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Britney Spears, la estrella del pop renace de sus cenizas

El éxito de sus memorias y la victoria judicial contra sus padres le permiten afrontar el futuro con nuevas esperanzas

Britney Spears, la estrella del pop renace de sus cenizas

La cantante Britney Spears. | Zuma Press

Britney Spears es una de esas estrellas que sólo se dan una vez en cada generación estadounidense. Posee el ángel y la pureza de un icono, a la altura de un Elvis y de una Marilyn. Y también su vulnerabilidad. Ahora se halla en ese momento crítico en el que averiguaremos si podrá superar sin problemas la cuarentena y asegurarse una vejez tranquila, aprovechando lo bueno que su inmensa fama le puede proporcionar y enterrando para siempre lo malo. Sabremos si no perecerá a sus propios demonios, abrumada bajo el peso de sus angustias personales y, tal vez, de un acusado complejo de juguete roto.

Britney Jean Spears (1981, McComb, Misisipi) es ese milagro que a veces engendra la América profunda, la inocencia pura que en ocasiones otorga el origen pueblerino, un hito del white trash: por eso todos en su familia tienen nombre de estrellas porno. Britney sólo quería cantar desde que cuenta con uso de memoria, nació para ser una artista pop. Sus padres, Jamie y Lynne, se aseguraron de que así fuera —no siempre por los motivos más loables— y pasearon su infancia por todos los castings de shows televisivos y musicales a la busca de niños prodigio. La metieron en el Club Disney (en la hornada de Christina Aguilera, Keri Russell, Ryan Gosling y Tony Lucca, este último su primer amor platónico) y, finiquitada aquella etapa, pegó el pelotazo como solista pop gracias a los temas de un compositor genial que vino del frío (el sueco Max Martin).

A sus 17 años, Britney se esmeró en sonar traviesa y la noche anterior a grabar su primer sencillo, Baby one more time (1998), no pegó ojo para otorgarle a su voz la aspereza de una adolescente juerguista. El single causó una conmoción instantánea: número uno en las listas y más de diez millones de copias vendidas. El mundo enloqueció con este nuevo símbolo de la cara más luminosa de EEUU. Luego, una ristra de éxitos incontestables de la factoría Martin exprimiría a la perfección su magnífica voz y sus ronroneos de jovencita avezada: himnos de la pista de baile con sus correspondientes coreografías, como (You drive me) crazy, Oops!… I did it again u Overprotected, y alguna balada como la maravillosa Lucky, joya pop que resume la eterna insatisfacción de quien lo tiene aparentemente todo… dilema con el que ella podría identificarse, pues siempre ha admitido no sentirse excesivamente a gusto con eso de ser una persona pública. Para acabar de adobarlo, acepta el protagonismo absoluto en una película mala, como mandan los cánones de cualquier reinado pop: en este caso rueda la deliciosa Crossroads (2002). Ella ha confesado que nunca volvió a actuar en más películas porque se metió demasiado en ese papel y no sabía cómo salir de él… ¡y agradece al Cielo por no haberse visto obligada a interpretar a una psicópata!

Poco a poco, fue siendo consciente de que gran parte de su éxito se basaba en la potenciación deliberada de los elementos más provocativos de su imagen. Como dice en su autobiografía, «empecé a advertir entre el público un número cada vez más abultado de hombres mayores y a veces me asustaba descubrir en ellos miradas lascivas, como si yo fuera una Lolita en sus fantasías, especialmente cuando ninguno parecía capaz de considerarme sexi y talentosa al mismo tiempo, o talentosa estando buena. Era como si pensaran que por ser sexi también tenía que ser estúpida. Y que si estaba buena, no podía tener talento. Ojalá hubiera conocido entonces el jocoso comentario de Dolly Parton: ‘No me ofenden todos esos chistes sobre rubias tontas porque sé que no soy tonta. Y también porque sé que no soy rubia. Mi color real de pelo es negro’».

Durante sus altibajos personales en una carrera por lo demás impecable, sus fans creían se debían a la típica volubilidad de una persona que debe lidiar cada día con la fama y el exceso de atención. Su célebre rapadura de pelo al cero en una peluquería de Los Ángeles en 2007 fue objeto instantáneo de mofa por parte de la mayoría de medios, pero se trataba de su modo de gritar socorro. A esa crisis del rapado le siguió su mejor cosecha artística, los discazos Blackout (2007), que se abre con su celebérrima frase It’s Britney, bitch —toda una declaración de intenciones y la mejor tarjeta de presentación verbal de este siglo, a la altura de un «Bond, James Bond»— y Circus (2008). Sin embargo, jamás sospechamos el atolladero insufrible en el que vivía, al ser obligada legalmente por sus propios padres a ceder su libertad personal.

Valentía

La mujer que soy (The woman in me, Plaza &Janés, 2023) no es un gran libro ni siquiera dentro del subgénero confesional de una estrella pop: Britney debería haberse buscado un colaborador en la sombra con mayor talento que el periodista Sam Lansky (exeditor de Time Magazine) para confeccionar un texto que trascendiera el morbo y el cotilleo. Su mayor virtud es su capacidad para captar la personalidad franca y divertida de su autora. El libro recoge bien el sentido del humor campechano de Britney y su ausencia de filtros a la hora de encarar cualquier tema, desde su vida sexual a su opinión sobre otros famosos. En sus páginas lo mismo averiguamos con quién pierde la virginidad a los 14 años que por qué Justin Timberlake es un capullo.

Pero el verdadero valor de La mujer que soy está en su valentía para llamar a las cosas por su nombre: no se le caen los anillos a la hora de revelar que su abuelo paterno fue un maltratador y que probablemente llevó a su abuela al suicidio; que su padre es un alcohólico con mil demonios conviviendo en él y que, en complicidad con su ya exesposa, vendió exitosamente al mundo la idea de que su hija era incapaz de valerse por sí misma, ejerciendo sobre ella una custodia legal que extendería su patria potestad más de una década y que convirtió a Britney poco menos que en una prisionera, obligada a vivir recluida en centros de rehabilitación contra su voluntad, a ceder la custodia de sus hijos a su ex (el tarambana de Kevin Federline) y a acabar reducida a una eterna máquina de dinero para Jamie y Lynne; que su hermana pequeña, Jamie Lynn, es un pequeño monstruo (y tal vez un espejo deformante de sí misma) que, cuando le interesaba, tampoco ha dudado en pegársele como una sanguijuela para materializar sus propios planes de éxito… y, finalmente, que la propia Britney no tiene mucha cabeza para escoger bien sus parejas, una colección de vividores sin carisma; pero al menos —o eso parece— sí el corazón suficiente para ser una buena madre.

Britney se encuentra ahora mismo en una disyuntiva crucial: en 2019 sus fans iniciaron el masivo movimiento en su apoyo que, bajo el grito de guerra FreeBritney, lograría propiciar el proceso judicial que en noviembre de 2021 terminó con su tutela impuesta, tras 13 años de esclavitud bajo la bota familiar. Supuestamente ahora debería estar disfrutando un período de estabilidad emocional, de regreso con sus dos hijos, cerca o lejos de las cámaras, pero feliz. Sin embargo, su prolongado tiempo de reajuste y sus continuas excentricidades públicas siguen preocupando.

Hace ocho años ya que no lanza un nuevo disco de estudio (el último fue Glory, en 2016) y, como ella misma confiesa, ese período de inhabilitación ciudadana la llevó a una conducta errática en términos profesionales que, en sus momentos más desconcertantes (su participación como juez en el concurso The X Factor en 2012 o su residencia de 2013 a 2015 actuando incansablemente en Las Vegas), ofrecía claro testimonio de su falta de dirección respecto a unas decisiones artísticas que ella no podía controlar. En agosto de 2022 lanzó una versión de Hold me closer junto a Elton John, con uno de esos soporíferos videoclips de «ponedme parejas guapas y diversas bailando en muchos sitios que la jefa dice que no quiere salir», y en julio de 2023 pudimos escucharla en Mind your business, colaboración sin videoclip con el ubicuo Will I. Am que no contentó a nadie y para cuyo lanzamiento sólo contaron con fotos antiguas de Britney mal fusionadas en las imágenes promocionales.

Por fin, libre

En estos tiempos marcados por su emancipación de las garras de sus perturbados padres y por una teórica completa libertad, Britney ha hallado su refugio en las redes sociales: en su cuenta de Instagram se desnuda cada dos por tres (sana costumbre que una gran mayoría puritana estadounidense no ve con buenos ojos), en un intento desesperado pero conmovedor por recuperar la atención mundial sobre su inmarchitable sensualidad. En septiembre pasado, por ejemplo, publicó uno de sus habituales vídeos caseros que la muestran bailando en bikini, sólo que en esta ocasión sujetaba además dos afilados cuchillos de cocina (que luego aseguró eran falsos cuchillos de utillaje). Las alarmas mediáticas volvieron a sonar estridentes. No les gusta que una mujer madura y seria haga esas cosas. Bueno, ¡es Britney, bitches!

A todas luces, este debería ser un buen momento para Britney: sus memorias, publicadas el último octubre, ya llevan tres millones de ejemplares vendidos en todo el mundo y los medios han tratado de reparar las continuas mofas contra su figura al subrayar lo injusto de su ordalía dentro del clan Spears. Ella demuestra estar en muy buena forma a sus 42 años y podría contar con cualquier medio deseado si se planteara volver a conquistar el mercado del pop. Sin embargo, su recién estrenado marido Sam Asghari, al que tanto adoraba en sus publicaciones instagrameras, le ha durado 14 meses. Y mientras la prensa afirma que está preparando un nuevo disco, ella asegura que no tiene intención de regresar a la industria musical. ¡Y ahora declara que lleva dos años componiendo anónimamente para otras estrellas pop!

En cualquier caso, quienes la seguimos, apreciamos y queremos nos gustaría que Britney fuera feliz (se ha ganado esa felicidad a pulso), aunque no regrese nunca a un estudio de grabación. Sólo rogamos que no sea la Elvis ni la Marilyn de nuestro siglo.

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