecen en el libro en un extenso prólogo muy parecido a un manual de instrucciones para que el lector le saque todo el rendimiento posible desde el punto de vista espiritual, aparte del literario. D’Ors le reconoce sin tapujos a Los contemplativos un propósito muy concreto: el crecimiento personal. «Sé que suena fatal en un contexto literario. Está muy de moda en el ámbito de la autoayuda y muy denostada en el ámbito literario, pero yo recibí una formación cristiana, como la inmensa mayoría de nosotros -la gente de 40 años para arriba en España-, que implicaba, ante todo, ayudar a los demás, serles útiles».
«El mejor servicio que podemos prestar a la humanidad es nuestro propio crecimiento interior»
Dentro de ese contexto, D’Ors quiere contribuir a paliar lo que detecta como una carencia. «Se insistía en ser bueno, pero sin esta sensibilidad del crecimiento personal, y yo he ido descubriendo que el mejor servicio que podemos prestar a la humanidad es nuestro propio crecimiento interior. Cuanto mejor estamos, más buen rollo irradiamos».
Matiza rápidamente el autor que «no estamos ante un libro idílico, hay muchas cosas oscuras, porque la vida tiene muchas tonalidades, y yo pretendo, como cualquier escritor, indagar en la condición humana, plantear el carácter poliédrico de su alma». Pero sí hay «una mirada benévola, compasiva, no cruel o despiadada, como la de tantos otros narradores, por no decir la inmensa mayoría».
Un poco de luz entre una inflación de oscuridad que se le hizo evidente en su experiencia pastoral. «Cuando trabajaba de capellán en el hospital Ramón y Cajal, la bibliotecaria me pidió un listado de novelas para ayudar a los enfermos a morir. Solamente le pude dar un título: El Principito, de Saint-Exupéry. La mayoría de las novelas parecen enamoradas de lo sombrío, apenas se habla de lo luminoso».
En busca de esta variante, D’Ors ha desarrollado un estilo propio, en el que reconoce el peso de autores «en la línea de Dino Buzzati, Stefan Zweig o Hermann Hesse, pero con influjos de todos los contemporáneos». Siempre guiado, en todo caso, por la premisa de la «claridad narrativa», hasta el punto de declararse «anti-Faulkner, esa literatura tan críptica… A mí, como lector, me gusta saber dónde estoy».
«Siento que lo que tenía que decir como narrador ya lo he dicho»
También en ese sentido Los contemplativos se manifiesta como una obra de madurez. ¿Incluso hasta un punto definitivo? En el epílogo, el autor insinúa que puede ser el final de su narrativa. «Por primera vez en mi vida no tengo ganas de seguir escribiendo, cuando al acabar un libro siempre tenía ya otro preparado en el archivo. Esto es una especie de cierre, ¿no?», apunta ahora sin mucha convicción. Lo piensa y matiza: «Creo que sí escribiré más, pero de momento quiero volver al ensayo. Siento que lo que tenía que decir como narrador ya lo he dicho. Al menos de momento…»
Tampoco se cierra D’Ors. Solo sigue su instinto. No hay el menor rastro de tragedia en esta parte de la conversación. Es evidente que a este tipo no le asusta la rotundidad de los finales. «Pienso mucho en la muerte», dice, por ejemplo, sin alterar lo más mínimo el relajante tono de voz. Por eso tampoco descarta una vuelta a la narrativa: «No sé qué pasaría si encuentro algo que de pronto me revuelva de nuevo las tripas… Y el deseo de buscar. Porque, al fin y al cabo, uno escribe para buscar, para comprenderse a sí mismo e indagar en las cuestiones que lo fascinan o lo atormentan».
Fluidez. Otra clave que resalta como clave de su búsqueda literaria y, parece, vital. Lo que no quita que haya momentos significativos, hitos que tampoco rechaza cuando la vida se los va proporcionando. Recién cumplidos los 60 años, por ejemplo, reconoce: «Por primera vez en mi vida estoy realmente bien. Siempre he tenido mis sufrimientos, mis preocupaciones, mis turbulencias, mis contradicciones, mis luchas. Y ahora no es que no haya dificultades, pero realmente…» Duda. Le cuesta explicar algo que se intuye demasiado sutil, íntimo. Pero, tras un par de segundos, encuentra la expresión: «…no me turban. He alcanzado una cierta madurez humana y espiritual. Hace por lo menos un par de años que ya no me enfado, no me irrito. En fin, he llegado a una cierta paz».
«Leemos y escribimos los que tenemos interés en saber quiénes somos»
Nada menos. ¿Y dónde queda eso? ¿Cómo se acerca uno a semejante lugar? «Con la aventura del autoconocimiento. Para eso sirven la meditación y la escritura, tal y como yo las entiendo. Es un ejercicio espiritual, una indagación. Para mí, el tema de la literatura es la identidad. Leemos y escribimos los que tenemos interés en saber quiénes somos. Todos los personajes son, de alguna manera, alter egos del escritor, todos dicen algo de uno mismo. Los pones en funcionamiento para ver qué pasa, cómo se mueven, y te descubren cosas de ti que no sabes».
La literatura como «revelación». Incluso como autoprofecía. «Leo ahora libros que escribí hace diez, 15 años, y me quedo alucinado: estaba ya todo allí, todo lo que estoy viviendo ahora. No contamos tanto lo que hemos vivido, sino lo que vamos a vivir, porque nuestro inconsciente lo sabe». Por eso «no se trata de escribir bien, sino de escribir lo que te pide el alma. Eso es lo difícil. Llegar ahí, a ese territorio». Donde, además, habita la gran paradoja: «La escritura tiene que ser personal para que pueda ser universal, porque el fondo de las almas humanas es muy parecido».
Pese a esa pulsión por la palabra, Los contemplativos arranca con una cita de Anthony de Mello: «Si tienes deseo de hablar, cállate. Nunca falla. Siempre compruebo luego que es mucho mejor callarse que hablar». ¿No suena algo contradictorio? «He ido descubriendo que palabra y silencio son las dos caras de la misma moneda. Para que la palabra esté viva, preñada, tiene que ser precedida de silencio. Y en la medida en que una palabra está viva, abre el silencio. Para mí, el momento más bonito de la lectura llega cuando cierras el libro y entras en tu propia ensoñación».
Últimamente, en una sociedad dominada por el ruido, parece complicado encontrar ese equilibrio. «Sigo teniendo cosas que contar, y hay que hablar, claro, pero es cierto que siento una mayor necesidad de callar. Creo que, en general, se escribe y se habla demasiado».