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Leonardo Valencia y la búsqueda de la gran novela ecuatoriana

El escritor de Quito dibuja en ‘La escalera de Bramante’ un tríptico monumental que habla de arte, amistad y desarraigo

Leonardo Valencia y la búsqueda de la gran novela ecuatoriana

El escritor Leonardo Valencia. | Albarrán Cabrera (La huerta grande)

¿Qué hace que una novela adquiera el calificativo de grande? Algunos podrían decir, vistos clásicos como El Quijote o Crimen y Castigo, que su longitud, pero muchas de las referencias de la literatura universal como La metamorfosis o El viejo y el mar a duras penas alcanzan las 200 páginas. Otros sugerirán que su ambición, su capacidad para entretejer diferentes estilos, personajes y puntos de vista, como se hace en Cien años de soledad o Los miserables, pero joyas como El extranjero son capaces de cristalizar ideas e intuiciones más complejas que un tratado de filosofía sin salirse nunca de la piel de un único protagonista. Y unos últimos apuntarían al estilo, a esa capacidad para desvelar mediante diferentes técnicas de escritura y una gran imaginación códigos que parecían estar ocultos en la palabra escrita, como demuestran Rayuela o Conversación en la catedral. Pero, en realidad, lo que definimos como gran novela es una suma o multiplicación de cualquiera de estas partes en la que lo importante no es la presencia de los distintos factores, sino la singularidad del resultado final: que el libro que tenemos en nuestras manos sea tan único que cree un universo propio; que atraiga nuestra curiosidad hasta el punto de dificultar la vuelta a la realidad cuando no queda más remedio que usar el marcapáginas y posarlo en la mesa.

Eso es precisamente lo que logra el ecuatoriano Leonardo Valencia en su última novela, La escalera de Bramante, que publica en España la editorial La huerta grande. Un libro largo, ambicioso y con un estilo único que, sin embargo, tiene como principal cualidad esa capacidad de sumergir al lector en sus páginas como quien se zambulle en un lago donde no se ve el fondo. Y es que Valencia parece conocer todas las posibilidades que ofrece la novela, alterando entre diferentes formas de escritura y estructura, pasando del diálogo a la abstracción, del ensayo al thriller o de la novela semi-histórica al estudio de personajes en una obra que transita entre lo experimental y lo clásico con una facilidad pasmosa y que encandila fácilmente al lector que supere el pánico de las primeras páginas y se pierda en todo lo que tiene que ofrecer.

Pero, ¿de qué va exactamente La escalera de Bramante? Con la pintura y el arte como ejes centrales, la novela gira en torno a tres historias principales. Por un lado, tenemos a Landor, un anciano pintor alemán obsesivo y cosmopolita que sufrió en su infancia las consecuencias de la derrota alemana en la II Guerra Mundial y que en sus últimos años se refugia en la Costa Brava, donde intentará acabar algunos de los cuadros que marcaron su vida. Por otro, tenemos a Álvaro, otro pintor pero esta vez joven que se obsesiona con la monocromía mientras vive una vida nómada pero siempre influenciada por sus orígenes ecuatorianos y su conexión con su único gran amigo de infancia, Raúl, un escultor al que las adicciones y en general las vicisitudes de la vida han acabado por destruir. Y por último, está Laura, que escapa de su familia para acabar sufriendo una vida de paranoia y violencia en la frontera de Ecuador con Colombia. 

Aunque todas las historias se tocan tangencialmente —la obsesión con el color rojo de Álvaro tiene su origen en una charla universitaria que recibe de Landor cuando es joven— no llegan nunca a unirse en un apoteósico final al estilo de Victor Hugo. Algo que, en el fondo, no importa, porque el objetivo de Valencia parece ser otro: utilizar diferentes lenguajes y voces narrativas para reflexionar sobre las artes y sus creadores, además de incidir en otros temas de gran calado filosófico y literario como las consecuencias del paso del tiempo, la importancia de la amistad y la familia o incluso el desarraigo de las personas condenadas a vivir como nómadas modernos. Cada lector puede, por tanto, extraer de La escalera de Bramante una idea o interpretación distinta, dependiendo del arco narrativo que le impresione más o el personaje con el que se sienta más identificado. 

Valencia parece buscar esta multiplicidad de puntos de vista e interpretaciones de forma consciente, como retando al público a seguir un mapa invisible. «Me gusta la idea de líneas paralelas que no se tocan, pero que conviven, y que esa contigüidad genera un tercer imaginario, o plano, el que hace el lector por esta conjunción. Que no se llegan a tocar, que no se explicitan», explicaba el autor en una entrevista reciente con WMagazín. «Mi novela me pedía un diálogo. Una novela que tratara de abrazar mundos, y en eso me interesaba mucho que la escritura tocara distintos tonos. Como la gente ve que es una novela grande dicen que es una novela total, y siempre digo: No, es una novela tonal. Quiero que se escuchen distintas voces», puntualiza. 

Para ello, en La escalera de Bramante no solo se vale de distintos personajes y estilos, sino también de diferentes escenarios, cuya detallada representación permite a la novela transportar al lector a diferentes lugares y momentos del siglo XX. En este sentido, las puntillosas descripciones de Quito, ciudad de origen del autor, ayuda al lector no solo a ver las empinadas calles de la capital ecuatoriana como si estuviera allí, sino incluso a sentir y oler el ajetreo de sus calles o el color de su cocina. 

Portada del libro. | La huerta grande
Portada del libro. | La huerta grande

Una novela cosmopolita

En cualquier caso, la lectura de La escalera de Bramante regala un sinfín de referencias en las que lo real se mezcla con lo inventado, contribuyendo a crear ese mundo propio que tanto enriquece la novela. Por un lado, están las geográficas, que se nutren de la vida nómada del propio Valencia, que antes de volver a Quito pasó por lugares tan diferentes como Lima o Barcelona. Pero, por otro, están sobre todo las referencias artísticas, arquitectónicas, literarias o musicales, que no solo revelan la cultura casi enciclopédica del autor, sino que principalmente ayudan a dotar el mundo inventado de la novela de un realismo que ayuda a anclar sus narrativas y personajes más allá de la ficción. 

También hay una preocupación por el tema de la violencia, algo a lo que parecen aludir todas las grandes novelas latinoamericanas del último siglo y que entronca con la convulsa historia del continente en las últimas décadas. Aunque no toca el tema de manera explícita, los personajes de Valencia parecen estar en todo momento rodeados por las consecuencias de la violencia, lo que en cierta medida fuerza la migración, la huida en búsqueda de lugares mejores, y por tanto ese desarraigo que en ocasiones se sitúa como el punto central del libro. 

«El día de mañana, cuando un migrante ecuatoriano esté caminando por Nueva York o por Madrid o por Berlín, y vaya en silencio y tranquilo, detrás de su historia lo que hay es esa violencia. Esa violencia que le ha empujado a tratar de buscar un escenario de más tranquilidad. Lo cual, también, es una paradoja, porque ya no existe ninguna arcadia posible. La migración es la gran consecuencia de esta violencia, más allá de muertos y heridos» explica el propio Valencia en la entrevista ya citada, donde vincula esa problemática con la situación actual de su país. «Ecuador ha llegado a ese punto en el que estaba viviendo una especie de simulacro de paz, mientras debajo estaba preparándose un caldo de cultivo muy agresivo. Creo que vamos a tener episodios mayores y en diferentes registros. Ahora es por narcotráfico, antes por alzamiento indígena», anticipa. Mientras tanto, quien quiera acercarse al «problema ecuatoriano» desde la tangente literaria, tiene en La escalera de Bramante un excelente punto de partida. 

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