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¿Qué piensan los animales? Un filósofo entre abejas, babuinos y chimpancés

Ángel García Rodríguez analiza en ‘El pensamiento de los animales’ (Cátedra) si otras especies, más allá del puro instinto, piensan de forma compleja

¿Qué piensan los animales? Un filósofo entre abejas, babuinos y chimpancés

Gorila. | Wikimedia Commons

«Reflejos e instintos son como piezas de repertorio que trae inscritas en su organismo el animal cuando comienza a vivir. Ahora bien: la reacción inteligente será aquella que el animal improvise en vista de una situación nueva».

Lo que acaban de leer es un fragmento de «La inteligencia de los chimpancés», un artículo que Ortega y Gasset escribió en 1927 tras conocer los ingeniosos experimentos de Wolfgang Köhler en la Estación de Antropoides de Tenerife. Aquel fue el primer centro de estudio de primates del mundo y el texto de Ortega, incluido en el tomo IV de las Obras completas que editó Taurus en 2005, nos sirve hoy para recordar que la filosofía tiene mucho que decir sobre la mente animal.

Vuelan, saltan, nadan, reptan…, pero ¿cómo piensan los animales? Este asunto, el de las facultades cognitivas, es decisivo en la ciencia que estudia el comportamiento de la fauna: la etología. Aunque su nombre sea muy similar, no debemos confundir a los etólogos con los ecólogos (esto es, los biólogos que se ocupan de las relaciones de los seres vivos entre sí y con el entorno). El caso es que los etólogos nos hablan de cuestiones tan sugerentes como el significado del canto de las ballenas, la danza de las abejas o el uso de herramientas por parte de los chimpancés. ¿En qué medida todo ello implica que los animales son criaturas conscientes? ¿Acaso su carencia de un lenguaje complejo, con reglas semánticas, supone que no tienen eso que llamamos conocimiento? ¿O quizá deberíamos dejar de lado esto último si queremos tener éxito a la hora de comprender cómo funciona su mente?

A esta discusión abierta se incorporaron, hace siglos, los filósofos. Centrando los términos actuales del debate, Ángel García Rodríguez, profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de Murcia, ha escrito un profundo y novedoso ensayo, El pensamiento de los animales, en el que aborda la posibilidad de que los no humanos desarrollen actividades cognitivas superiores.

Planteo al autor el reto que supone examinar esta materia en un contexto que humaniza las capacidades sensitivas o afectivas de los animales. Me parece difícil asomarse a la mirada de estas criaturas sin distorsionar ‒es un decir‒ su repertorio de conductas. «Cuando hablas de distorsiones», responde, «supongo que estás pensando en que sería una falta de cariño hacia nuestras mascotas decir que no son inteligentes, y que es más fácil cuestionar la inteligencia de animales que nos resultan desagradables, o por los que no tenemos un cariño especial. Por supuesto, es así».

La densidad del libro obliga al lector a hacer sus deberes. Sin embargo, como sucede en los buenos ensayos filosóficos, su lectura nos conduce a un nuevo nivel de la realidad. García Rodríguez explica a THE OBJECTIVE por qué la consciencia animal es tan difícil de interpretar: «Desde el punto de vista de la etología cognitiva y de la filosofía contemporánea, el principal obstáculo para atribuir estados conscientes a los animales es justamente la noción de consciencia que se maneja. No es una propiedad directamente accesible mediante la percepción y, por lo tanto, son razonables las dudas acerca de si los animales son conscientes. Según se piensa, podemos tener acceso perceptivo directo a la conducta animal, y con la ayuda de instrumental científico y técnicas adecuadas, podemos acceder a lo que sucede en su cerebro. En general, eventos neurológicos. Pero la consciencia como tal se nos escapa. Por consciencia me refiero a lo doloroso del dolor, o a lo placentero del placer. Es decir, la sensación como tal. Esto, se piensa, solo lo puede conocer uno mismo, en su fuero interno y privado. Algo parecido sucede con nuestros congéneres humanos, con la diferencia de que podemos ponernos empáticamente en su lugar».

En opinión de García Rodríguez, la filosofía tiene un papel decisivo a la hora de esclarecer este misterio: «Si mi diagnóstico es correcto, lo más importante para superar ese obstáculo no es la realización de más investigación empírica, en el laboratorio o fuera de él, sino encauzarla con una mejor comprensión de nuestro concepto de sensación (lo doloroso del dolor, etc.), y eso es típicamente la tarea de la filosofía«.

Portada del libro.

El filósofo nos recuerda otro factor que los demás habríamos pasado por alto: «Se puede fingir dolor sin tenerlo, o hacer como si no se sufriera por un dolor que se tiene. Y lo mismo sucede con otros estados conscientes. Esto sugiere que hay una brecha entre lo que se percibe directamente (típicamente, el comportamiento de los animales) y la sensación consciente como tal. Pero si hubiera tal brecha, ¿cómo aprendemos a hablar del dolor? ¿Cómo adquiriríamos el concepto para hablar de algo tan familiar? Cualquier respuesta que se nos ocurra, y sea compatible con la brecha anterior, es menos plausible que el modelo defendido en el libro: que la sensación (lo doloroso del dolor, etc.) es un aspecto gestáltico del comportamiento en un contexto».

Pero entonces, ¿qué sucede con lo que parece ser un lenguaje? De hecho, ciertas especies llegan a interaccionar con nosotros. Menciono a García Rodríguez esos experimentos encaminados a valorar la competencia lingüística de determinadas criaturas. «Te refieres a experimentos en los que se ha enseñado un lenguaje de signos o uno basado en pictogramas a algunos individuos de distintas especies de primates superiores, y a otros experimentos con loros. Los resultados serían evidencia de competencia lingüística, aunque limitada, en algunos animales». Y añade: «Es importante distinguir entre la competencia lingüística y el uso de sonidos y otros signos para todo tipo de fines comunicativos. Los niños muy pequeños, por ejemplo, emiten sonidos, pero eso no se considera un lenguaje. Como mucho, sería un lenguaje incipiente».

La película ‘Proyecto Nim’ (2011), de James Marsh, recuerda un discutido experimento llevado a cabo en los años setenta por el psicólogo H. S. Terrace en la Universidad de Columbia. El sujeto de estudio fue Nim Chimpsky, un chimpancé criado por humanos al que se le enseñó la lengua de signos. | Red Box Films, Passion Pictures, BBC Films

La duda persiste: ¿en qué medida esos gorilas y chimpancés que aprenden el lenguaje de signos piensan de una manera cercana a la nuestra? Por atractivo que parezca, puede que este no sea el único camino para acceder a la mente animal. «Depende de si se considera que la competencia lingüística es necesaria para el pensamiento o no», explica García Rodríguez. «Si es necesaria y la aceptamos como suficiente, entonces la evidencia anterior demostraría que algunos animales piensan; mientras que no podríamos decir lo mismo de aquellos animales ‒individuos o especies‒ que no muestran una competencia lingüística parecida. Digo ‘si la aceptamos como suficiente’ porque podría decirse que su complejidad sintáctica es demasiado limitada, por estar restringida a un número limitado de campos de aplicación; o también cabría decir que hay cierta complejidad sintáctica, pero no convencionalidad en los signos empleados. Si la competencia lingüística no se considera necesaria para el pensamiento (lo cual no implica negar que sea un indicio habitual suyo), entonces no habría razón para negar el pensamiento a los animales que carecen de la competencia lingüística. En este sentido, hay estudiosos que defienden la atribución de pensamiento a abejas y babuinos sobre la base de una evidencia no lingüística. En el caso de las abejas, por el carácter recombinable de su comportamiento, no lingüístico, tanto al orientarse en el espacio como al comunicar información sobre la distancia y orientación de la fuente de alimento a otros miembros de la colmena. Me refiero a su famosa danza. En el caso de los babuinos, por el carácter recombinable de su comportamiento social, pues los miembros y las familias del grupo mejoran o empeoran su estatus según se ganen o pierdan batallas internas al propio grupo».

Una vez más, Ángel García Rodríguez nos invita a leer dos veces entre líneas: «Una posibilidad para evitar atascarnos en esta discusión es decir que algunos miembros de algunas especies poseen un lenguaje simple. Es decir, uno que se parece más o menos, según los casos, al lenguaje prototípico humano. Esto, junto con la idea de que se puede manifestar el pensamiento de manera no lingüística (por ejemplo, gestos afirmativos con la cabeza para expresar una opinión o un deseo), implica que la competencia lingüística no es la única habilidad que se ha de estudiar para comprender el pensamiento de los animales. Es decir, si piensan y, en caso afirmativo, qué piensan».

Quizá, algún día, lleguemos a una respuesta definitiva. Mientras tanto, el diálogo entre científicos y filósofos seguirá su curso.

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