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Assange y Navalni, periodistas poco «corrientes»

«Estamos ante un periodismo de investigación y denuncia, puro y duro»

Assange y Navalni, periodistas poco «corrientes»

Un memorial improvisado por ciudadanos rusos por la muerte de Alexéi Navalni, en La Rambla, a 18 de febrero de 2024, en Barcelona, Catalunya (España). | Lorena Sopêna, Europa Press

Sostiene la fiscalía norteamericana que no se puede considerar a Julian Assange, fundador de Wikileaks,  un «periodista corriente». Ignoramos qué entiende la fiscalía por periodista corriente. Más en estos tiempos en que el periodismo no se ciñe a los medios tradicionales. Lo mismo se podría decir de Alexei Navalni, informador devenido en activista, asesinado cuando estaba prisionero de las autoridades rusas. 

La relación entre ambos casos es evidente. La propia esposa de Assange, Stella Morris, aseguró a la prensa británica que su marido se encontraba «muy mal de salud» y que su vida correría peligro si es extraditado e ingresado en una prisión norteamericana. «Ya no es posible salvar a Alexei Navalni  -advirtió en una entrevista en The Evening Standard-, pero no es demasiado tarde para Julian«.

La presunta gravedad de los delitos de ambos, manteniendo las distancias que haya que mantener, que sin duda las hay, es haber difundido información incómoda para el poder. En un caso para el Kremlin y en el otro para el Pentágono y el Departamento de Estado. Tanto la información publicada por uno como por otro ha resultado veraz. Estamos ante un periodismo de investigación y denuncia, puro y duro. De haber cometido algún delito, estaría amparado por la preponderancia del derecho a la libertad de expresión, y de ninguna manera  merecería ni la cárcel de por vida ni, mucho menos, la muerte.

Al ruso le ha costado la vida, tras cumplir dos de los 19 años de cárcel a los que había sido  condenado. Eso tras un intento de envenenamiento que a punto estuvo de costarle la vida en 2022. Ya lo dijo Putin entonces, tras esa primera intentona: “si hubiéramos sido nosotros, no estaría vivo”. Esta vez está muerto, luego habrán sido ellos.

Assange espera la decisión sobre su extradición en una cárcel de Londres desde hace cinco años, a los que hay que sumar los siete que permaneció refugiado en la embajada de Ecuador.  En caso de ser concedida la extradición se enfrenta a una pena de 175 años de cárcel acusado de 17 delitos de espionaje, muchos de ellos recogidos por legislación prevista para casos de guerra. 

Que Assange es un periodista, aunque sea «poco corriente», nadie lo duda. Se desconoce que trabaje para una potencia enemiga o que tenga otros objetivos que la difusión de información veraz y de interés público. Lo que ha hecho el periodista australiano es fundar Wikileaks, una agencia de información que, aprovechando las nuevas herramientas de internet, consigue y difunde información relevante. En total, durante los últimos años, cientos de miles de documentos, entre ellos algunos que prueban excesos del ejército norteamericano contra la población civil en las guerras de Afganistán e Irak.  Periódicos de todo el mundo publicaron su información ¿Deberían las autoridades de Washington  actuar también contra ellos?

De que Navalni es periodista -«poco corriente», eso sí- tampoco hay duda. La web de la prestigiosa Columbia Journalism Review recogía la pasada semana sobrados argumentos que lo justificaban.  Masha Gessen, del New Yorker, por ejemplo, escribió que, tras haber abrazado una política etnonacionalista, Navalni “encontró su agenda y su voz política en la documentación de la corrupción”. Estableció sus propios medios de investigación en línea, debido a la frustración de que la mayoría de los medios rusos fueron acallados y controlados por Putin. Gracias a su emprendimiento,  surgió «toda una nueva generación de medios de investigación rusos independientes, muchos de los cuales continúan trabajando en el exilio». 

Para Anne Applebaum, prestigiosa periodista de The Atlantic, el «don extraordinario» de Navalni era  que «podía tomar los datos asépticos de la corrupción  (las cifras y estadísticas en las que normalmente se atascan incluso a los mejores periodistas económicos) y hacerlos digeribles para el gran público. En parte -concluye la escritora norteamericana-, Putin lo mató por su capacidad de llegar a la gente con la verdad y por su talento para romper la niebla de la propaganda que ahora ciega a sus compatriotas, y también a algunos de los nuestros».

Ambos resultan incómodos  -Navalni lo seguirá siendo después de muerto, porque Putin lo  ha convertido en un mártir- para los mandatarios porque, según éstos, ponen en peligro la seguridad nacional. Es decir, dan a conocer las prácticas abusivas de sus estados, que son secretas precisamente porque no se realizan al margen de la ley. Las maquinarias de los estados, en vez de perseguir a los informadores, lo que debieran hacer es poner más cuidado es no recurrir a procedimientos ilícitos y en poner a resguardo esa información tan sensible, que si la puede conseguir un periodista, más fácilmente la podrá conseguir un espía enemigo.

Nadie es quien, salvo lectores y espectadores, para  repartir títulos de periodista, y menos aún Putin o la fiscalía de los EE.UU. Solo las dictaduras se arrogan la competencia de establecer un registro de periodistas o conceder carnets de prensa. Los periodistas españoles  de cierta edad hablamos por experiencia propia. Assange y Navalni se han ganado a pulso que los consideramos periodistas. Vale, «poco corrientes», pero sólo por el hecho de que hayan conseguido utilizar al servicio de la información las nuevas tecnologías, y porque hayan llevado la libertad de expresión hasta sus máximas consecuencias ya se han hecho acreedores del título. Si la misión de la prensa es contar lo que el poder no quiere que se conozca, eso es exactamente lo que han hecho Navalni y Assange.

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