Jane Goodall, embajadora en el reino de los simios
El libro ‘A través de una ventana’ (Alianza Editorial) resume la fascinante trayectoria de esta popular investigadora
El futuro ya está aquí, y sin embargo, la naturaleza nos recuerda que hace millones de años que la vida prolifera sobre la corteza terrestre. En este sentido, el ser humano tiene una forma muy sencilla e intuitiva de entender de dónde proviene su linaje: observando a sus parientes más cercanos. Sobre todo, los chimpancés, unas criaturas de comportamiento complejo, cuyos recursos y modales nos sirven para entrever cómo fueron los primeros homínidos en la noche de los tiempos. Una de las científicas que mejor los conoce, Jane Goodall, regresa a las librerías españolas con un ensayo muy sugestivo, A través de una ventana, publicado originalmente en 1989.
A lo largo de sus páginas, la autora nos introduce en la vida íntima de los chimpancés y resume tres décadas de trabajo en la jungla, en compañía de estos seres insólitos que extienden sus dominios en el Parque Nacional de Gombe Stream, en Tanzania.
«Me sorprende ‒escribe Goodall en A través de una ventana‒ cómo la ciencia ha ido paulatinamente comprendiendo y aceptando cada vez más el parecido entre los chimpancés y los humanos, no sólo en su biología, sino también en sus comportamientos e inteligencia. Ahora sabemos que el ADN de los humanos y de los chimpancés difiere sólo en algo más del uno por ciento, y a partir de las investigaciones de los últimos años, al desentrañar primero el genoma humano y luego el de los chimpancés, parece que la principal diferencia en nuestra composición genética radica en la expresión de los genes».
«Cuando comencé mis observaciones en 1960 ‒añade‒ se utilizaba a los chimpancés en las investigaciones médicas debido a sus similitudes genéticas, la composición de la sangre, el funcionamiento del sistema inmunitario y la estructura del cerebro, y era aceptable colocarlos en situaciones de aislamiento, en jaulas de laboratorio de 1,5 × 1,5 metros y 2 metros de altura, porque ellos (eso decían), al contrario de nosotros, no tienen personalidades reconocibles, mentes capaces de pensamiento racional o emociones. Sin embargo, poco a poco se fueron acumulando datos de diversos estudios sobre primates, elefantes, lobos, delfines, etc., que llevaron a la mayoría de los científicos a replantearse sus actitudes respecto a las criaturas no humanas. Resultaba cada vez más claro que las explicaciones reduccionistas no servían para entender las complejas conductas de especies con cerebros complejos. Por esto, actualmente se puede estudiar en distintas universidades de todo el mundo la mente e incluso la personalidad y las emociones de otros animales que no son humanos».
En busca de nuestros parientes más cercanos
Hasta mediados del siglo XX, los chimpancés eran considerados unos seres graciosos y grotescos. Algo así como caricaturas del ser humano, útiles para ejecutar acrobacias en los circos, atraer la atención en los zoológicos, o llegado el caso, interpretar papeles cómicos en el cine. Su exuberante gestualidad ‒tantas veces malinterpretada por el público‒ era un recurso muy llamativo en espectáculos de todo tipo, donde ejercían, a la fuerza, el rol de payasos del mundo animal.
En los años cincuenta, el arqueólogo y paleontólogo keniano Louis Leakey tuvo la intuición de que el estudio de los grandes simios era oportuno, y acaso indispensable, para comprender la evolución de los primeros homínidos.
Liderando un plan de investigación revolucionario, Leakey encomendó esa tarea a tres mujeres. Dian Fossey viajó a las montañas Virunga ‒una cordillera volcánica que atraviesa Ruanda, la República Democrática del Congo y Uganda‒ para convivir con los gorilas. Biruté Galdikas se trasladó a la jungla de Borneo, en Indonesia, con el fin de analizar el comportamiento de los orangutanes.
¿Y quién se ocupó de los chimpancés? Para esa misión, Leakey eligió a una joven británica, Jane Goodall (1934), fascinada por la naturaleza africana.
Fotogenia y popularidad
Tras una primera etapa en Tanzania, Goodall regresó a Londres, donde estudió primatología junto a dos autoridades en la materia: Osman Hill y John Napier. Gracias a esta base teórica, pudo regresar a África con un criterio mucho más firme como investigadora.
No obstante, los reportajes que le dedicó National Geographic revelaron otra faceta inesperada. Al interactuar con los chimpancés, Goodall fascinaba al público de la época como si fuera una actriz o una modelo.
Esa naturalidad frente a la cámara y sus modales refinados, casi aristocráticos, apasionaron a una audiencia a la que no se le escapaba otro detalle: en 1964 Goodall se convirtió en baronesa tras casarse con un noble holandés, el fotógrafo y naturalista Hugo van Lawick, responsable del film que apuntaló su celebridad, Miss Goodall and the Wild Chimpanzees (1962).
Este impacto popular, muy útil a la hora de recaudar fondos, no debe ocultar su incansable trabajo intelectual.
Para empezar, Goodall se doctoró en etología en Cambridge. Esa rama de la biología y de la psicología experimental, popularizada por el etólogo Konrad Lorenz, era primordial para su trabajo de campo. En paralelo, también recurrió a otra especialidad académica de nombre similar a la etología: la ecología, consagrada al estudio de los ecosistemas.
El discreto pueblo de la jungla
La base de operaciones de Jane Goodall siempre ha sido el Parque Nacional del Gombe Stream, en Tanzania, donde, a lo largo de más de medio siglo, ha analizado la vida cotidiana de los chimpancés. Las conclusiones de esa labor cambiaron nuestra perspectiva de los grandes simios.
Como intuyó Leakey, los chimpancés se comportan de una manera que evoca a nuestros antepasados. Goodall comprobó que estos animales emprenden guerras tribales, manejan herramientas con sorprendente precisión y desarrollan interacciones sociales muy complejas.
Todo ello figura en el libro donde ella resumió estas investigaciones, En la senda del hombre (1971), un clásico de la literatura científica, traducido a 48 idiomas.
Estos hallazgos también fueron avalados por otros estudios pioneros, como el llevado a término por un investigador admirable, el español Jordi Sabater Pi, encargado de llevar al gorila blanco Copito de Nieve al Zoo de Barcelona. Precisamente, fue Sabater Pi quien descubrió en 1966 cómo usaban herramientas los chimpancés de las montañas de Okorobikó, en Guinea Ecuatorial.
No cabe duda de que la primatología ha adquirido relevancia científica gracias a la popularidad de Goodall. Felizmente, su labor en la jungla ha sido una continua fuente de inspiración para varias generaciones de biólogos.
Por desgracia, como ella misma advierte, los ecosistemas africanos siguen bajo amenaza: «Desde que empecé a viajar por África y a hablar sobre las amenazas de los chimpancés ‒explicaba en 2015‒, la situación ha empeorado mucho. La tala ilegal ha crecido, se han destruido miles y miles de hectáreas de bosque, se sigue cazando para el comercio ilegal de animales, y las enfermedades transportadas por los humanos siguen siendo dañinas en las poblaciones salvajes».
Frente a estas desgracias, convendría recuperar aquella idea optimista que expresaba Azorín en Clásicos y modernos (1913): la sensibilidad humana progresa a medida que se va haciendo menos cruel y más benévola, más comprensiva y menos violenta. «Un poco más de sensibilidad ‒escribe Azorín‒; eso es el progreso humano. Es decir, un poco más de inteligencia».