La 'Vida de Horacio' de Mercedes Halfon
El principal placer de leer a esta autora es su sencillez aguda y observadora
Pues resulta que este viernes pasé una estupenda mañana leyendo el nuevo libro de Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), y lo hice con esa sonrisa de, digamos, apacibilidad con la que se leen todos sus textos, sean novelas, artículos o poemas. Creo que cualquiera que la haya leído coincidirá conmigo en que el principal placer que se obtiene de sus textos es el de la extrema sencillez, aunque sea una sencillez aguda, observadora, inteligente, calculada…, y quizá haya pensado también, al recorrer sus palabras, en lo «fácil» que de repente parece escribir un libro bonito, redondo, cómplice y carente, en principio, de toda gravedad.
Por descontado que esa facilidad es engañosa, y su clave, en este caso, está en la extrema y sincera naturalidad de Halfon, tan difícil de merecer y de alcanzar. Paradójicamente, la naturalidad es una de las conquistas más arduas en la literatura, y tiene muchos grados, aparte de muchas esquinas, demasiados matices. La de Halfon, decía, es bastante radical, lo cual no pasa por la privacidad de sus confidencias sino por el modo de presentar las cosas en las que le apetece pensar en cada libro. En uno de los fragmentos de Diario pinchado, su libro anterior, contaba que, estando a la orilla de una laguna alemana en la que todo el mundo iba desnudo, ella fue incapaz siquiera de «sacarse la remera», y creo que con ello estaba dando entre líneas un apunte de teoría literaria: aunque los tres libros de prosa que ha publicado hasta hoy son testimoniales (todos publicados en España por ‘Las Afueras’), lo especial de sus libros no está en la exhibición de ninguna intimidad (eso que, ridículamente, pasa por ser «honestidad literaria» en un malentendido afrancesado que daría para un largo ensayo) sino en el modo sonriente, amable, sereno, listísimo y un poco desordenado de ir contando, y también, sí, en su pudor, en sus límites, en el estratégico misterio de lo que queda sin decirse.
No me gusta referirme a elementos extratextuales al escribir sobre la literatura de nadie, pero en el caso de Mercedes Halfon, y siguiendo a vueltas con su naturalidad, se diría que ella se siente rara y como fuera de lugar (o por lo menos fuera de «su» lugar) cada vez que se ve ejerciendo de escritora, posando despistada para fotos, opinando tímida en voz alta, colocada en un atril. En esas situaciones, al fin y al cabo anormales, ella parece sentirse como nos cuenta que le ocurría a su madre cuando bailaba tangos en público: no le gustaba ser el centro de atención, anhelaba pasar inadvertida, se sometía pero nerviosa, anhelando regresar a su normalidad, a su seguridad, a (nunca mejor dicho) su papel…
Y es justamente en una situación así, leyendo en público, como termina su nuevo libro, Vida de Horacio, justo antes de recibir, en la última frase, un regalo de su padre que, descontextualizado (pero no mucho…), es toda una valoración del propio libro, una auto-calificación que no da cuenta de su calidad sino de su naturaleza, que no presume de haber sido un gran libro (que lo es), sino de haber nacido de un arrebato y de un trabajo verdadero (algo a menudo mucho más importante).
El título del libro, de aire clásico, es acertado, porque coloca en el rótulo el tema, que es la experiencia del padre de la autora revelada a través de conversaciones grabadas que sólo se utilizan de forma intermitente, a saltos, sin un sistema riguroso. Y de hecho, como sucede siempre en Halfon, aquí lo que reina es la digresión, el inciso, la interrupción de lo que se estaba diciendo para introducir un detalle exterior, un salto temporal, un recuerdo incrustado, un suceso del tiempo no del hecho sino de su relato, no el del pasado que se recupera sino el del presente en el que se escribe de ese modo muy deliberado, sin normas, sin plantillas, sin afectación ninguna, con toda la libertad posible.
Quiero decir que si alguien alguna vez quisiera leer un retrato completo de ese hombre, Horacio Halfon, una biografía rigurosa, exhaustiva, documentada, «seria», centrada…, me temo, por un lado, que iba a tener que buscar en otro sitio, pero sé, por otro, que esto que nosotros hemos leído aquí iba a ser una pieza fundamental para complementar aquélla de un modo mágico, superior, vivo. Porque Halfon no ha querido contar la vida de su padre, sino atrapar su personalidad, preservar su identidad, su forma de vivir y de mirar el mundo. Y no conozco a ese señor, pero estoy seguro de que su hija pequeña ha conseguido «encerrarlo» en este libro ya para siempre. Es algo que se hace de una forma más o menos declarada, cuando la autora nos dice que «Sobre la mesa en que estudiaba mi padre, ahora, escribo»: no es, claro, una suplantación, pero sí se insinúa una continuidad, aparte de aceptarse la filiación de una forma preciosa y lanzar con ello, de paso, toda una pequeña declaración de amor en el corazón de un libro que es toda una carta de afecto.
Y de hecho, pensándolo bien, sí: sí que conozco ya a su padre, tan fragmentariamente pero también tan «por entero» como la conozco a ella gracias a este nuevo libro, y también a El trabajo de los ojos (donde daba vueltas a su estrabismo), el ya citado Diario Pinchado (en el que daba cuenta de una decepcionante historia de amor en Berlín) y hasta los poemas de Lámparas ideales, el único de sus cinco libros de versos que (gracias a la editorial extremeña Liliputienses) se ha publicado en España: si alguien pasa por Argentina le suplico que me traiga los demás.
(P.S.: Y por cierto que, hablando de poesía, Halfon ya dijo en su Diario, con maravillosa razón, que el hecho de «que la poesía pueda estar hecha de cualquier cosa no quiere decir que cualquier cosa sea poesía», pero ahora va más lejos, pues se pregunta si la escritura poética «¿no es también aprender a hablar, a escribir, a leer de nuevo, de un modo totalmente distinto del modo acostumbrado, del modo social? ¿La poesía no parte siempre de la melancolía por ese origen perdido, el intento de recobrar el tiempo en que las cosas se veían, se vivían y se aprendían por primera vez?»… Lo cito porque, en efecto, no puedo saber cuánta ficción hay en los libros en prosa de Mercedes Halfon (aunque sospecho que ninguna, al menos deliberada), cuántas «audacias» o qué «osadías» y juegos se permite en ese ya aburrido y sobre-meditado terreno… pero leyéndola sin conocerla intuyo que es en la poesía donde vuelca todo lo imaginativo, lo colorista, lo «soñador», y que en la prosa se ciñe ya no a la realidad estricta sino a la normalidad, a lo cotidiano, casi a lo trivial a veces, de un modo decidido y soberano. Y en eso hay un vuelco a lo tradicional, cuando la poesía era siempre «verdad» y la narrativa siempre invención, y por tanto algo de esa mutación asombrosa a la que, como fenómeno general, ya me referí como «la venganza de la ficción»: cuanta más realidad, en forma de confesión o crónica, va entrando a nuestros libros en prosa, más ficción y hasta más fantasía vamos viendo en los ensayos, los libros de Historia, las biografías y los poemas «íntimos», que son todo un espacio de experimentación no sólo formal sino con respecto a la realidad o incluso a lo posible. El clásico pacto con el lector está cambiando, y he observado que la gente de nuestra edad (Halfon y yo compartimos año de nacimiento) ya se acerca a todos los libros en prosa dando por supuesto que son «verdad», e incluso «exigiendo» que el yo que habla en ellos sea el del autor o la autora hablando de sus cosas y revelando sus ideas, sus recuerdos o sus secretos).