G.K. Chesterton y la mística del hombre corriente
Mercedes Martínez Arranz publica un ensayo sobre el escritor británico, señor de la paradoja y del catolicismo inteligente
A la obra literaria de G.K.Chesterton, señor del arte de la paradoja y luminaria del catolicismo inteligente, puede asignársele la hermosa frase que Novalis escribió en su novela Enrique de Ofterdingen: «¿A dónde vamos? A casa, siempre a casa». Al margen de su colosal ingenio, de su envidiable sentido del humor –epítome de la fina ironía british– y de sus altas dotes como polemista y espadachín de las ideas, cualidades más que demostradas en sus libros, sobre todo en los ensayos, que agavillan su infatigable labor como periodista (culto y de culto), en sus escritos siempre se saborea un sustrato nostálgico que tiene que ver con su naturaleza espiritual y con la certeza de que la Modernidad expresaba una aspiración que muy pronto se convirtió en estafa. La filiación con Novalis se extiende a otros ámbitos: desde la noción del tiempo –que no deja de ser la convención de unas pobres criaturas que, hayan nacido en el siglo en el que hayan nacido, siempre están sometidas a la certeza (que es a su vez una incógnita) de la muerte– a la idea de Europa como una obra cultural de la tradición cristiana.
Novalis escribió un ensayo sobre este último asunto –La cristiandad o Europa– cuando la Revolución Francesa y la Ilustración ya habían impuesto su calendario, aunque fuera a costa de devorar las vidas de sus víctimas y cobrarse el cuello tierno de sus primeros verdugos. Ni el desengaño del poeta alemán y ni el escepticismo del periodista británico eran actos gratuitos. Conviene recordarlo: a pesar de derribar al Antiguo Régimen y fundar los valores republicanos, la revuelta francesa terminaría en el absolutismo napoleónico, instaurando una nueva variante de aquello que vino a abolir. Toda revolución conduce a otra aristocracia.
A Chesterton se le suele tener por un pensador de corte conservador, aunque esta etiqueta obvia, al tiempo que desprecia, el hecho de que su predilección por las verdades sencillas del cristianismo o su devoción por la teología medieval nunca partieron de fanatismo alguno. Fueron más bien una consecuencia (en su caso parece que feliz) del uso estricto de la razón. Al escritor inglés, en realidad, debería considerársele como un intelectual novísimo. Sabía que no existe nada puro bajo el sol –nihil novum sub sole, escribió San Jerónimo en su Vulgata– y que aquello que un día parece nuevo sólo lo aparenta debido a que somos nosotros, los hombres del tiempo presente, quienes hemos olvidado las noticias importantes del pretérito.
Sobre su pensamiento acaba de publicar la editorial Renacimiento un interesante estudio de Mercedes Martínez Arranz, profesora de Filosofía, que ha investigado a fondo su obra y postula para el autor de Ortodoxia y Herejes una habitación propia –por decirlo cherchez la femme– entre los grandes filósofos de todos los tiempos. La pretensión se antoja ambiciosa y el trabajo de Martínez Arranz, que vierte en La filosofía de G.K. Chesterton el fruto de una tesis doctoral defendida en las aulas de la Complutense, sin dejar de ser meritorio por su exhaustividad, adolece (como ocurre con muchos trabajos universitarios que no son reescritos por completo a la hora de convertirse en libro) del hieratismo de la prosa académica.
Aun así, su aportación es digna de encomio. No es sencillo navegar por los distintos aspectos del pensamiento profundo de Chesterton o explicar sus votos en la fe distributista, esa tercera vía económica a mitad de camino entre el capitalismo y el comunismo que pudiéramos considerar un claro antecedente del capitalismo popular que tanto practicaron las clases medias norteamericanas en la primera mitad del pasado siglo. La autora no tiene miedo a atravesar ningún jardín: dedica su ensayo, entre otros menesteres, a profundizar en la ética y en la teología del autor inglés, siempre partidario de la defensa del individuo –desdibujado por el juego de pesadillas neotribales que se han instalado en el centro de nuestro presente–, simpatizante declarado de la institución familiar y revindicador de la fiesta de la Navidad.
Festín de ingenio
El creador del Padre Brown nunca pensó obedeciendo compromisos catecumenales. Lo hizo desde la firme convicción de que la mística del hombre corriente está hecha con respuestas contrastadas frente a necesidades y a experiencias tan prosaicas como universales. Digamos que Chesterton se encontró con el cristianismo en mitad de su camino y, tras testar su eficacia, lo adoptó como vía de conocimiento sobre la vida, esa constante sucesión de paradojas. Fue el racionalismo inteligente lo que le llevó a descubrir que sólo con la razón no se desentraña el secretum humano. En el mundo contemporáneo, mayormente desacralizado y donde la muerte se ve como una molestia imperdonable, siendo un hecho tan cotidiano, leer a Chesterton, que supone un auténtico festín de ingenio, puede parecer anacrónico. Sin embargo, es uno de los pensadores que mejor funciona como antídoto ante muchos males de nuestra hora.
Sus libros vacunan contra el exceso de sentimentalismo que rige la vida pública y gobierna la privada y nos recuerdan que, igual que los cristianos primitivos o los ciudadanos de la antigua Atenas, reunidos en el Aerópago, la pertenencia a una comunidad requiere no delegar en otros los propios cometidos. La política es cosa de todos. Hay que juzgar y decidir por uno mismo, sin entronizar a los mesías ni validar intermediarios. Chesterton, más cristiano que vaticano, al margen de que se compartan o no sus ideas, es uno de esos escritores que no adoctrinan y que son capaces de hacerte cambiar de opinión con la asombrosa fuerza de sus argumentos.
Martínez Arranz sostiene que su misticismo fue una consecuencia de su racionalismo, no al contrario. También explica que su concepción del mundo moderno no comienza con el Renacimiento, sino más atrás. Entre los siglos XII y XIII, cuando Francisco de Asís y Tomás de Aquino sustituyen el paganismo por una forma de filosofía donde Dios encarna una forma de inteligencia distinta en la que el hombre, que aunque lo anhele no puede desprenderse de su sed de trascendencia porque se sabe mortal, es un ser con libertad de decisión y autonomía. La antítesis de ese determinismo progresista que, negando el concepto de lo sagrado, instaura el nihilismo que conduce a nuevas formas de servidumbre. Dicho con sus palabras: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada, es que ya se lo creen todo».
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