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'El Hombre y la Tierra', la utopía televisiva de Félix Rodríguez de la Fuente

Hace 50 años, en 1973, comenzaba el rodaje de esta serie, un título fundamental en la historia de la televisión española

‘El Hombre y la Tierra’, la utopía televisiva de Félix Rodríguez de la Fuente

Félix Rodriguez de la Fuente posa en un estudio de grabación. | Europa Press

Raramente en la obra de un divulgador un solo título ha significado tanto. Emitida desde el 4 de marzo de 1974 hasta el 20 de junio de 1981, El Hombre y la Tierra no solo fue una serie excepcional ‒recordemos que fue elegida en 2000 por la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión de España como la mejor producción de la historia de RTVE‒; también fue un espacio de una popularidad arrolladora, seguido por millones de espectadores en decenas de países.

Sin distinción de edades o ideologías, El Hombre y la Tierra unió a los españoles frente al televisor, les mostró la importancia de nuestro patrimonio natural y consiguió ponerles de acuerdo a la hora de protegerlo. Como dice su hija Odile Rodríguez de la Fuente en el libro Félix, un hombre en la tierra (2020), «nos convocó durante años, alrededor del fuego figurativo de la televisión o de la radio, al compás de los tambores que identificaban la música de inicio de todas sus series, para recibir su mensaje. Un mensaje que brotaba espontáneo, embebido de un entusiasmo contagioso, fruto de su curiosidad, experiencias y viajes a los confines del mundo. Su mensaje buscaba reconectarnos con la Tierra, con nuestros orígenes, con nuestra verdadera esencia. Concentraba nuestra atención ‒hoy en día tan disminuida por el bombardeo continuo de contenidos triviales‒ para formarnos y hacernos mejores».

Los 124 episodios de El Hombre y la Tierra acabaron formando tres bloques temáticos. La serie venezolana, cuyos preparativos de rodaje se hicieron a comienzos de 1973, la serie dedicada a la Fauna ibérica y la serie canadiense. Filmar los primeros episodios en Venezuela supuso una aventura. «El operativo era tremendo ‒escribe Benigno Varillas en Félix Rodríguez de la Fuente. Su vida, mensaje de futuro (2010)‒ y no las tenía todas consigo. Necesitaba reforzar la expedición con alguien experimentado en viajar por zonas remotas. Fue entonces cuando llamó a su amigo y compañero en la directiva de Adena, Jorge de Pallejá, famoso por sus intrépidos viajes en moto a través del Sáhara y sus safaris cinegéticos por medio mundo».

Quizá fue al darse cuenta de la dimensión épica de aquel proyecto ‒un vuelco en el mundo audiovisual español‒ cuando Félix entendió que requería de movimientos tácticos tanto en los despachos televisivos como en el ámbito político. Tres rasgos de la personalidad de Rodríguez de la fuente quedan de manifiesto en el estilo narrativo de la serie: la euforia, los golpes de audacia y la capacidad de asombro.

Se le criticó que dramatizara algunos pasajes en escenarios preparados, desconociendo, quizá, que esa ha sido una práctica habitual entre los documentalistas de medio mundo. Para conseguir ese efecto narrativo, no reparó en medios. Como señala Varillas en su libro, «pidió, tanto en los rodajes de Venezuela, como después en España, llevar en su equipo a los mejores profesionales, recursos para construir platós y rodar al natural en el campo; medios para capturar animales o trasladar a otros ya cautivos desde zoos, y mantenerlos en semilibertad  para filmar primeros planos con detalle»… «Convenció al Instituto para la Conservación de la Naturaleza del Ministerio de Agricultura (Icona), para que asumiera los gastos de arrendar dos kilómetros de las hoces del río Dulce, en Guadalajara, a los vecinos y al Ayuntamiento de Pelegrina».

Félix Rodríguez de la Fuente en 1955, en una exhibición de cetrería en el hipódromo de Lasarte. | Wikimedia Commons

Pasión por la vida salvaje

Es en los documentales de Rodríguez de la Fuente (Poza de la Sal, 1928 – Shaktoolik, Alaska, 1980) donde mejor se retrata el vínculo que nos une a la vida salvaje. Sin embargo, la importancia de El Hombre y la Tierra va más allá del mérito audiovisual, y solo cabe explicarla si tenemos en cuenta cómo cambió la mentalidad de los españoles. Hoy España es el país con más biodiversidad de toda la Unión Europea, y eso, en parte, se debe al esfuerzo de personalidades como Félix, sin duda uno de los divulgadores más queridos y respetados de su época.

Nacido en un pueblo de Burgos, heredó de sus padres el amor por los libros, una afición que complementó con un creciente amor por la naturaleza. «Nunca podré olvidar ‒escribe en las primeras páginas de Animales salvajes de África Oriental (1976)‒ los interminables días de la primavera de mi infancia. Tendido sobre un verde prado con los ojos clavados en las altas y redondas órbitas de los buitres, escuchaba serenamente el canto del mirlo, dulce y suculento como una fruta madura. Desde los álamos de plata se mezclaba con él la líquida flauta de la oropéndola. Y de las altas peñas bajaba el grito de guerra del cernícalo cuando cruzaba frente a su nido el pavonado cuervo carnicero. Y gravitando en mi imaginación, sacudiéndome emocionadamente el corazón, estaban los relatos de los pastores con sus eternos y míticos lobos».

En esa etapa se forjó el carácter de Félix: un hombre culto, con una prodigiosa capacidad para narrar historias, fascinado por la vida y buen conocedor de las criaturas que nos acompañan en este viaje cósmico. Licenciado en Medicina por la Universidad de Valladolid y graduado en estomatología en Madrid, empleó los conocimientos científicos que adquirió como estudiante para volcarse en su verdadera pasión: la biología. En este sentido, fue muy importante el influjo que tuvo sobre Félíx un biólogo excepcional, José Antonio Valverde.

En 1954 participó en la fundación de la Sociedad Española de Ornitología, y con paso decidido, se convirtió en un cetrero experto. «La práctica ininterrumpida de la caza con aves nobles ‒escribe en El arte de cetrería (1965)‒, la lectura de casi todos los libros antiguos o modernos que se han escrito en el mundo, los viajes hasta los países donde la cetrería se practica con más pureza, y sobre todo, mi gran amor a las aves de presa, me confieren la necesaria audacia para tocar un tema de tan vieja raigambre y alcurnia literaria».

Esta recuperación de la cetrería tuvo distintas consecuencias. Por ejemplo, gracias a Rodríguez de la Fuente, en 1968 empezaron a emplearse halcones para prevenir accidentes en nuestros aeropuertos. Y lo más importante, en 1966 se promulgó la ley que protegía a todas las aves rapaces, nocturnas y diurnas. Como testigo directo y promotor de esos cambios, Félix fue invitado a diversos programas de Televisión Española, y en ellos sorprendió por dos virtudes difíciles de hallar juntas: su magnetismo personal y una oratoria admirable, digna de un gran escritor.

Jesús Mosterín, Hugo van Lawick y Félix Rodríguez de la Fuente (a la derecha) en África (1969). | Alfonso Gutiérrez, Wikimedia Commons

Más allá de sus éxitos televisivos, Rodríguez de la Fuente inspiró a toda una generación de biólogos y naturalistas gracias a su Enciclopedia Salvat de la Fauna (1970-1973). Sin su incansable labor en la radio, la pequeña pantalla y la prensa, el conservacionismo no hubiera adquirido la fuerza que tuvo entre nosotros en los años setenta. «Me atrevería a explicar las causas profundas de mis campañas proteccionistas ‒dijo por aquel entonces‒ como una mezcla de admiración hacia las criaturas libres y salvajes, de espíritu crítico ante cualquier punto de vista de la sociedad en que me ha tocado vivir y de una auténtica necesidad vital de entregar mi esfuerzo, sin restricciones, a cualquier acción que, pareciéndome justa, me exija un enfrentamiento contra lo que considero fruto de la rutina, la falta de información cultural y la actitud arcaica».

Por desgracia, esa labor se truncó demasiado pronto. La avioneta desde donde, acompañado por Teodoro Roa y Alberto Mariano Huéscar, filmaba la carrera de trineos de Iditarod, en Alaska, tuvo un fatal accidente en Shaktoolik, una población inuit. Las últimas palabras de Félix tienen algo de premonición y casi pueden leerse como un epitafio. «Alaska es un hermoso lugar para morir», dijo antes de emprender su último vuelo.

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