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Alfonso Goizueta: la aventura de atreverse a ser Alejandro Magno

A sus 24 años, el finalista del Premio Planeta cuenta a THE OBJECTIVE los entresijos de la novela ‘La sangre del padre’

Alfonso Goizueta: la aventura de atreverse a ser Alejandro Magno

Alfonso Goizueta. | Arduino Vannucchi

Hace 24 siglos, un adolescente entraba en Asia, en la Historia y en la vida adulta. Su nombre, Alejandro, quedó para siempre unido al adjetivo Magno. El mes pasado, recién cumplidos los 24 años, Alfonso Goizueta (Madrid, 1999) debutaba en la literatura como finalista del Premio Planeta con la novela La sangre del padre, dedicada a la gran aventura del rey macedonio.

Porta de La sangre del padre

Recién doctorado en Relaciones Internacionales y licenciado en Historia por el Kings College de Londres, Goizueta tiene cierto aire helenístico en el porte, aunque matizado por la forma en que lo digirieron las élites inglesas –no en vano, el mito nacional británico las pretende herederas de los héroes troyanos–, el orgullo primitivo velado por una pátina de la más exquisita educación. Agradece humildemente el «gran espaldarazo que supone el premio, porque ningún otro llega a tantísimos lectores», y admite «un poco de vértigo: los medios, la salida del anonimato… Estoy empezando a explorar esta nueva forma de vida».

Un explorador joven y brillante asomado al abismo de la grandeza. ¿Hablamos del autor o de su personaje? Salvando las inmensas distancias, claro, pero… «La edad es lo único que nos hermana, teníamos la misma cuando él dio el salto a Asia y yo a las letras», sonríe con modestia, y reconoce lo notable de su precocidad: «Entiendo que sorprenda. Lo mío es una pasión rara, una pulsión que no puedo ignorar. Siempre supe que iba a escribir, pero pensaba que tendría que convivir con otra serie de cosas; por eso me hace muy feliz el Planeta, porque me permite hacer de la escritura mi principal actividad».

Una vocación que arranca con la historia de Alejandro «desde su adolescencia hasta su madurez, la gran historia de aventuras y viajes que fue su vida». Pese a su formación como historiador, aquí ha buscado «al hombre que había detrás del mito. Muchas veces tenemos a un Alejandro arquetípico, instalado en el imaginario popular como el gran guerrero movido únicamente por la ambición, por el orgullo». 

«Alejandro sirve como excusa para relatar la búsqueda de uno mismo»

Al Goizueta novelista no le «encajaba» esa estampa con la de «una persona a la que Aristóteles había educado desde los 13 años». Por eso, «la novela escarba en el personaje: cómo alcanzó todo aquello en tan poco tiempo, cómo revolucionó el mundo». Lo que implica también «explorar su madurez», un territorio que trasciende la crónica histórica: «Alejandro sirve como excusa para relatar algo tan importante en la vida como la búsqueda de uno mismo».

Todos esos motivos se entrelazan en un estilo notable para (de nuevo) alguien tan joven. Calidad literaria sin aspavientos experimentales, efectiva y fluida, como corresponde al género y al público, muy general, del Planeta: «Es una novela de entretenimiento, no busca la gran reflexión en párrafos extensos». La salpican poderosas descripciones y algunos momentos de gran intensidad emocional. «Para mí escribir es un ejercicio muy intuitivo. La historia y las propias palabras me llevan. Es cierto que podría decirse que soy colorista, me gusta crear escenarios un poco a caballo entre lo real y lo mágico, y como se trata de una novela de viajes, quería que el lector sufriera con Alejandro cuando cruza el desierto o sube el Himalaya».

Las descripciones y la acción propia de la aventura se cruzan ágilmente con el retrato de la tumultuosa vida interior de Alejandro, el viaje más interesante y dramático de la novela. Aunque el autor matiza que no estamos ante «un monólogo interior de Alejandro, ni mucho menos; no tiene nada que ver con Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, por ejemplo, con la que la han comparado».

Alfonso Goizueta | Arduino Vannucchi

El obvio protagonismo absoluto de Alejandro se desarrolla, sin embargo, en una estructura coral, hasta el punto de incluir un útil dramatis personae al final del libro: «Me gusta mucho esa estructura para la novela porque hace que los personajes crezcan contigo, y, al haber muchos, puedes identificarte con alguno más que con otro».

«La novela histórica no es un ensayo ni una tesis doctoral. Tiene que ser históricamente verosímil»

Para ello tiene que tomarse licencias. Las más importantes las desgrana en una significativa nota final: el objetivo no es proporcionar la enésima biografía de Alejandro, sino novelar la peripecia vital de una persona. No obstante, también matiza que todo lo que aparece está meticulosamente documentado. «La novela histórica no es un ensayo ni una tesis doctoral. Tienes que encontrar el equilibrio entre la realidad histórica y lo que rellenas con imaginación, que tiene que ser históricamente verosímil». 

La imaginación juega un papel más relevante cuando se trata de escribir «de un señor del siglo IV antes de Cristo que no ha dejado una correspondencia personal, unos diarios que nos cuenten cómo sentía, cómo padecía, cuáles eran sus temores, su carácter… Esos huecos los relleno con un ejercicio de empatía a través de los siglos para ponerme en la piel de este Alejandro en los temas más atemporales que le podían afectar como joven, esa época en la que aún no eres adulto del todo, en la que te empiezas a dar cuenta del paso de la vida, de las decepciones, de los amores… Quería contar cómo va evolucionando todo eso. La personalidad de Alejandro, su carácter, su estar en el mundo es producto de mi ficción». 

¿Y de su vida? «Siempre pones parte de tu alma… de tu alma rota en la novela. Alejandro, Hefestión, Clito… Todos tienen algo de mí, sobre todo en la superación. La escribí entre los 20 y los 23 años, una edad muy crítica. Han sido los años de mayor desarrollo de mi vida, de mayor crecimiento, son años en lo que lo pasas mal y lo empiezas a pasar bien, de desorientación… De repente te enfrentas al vasto vacío que es la vida, como Alejandro se enfrentó al vasto vacío que era Asia. Hay una correlación. El viaje de Alejandro por esa geografía tan ardua –el desierto, las montañas…— no deja de ser una metáfora del viaje que estaba haciendo por su geografía interior, la de su alma».

Esas sinuosas encrucijadas de la historia de Alejandro coinciden, además, con un punto clave de la Historia, con mayúscula. El autor reconoce que ha recibido una ayuda muy específica para recrear ese espacio: el realismo mágico del boom latinoamericano, «en particular García Márquez», capaz de «crear un mundo en el que la realidad y el mito se confunden, son porosos. Alejandro se enfrenta a las Amazonas, ve al fénix en los cielos de Egipto, siente los fantasmas entre las ruinas de Troya… Parte de la magia del libro consiste en dejar al lector con la duda de si el personaje se está dejando llevar por la fantasía o está ante algo real». 

En definitiva, el paso del mito al logos, que tanto ha dado que hablar en la historiografía. La novela juega hábilmente con ese estado fronterizo de la percepción. «Alejandro creía firmemente en los mitos, era un hombre temeroso de los dioses. Duda en algún momento, pero eso es de mi cosecha, lo cierto es que desde pequeño le habían asegurado que descendía de Hércules y Aquiles, y que su labor era la de los dioses. Además, él va produciendo el mito de su propia persona, que envuelve al personaje en esa especie de bruma… Alejandro es el último hombre clásico y el primer hombre del helenismo: gracias a sus conquistas y la consiguiente expansión de la cultura griega, pasamos a un mundo completamente distinto». 

¿Una primera globalización? «De alguna forma, sí, porque el helenismo rompe el concepto de la polis griega aislada, la unidad política pasa a ser un imperio y aflora la filosofía del cosmopolitismo, se pone de moda ser un ciudadano en un mundo nuevo, greco-oriental: tu polis es el mundo griego que se extiende desde Macedonia hasta Persia». 

«La historia es la fuente de la que bebe la política»

Pero Alejandro es, también, un alma doliente. «Su personalidad está marcada por el deseo de liberarse. De ahí esa búsqueda de sí mismo, del autoconocimiento». El título La sangre del padre apunta al «peso inmenso de su padre biológico, de sus padres ancestrales y de sus padres heráldicos, por así decirlo, del padre que debe ser para dejar descendencia. Todas esas paternidades le impiden ser él mismo, y por eso emprende el viaje». 

Motor de la peripecia que se completa, en buena lógica freudiana, con la traumática relación con su madre. «En la novela es central, y tiene base historiográfica: Plutarco adivina, o se inventa, no podemos saber, esa relación tóxica. Para sobrevivir en la corte macedonia, Olimpia tiene que asegurar su posición como madre del futuro rey, y eso tiene su repercusión en el plano personal». 

Porque, al fin y al cabo, estamos hablando de poder. Ahora y siempre, fuente de todo tipo de desarreglos. Goizueta se doctoró en Relaciones Internacionales –aunque con una tesis de Historia, matiza-, sobre las relaciones entre Cuba, Estados Unidos e Inglaterra en el siglo XIX. «Estudio Historia por la necesidad imperiosa de comprender el presente a través del pasado. Es la fuente de la que bebe la política. Eso lo entienden muy bien los anglosajones: sus grandes estadistas siempre han tenido un vínculo con la Historia».

Aunque Goizueta advierte que no regresa a Alejandro «en busca de soluciones de ningún tipo, sino en busca de algo mucho más íntimo. En lo académico he estudiado más el siglo XIX, pero cuando hago literatura, regreso al mundo antiguo, porque lo que me verdaderamente me interesa es comprender la naturaleza del hombre, y en aquella época me parece que el hombre siente con más fuerza, no sé si porque está más cercano a la naturaleza, a un momento de creación y menos adulterado por la civilización». 

«Como historiador soy muy poco amigo de las analogías, sobre todo con milenios de por medio»

No busque el lector en la novela, por lo tanto, soluciones al actual lío en Oriente Medio. Aunque, curiosamente, uno de los asedios más duros que aparecen en ella sea precisamente el de Gaza, entonces bajo la influencia persa. «Como historiador soy muy poco amigo de las analogías, sobre todo con milenios de por medio. Pero creo que en La sangre del padre hay una idea atemporal: el poder. Cómo se ejerce el poder tiránico, cuál es el coste de ejercerlo en las relaciones personales. De hecho, vemos como acaba corroyendo el alma de Alejandro». 

Respecto al tan manido conflicto entre Oriente y Occidente, Goizueta se muestra más bien escéptico: «No soy muy fan de la tesis del choque de civilizaciones. Veo más bien un mundo multipolar con varios desórdenes que van carcomiendo el orden internacional existente, y este es uno de los múltiples latigazos». 

Pero algo tiene ese rincón del planeta… Goizueta ya está pensando en otra novela histórica «ambientada en esa región del Mediterráneo en la que Occidente y Oriente a veces se dan la mano, a veces la espalda». La época será diferente de la de Alejandro, pero de momento no quiere dar detalles. Sigue asimilando el vértigo del Planeta y amasando su podcast La Torre del Faro.

A su viaje aún le quedan muchos horizontes por doblar. El comienzo ha sido más que prometedor. En las alforjas, siempre, la ambición abismal del escritor, que trasciende el conocimiento académico. La nota final de La sangre del padre es toda una declaración de principios: «Esta novela responde a la realidad histórica, y el historiador celoso que se aproxime a este libro encontrará que en verdad sigue rigurosamente las fuentes en lo que a la vida y hechos de Alejandro Magno se refiere, pero no hallará en ella al Alejandro del que tanto han escrito eruditos de todo el mundo. En su lugar hay otro: un Alejandro que será familiar para todos los seres humanos a los que, como a él, abruma la vida; a lo largo y a la vez a lo corto, lo ancho y a la vez lo angosto, que es su camino».

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