Carl Sagan, un viajero en el océano cósmico
Un film en preparación, ‘Voyagers’, protagonizado por Andrew Garfield, devuelve a la actualidad al popular científico
«El cosmos es todo lo que es, o lo que fue, o lo que será alguna vez. Nuestras contemplaciones más tibias del cosmos nos conmueven: un escalofrío recorre nuestra columna, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano, o la de caer desde lo alto. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios…». Con estas palabras, cargadas de trascendencia, nos adentramos en un libro excepcional, Cosmos (1980), y asimismo, en el primer episodio de la serie televisiva que dio lugar a ese libro superventas.
Aquel primer capítulo, como una invitación al viaje sideral, se abría con un título sugerente: En la orilla del océano cósmico.
Su emisión supuso un fenómeno cuyas consecuencias aún vibran en la actualidad. Desde la fecha de su estreno, 28 de septiembre de 1980, esta y las siguientes entregas de aquella mítica producción inflamaron la imaginación del público, y lo que es más importante, despertaron vocaciones científicas a lo largo y ancho del planeta.
¿Pero quién era, en realidad, el responsable de esa hazaña audiovisual? Carl Sagan (Nueva York, 1934 – Seattle, 1996) no solo fue un astrofísico con una elevada producción académica e intelectual (más de seiscientos artículos y una veintena de libros). También fue un personaje público dotado de un atractivo que, sobre todo tras la emisión de Cosmos, hizo de él un ídolo de masas.
Resulta paradójico, pero esta doble condición, la de científico y personalidad televisiva, actuó en su contra, y no faltaron en su momento las críticas que minusvaloraban, a veces con un guiño envidioso, sus aportes como investigador.
También conviene entender que algunos de los intereses de Sagan, como la vida en otros planetas, parecían más propios de una revista de misterio que de un congreso universitario.
Hoy es considerado un pionero de la astrobiología, sobre todo tras promover el proyecto SETI (siglas de «búsqueda de inteligencia extraterrestre»). Pero en su tiempo, no faltaron los detractores que hablaban de él con el ceño fruncido, censurando sus divertidas intervenciones en programas como The Tonight Show, de Johnny Carson.
Su primera etapa en Harvard no le hizo especialmente feliz, sobre todo porque en 1968 se le negó la plaza como profesor titular. Sin embargo, en su siguiente destino, la Universidad de Cornell, disfrutó dando clases de astronomía, investigó asuntos como la elevada temperatura de Venus o los océanos de las lunas Titán y Europa, y además, escribió libros que acabaron siendo superventas, como Los dragones del Edén, premiado en 1978 con el Pulitzer.
También dirigió el Laboratorio de Estudios Planetarios y el Centro de Radiofísica e Investigación Espacial (CRSR), ejerció como asesor de la NASA y fue responsable de los discos fonográficos, cargados de información sobre nuestra especie, lanzados en 1977 a bordo de las dos naves espaciales Voyager. En palabras de Sagan, una civilización extraterrestre «quizás increíblemente más avanzada que nosotros será capaz de descifrar estos pensamientos y sensaciones grabados y de apreciar nuestros esfuerzos por compartirlos con ellos».
El científico era hijo de su tiempo, y por eso simpatizó con algunas reivindicaciones heredadas del movimiento hippie. Sin embargo, lo que hoy prevalece en su recuerdo es la fascinación por la inmensidad del espacio: «Hoy sabemos que los planetas no son estrellas –escribe en Un punto azul pálido: una visión del futuro humano en el espacio (1994)–, sino otros mundos, gravitacionalmente ligados al Sol. Cuando estábamos completando la exploración de la Tierra, empezamos a reconocerla como un mundo entre una incontable multitud de ellos, que giran alrededor del Sol o bien orbitan alrededor de los demás astros que conforman la galaxia Vía Láctea. Nuestro planeta y nuestro sistema solar se hallan rodeados por un nuevo mundo oceánico, las profundidades del espacio. Y no es más infranqueable que el de otras épocas».
«Nos guste o no –añade en El mundo y sus demonios (1995)–, estamos atados a la ciencia. Lo mejor sería sacarle el máximo provecho. Cuando finalmente lo aceptemos y reconozcamos plenamente su belleza y poder, nos encontraremos con que, tanto en asuntos espirituales como prácticos, salimos ganando».