Luis Martín-Santos, un escritor en los márgenes
A los 60 años de su muerte, el autor de ‘Tiempo de silencio’ sigue vigente como superación del provincianismo asfixiante
Se cumple un siglo del nacimiento y cuatro décadas del prematuro fallecimiento de Luis Martín-Santos. Los clásicos adoraban aquello de muere joven y deja un bonito cadáver. Esta condición siempre ayuda a consolidar un mito, algo que en lo literario suele reforzarse si tu obra es difícil y son pocos sus lectores, más aún cuando Tiempo de silencio, el libro providencial de este donostiarra nacido en el marroquí Larache, se descartó hace años de los libros obligatorios para los estudiantes de secundaria.
Hablar de Luis Martín-Santos en 2024 exige ahondar en las múltiples facetas del malogrado. El accidente fatal para su vida, acaecido la noche del 20 de enero de 1964, fue uno de tantos de esa época, donde el coche era un peligro y las carreteras no ofrecían la supuesta fiabilidad de hoy en día. Su muerte fue un parón en muchos sentidos, más si cabe por la fecha, ese 1964 de los 25 años de paz franquistas, la némesis de un intelectual anómalo e irrepetible, hijo de su era pese a nacer en el lugar equivocado.
Porque con Martín-Santos se debe empezar por su profesión. Era psiquiatra sí, pero no uno cualquiera, pues en su actividad privilegió un enfoque sartriano con el objetivo de proporcionar a sus pacientes la libertad como cura, metáfora recurrente en su trayectoria poliédrica, cuyo paroxismo y resumen sería el destino fatal de Don Pedro, protagonista de su celebérrima novela.
Leer con seriedad Tiempo de Silencio, recuperada estas semanas por Seix Barral, no ha dejado de ser un reto. La mentalidad contemporánea tiende a empatizar poco con el pasado, cada vez más borroso, y por eso contextualizar siempre es esencial. Las páginas del libro, tildado por muchos detractores como la obra de un Joyce de provincias por el uso del monólogo interior, deben relacionarse tanto con sus coetáneos nacionales como con cierto magma europeo.
La vinculación con sus contemporáneos nos conduciría a su amistad con Juan Benet, no sólo literaria y con una significación rupturista de primer nivel, como si ellos junto a otros navegaran en una realidad paralela a la de la superficie, la misma presente en su magna ficción, una lucha de planos superpuestos entre el hedor y la imposibilidad de la esperanza a cambiar un país.
Superación del realismo social
Esta sensación se halla en todo el trabajo de la generación del medio siglo. Luis Martín-Santos supera el realismo social, pero sin duda es deudor de determinados empujes del momento al no haber vivido la Guerra Civil de uniforme y moldear su configuración de la realidad española tras el conflicto, como sus compañeros de viaje tanto en la política como en lo literario, de Miguel Sánchez Mazas a Enrique Múgica.
La operación de Tiempo de Silencio, facilitada por el tino e inteligencia de Carlos Barral, se enmarca en una perspectiva internacional por una serie de factores. Aquí queremos resaltar las afueras, no para equipararlo con una novela imposible de encontrar de Luis Goytisolo, sino por tratar la periferia como síntoma de un malestar inherente al Viejo Mundo de entonces. Por eso mismo no debe sorprendernos hilvanar un listado de libros capitales con los márgenes ajenos a la invisibilidad propugnadas por las autoridades, tales como El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, la posterior Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé y hasta la producción literaria y fílmica de Pier Paolo Pasolini, de Ragazzi di vita a la magnífica ópera prima que es Accatone.
Sin embargo, Martín-Santos jugó su propio partido con brillante intencionalidad al unir el chabolismo, también reflejado esos años en el cine por Los Tarantos de Rovira Beleta, con la ciencia al ser uno y otra marginados de la España dictatorial. El fracaso de lo acaecido con ese aborto intempestivo y sus consecuencias matarán el anhelo de un hombre, capaz de sintetizar toda la podredumbre de su época y reflejo de cómo pocos no podían revertir una enfermedad en constante metástasis, sólo enmendable con la Revolución o el fallecimiento de Francisco Franco.
Luego, por supuesto, está la técnica y la construcción del engranaje novelístico. Si uno se fija con atención verá una trama arquetípica con espacios recurrentes de la tradición española, socavada más bien desde cómo se escribe. La modernización de Tiempo de silencio, asimismo comprobable en los relatos de El amanecer podrido (2020, Galaxia Gutenberg) redactados al alimón con su inseparable Benet, fue un golpe en la mesa y ese inicio de los años sesenta lo advirtió con naturalidad, quizá sin pensar en cómo el psiquiatra prolongaba un hilo a la contra inaugurado si se quiere por El árbol de la ciencia de Pío Baroja y prolongado, desde otra estilística, por la sutil elegancia de La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes.
Compromiso político
En 2001, el catedrático de literatura Alfonso Rey lo definió como psiquiatra con ambición filosófica, socialista reformista, vasco no nacionalista y castellano hostil al centralismo español. Para Martín-Santos, a diferencia de muchos autores de nuestro siglo, la literatura debía tener una función social pegada a la política.
Esta postura, no tan a contracorriente durante esos años arduos y prodigiosos, se plasmó en su participación activísima en las filas del PSOE en la clandestinidad al ser miembro de su ejecutiva y de la comisión permanente en el interior; dimitió de esta última en 1959 dada su nula libertad de movimientos, utópica por el reguero de detenciones, cuya culminación debía dirimirse en un juicio a celebrar en febrero de 1964, pocos días antes de su inesperado deceso.
El PSOE tiene una extraña postura con ciertos granos incómodos de su historia. Martín-Santos podría ser su Juan Negrín de la Cultura, ambos relegados a una nebulosa dentro el relato del partido, anónimos y más bien molestos pese a su trascendencia. La de nuestro protagonista puede cifrarse en cómo tuvo una envidiable coherencia al engrosar las filas socialistas cuando lo normal era comprometerse en la resistencia desde el PCE. Algunos siguen viéndolo como un precursor del PSOE de Felipe González por su posición contraria a la dirección del veterano Rodolfo Llopis, hasta el punto de valorarlo, en un insano ejercicio de historia ficción, como el futuro mandamás de la formación.
Todo esto es aire sin sustancia. Martín-Santos marca un antes y un después diáfano, pero la complejidad de su prosa y su figura, unidos a la ligereza de lo cultural en nuestra centuria, no auguran una vigencia de su legado, retratado estas jornadas desde lo anecdótico cuando debería estudiarse en profundidad para ubicarlo y ubicarnos en su verdadera importancia, la de rebasar un provincianismo asfixiante y ansiar a fundir las palabras con aspiraciones mayores a las de la mera literatura.