'Perfect Days': la prodigiosa película zen de Wim Wenders
El director alemán regresa al cine a los 78 años con un film sobre la poesía de lo cotidiano rodado en Tokio
¿Una película entera dedicada a un tipo silencioso que limpia lavabos? Pues sí. ¿Estamos ante uno de esos panfletos filmados tipo Ken Loach sobre alienación y explotación capitalista? Pues no. Estamos ante una cinta bellísima, que celebra las epifanías que anidan en lo cotidiano y la felicidad de quien aprende a vivir en el presente.
Perfect Days supone la recuperación por todo lo alto, a sus 78 años, de Wim Wenders (Düsseldorf, 1945), un cineasta que en los últimos tiempos, salvo con el documental Pina sobre Pina Bausch, pocas alegrías más nos había dado. Vale la pena detenerse a explicar cómo se gestó este proyecto filmado en Tokio: la ciudad había encargado varios lavabos públicos con diferentes diseños vanguardistas para las olimpiadas. Con los retrasos por la pandemia, esta llamativa apuesta arquitectónica corría peligro de pasar por completo desapercibida. Un amigo de Wenders —Takuma Takasaki, el productor y coguionista de la película — lo invitó a Tokio para enseñarle esos increíbles lavabos de diseño. Pensó que tal vez inspirarían al cineasta un documental o como mínimo una serie fotográfica (Wenders tiene una muy interesante obra como fotógrafo). Sin embargo, el director alemán decidió que a esos lavabos iban a ser el punto de partida para un largometraje de ficción.
El argumento, resumido de forma simplona, es el siguiente: un hombre solitario dedica sus rutinarias jornadas laborales a desplazarse en una pequeña furgoneta de un lavabo a otro para proceder a limpiarlos. Cuenta con la ayuda de un alelado asistente muy jovencito, que hace todo lo posible por escaquearse. Él, en cambio, hace su trabajo sin perder la sonrisa y con meticuloso rigor, como un servicio a los demás. No le parece un destino miserable, porque lo ha elegido él, dejando atrás su vida anterior por motivos que la película apenas esboza, porque no son relevantes.
Perfect Days se centra en su monótona cotidianeidad, puntuada o rota por una sucesión de encuentros: el niño perdido que le regala una sonrisa mientras que la madre ni le agradece que lo haya rescatado porque para ella ese hombre que limpia lavabos es invisible; la mujer que cada día come su bocadillo en el parque; el sintecho que deambula por allí; el dueño del bar anodino y subterráneo en el que el protagonista come a diario; una librera parlanchina que le recomienda lecturas cuando él acude a comprar sus baratos libros de bolsillo; la dueña de un pequeño bar al que acude algunas noches; la novia del alelado ayudante… También su sobrina adolescente, que se ha fugado de casa y pasa unos días con él.
Hirayama, que así se llama el protagonista, vive solo de forma muy austera, habla poco y observa mucho. Es un hombre analógico. Por un lado, escucha música durante sus trayectos en un viejo casete. La banda sonora es un compendio de los músicos favoritos de Wenders: temas de Otis Reding, James Brown, los Kinks, The Animals, Van Morrison, los Rolling Stones, la Velvet Undergroud, Patti Smith… y claro, el precioso «Perfect Day» de Lou Reed. Por otro lado, el personaje también toma fotografías con una vieja cámara con carrete que lleva a revelar: capta instantes —haikus en imágenes— de la luz entre las hojas de los árboles. Después selecciona las menores instantáneas y las guarda en una caja que es un verdadero cofre del tesoro.
Poesía en la rutina
Hirayama sabe encontrar poesía en las rutinas del día a día: el sonido matutino del barrendero en la calle, la luz del sol cuando sale de casa, los brotes de futuros árboles que recoge en los parques y cuida con mimo en su casa en pequeños tiestos de papel. En esta capacidad del protagonista para descubrir y disfrutar de la maravilla que anida en lo cotidiano, la película de Wenders tiene no pocos puntos en común con esa otra joya del cine que es Paterson de Jim Jarmusch. Su personaje, aquel conductor de autobús poeta amateur y admirador de William Carlos Williams, también poseía el don de encontrar la felicidad en las pequeñas cosas.
En la película de Wenders, a Hirayama le da vida el veterano actor japonés Kôji Yakusho, merecidísimo premio a la mejor interpretación en el pasado Festival de Cannes, porque sin apenas hablar, sin apenas mover un músculo facial, insufla vida y matices a este personaje callado y contemplativo. En realidad el cineasta escribió el papel pensando en él y a partir de un guion muy esquemático, improvisaron mucho durante el rodaje.
El otro gran protagonista, omnipresente, es la metrópolis de Tokio, una urbe de redes viarias infinitas, en medio de cuyo caos hay pequeños remansos de paz en forma de parques. El Tokio que retrata el cineasta alemán está muy alejado de la postal turística. Él nos muestra la verdadera ciudad: una recóndita tienda de elepés y casetes de segunda mano, una lavandería, los baños públicos tradicionales, ya solo frecuentados por ancianos… Con Perfect Days, Wenders rinde su definitivo homenaje a Tokio y a la cultura japonesa, que siempre le ha fascinado (en 1985 le dedicó un estupendo documental al maestro del cine nipón Yasujiro Ozu, Tokio-Ga).
Wim Wenders ha asimilado muchas lecciones del maestro Ozu y sabe que lo relevante está en los detalles y la capacidad de contemplarlos y recrearlos sin prisas. El desarrollo narrativo de la cinta es mínimo: en apariencia apenas sucede nada y sin embargo pasa ante nuestros ojos la vida: la belleza, el dolor, la memoria, el tiempo fugaz que se nos escapa entre los dedos y los instantes que logramos atrapar y atesorar. Conseguir esto está al alcance de muy pocos talentos. Perfect Days es una película que susurra, nunca alza la voz. Su potencia reside en su contención. Si se dejan seducir y envolver por la magia de sus imágenes, descubrirán una auténtica película zen.