Luis Landero y la emoción de la escritura
El escritor extremeño publica ‘La última función’, una novela esperanzadora repleta de personajes carismáticos
Pasa con Luis Landero que no importa tanto lo que cuenta —aunque esto suele ser hermoso y revelador— sino el cómo. Una tiene la sensación de que Landero escribe para pegar abrazos. No busca artificios ni mecanos complejísimos en sus tramas: el premio Nacional de las Letras 2022 empieza La última función (Editorial Tusquets) con una suerte de prolepsis («Ernesto Gil Pérez (Tito para más señas) entró en el bar restaurante Pino al anochecer de un domingo de enero, unos dos meses antes de la llegada o, más bien, de la aparición de Paula, y estas dos figuras, y los hechos que ocurrieron en ese tiempo, son la materia principal de esta historia») y, a partir de ahí, despliega su historia, tan sencilla como sólida. Cuenta la emocionante vivencia de un pueblo que reverdece ante un reto: representar la función que en otros tiempos le dio nombre y gloria.
Es su rico vocabulario, es el tejado a dos aguas (la historia de Tito y la de Paula) que construye lenta pero firmemente a lo largo de toda la novela, es la finura psicológica con que trata a la gente lo que engancha del hombre que sólo sueña con seguir viviendo y escribiendo, y con el que nos reunimos a charlar en el salón de su casa madrileña.
«Al principio la novela es un flash, una situación, una anécdota, un personaje», empieza reflexionando. En este caso, eran dos historias las que le rondaban hacía tiempo, y que un día confluyeron en su mente, se frotaron y dieron la chispa de la que nació la obra: «La primera era la de un viejo artista que regresa al pueblo donde, por una razón o por otra, consigue el éxito que no consiguió en las grandes ciudades. Un éxito en pequeña escala, pero muy reconfortante también. Y la otra idea era la de alguien, un hombre o una mujer, que se equivoca de tren en su trayecto habitual. Era un embrión de idea pero, cuando uno lo empieza a trabajar, va tomando forma».
Ese cuerpo lo toman las ideas con mucho trabajo y con otro talento obligatorio para un escritor: «Decía Baroja que la única virtud que debe tener un escritor es la imaginación. Lo demás lo puedes aprender, pero la imaginación no. O la tienes o no la tienes. Lo que sí se puede es entrenar», afirma, y pone el ejemplo de Luis Buñuel, que apartaba media hora cada día para contarse una historia a sí mismo y hacer músculo imaginativo. Landero la lleva alimentando desde los 15 años, cuando empezó a escribir. Y seguro que antes.
Para forjar sus personajes -tan completos porque mueven a la risa, al odio, al miedo y, desde luego, a la identificación-, el escritor toma referentes reales. Tito Gil, el protagonista, tiene trazas de un buen amigo suyo. Y sus capas lo vuelven fascinante: es querido y admirado por todos, pero con aspecto pordiosero. Es afamado, pero no tanto. Tiene hechuras de héroe a ratos, de antihéroe otros: «Sí, porque el Tito real es un poco así, eso es lo que me ofrece él. Luego yo naturalmente lo adorno y lo rehago. Sobre todo tenía muy claro que debía ser un hombre con una cualidad esencial, que es el amor desinteresado al arte, un amor entregado, puro. Él con poco se siente pagado aunque, según van transcurriendo el tiempo, va apareciendo una cierta amargura de no haber conseguido parte de éxito, y el fantasma del fracaso aparece por ahí prefigurado». Sin embargo, añade Landero, Tito no fracasa pues sólo lo hace «quien no lo intenta».
Personajes tomados de la realidad
Su partenaire, Paula, es una mujer que ronda los 40 y que no ha apostado nunca por sí misma: se ha dejado mecer por el rumor de los amores y sólo ha llegado a los puertos que le marcaban sus parejas. Sin embargo, un día se duerme en el tren de regreso a casa y la cabezada la dirige a una vida nueva. De ella se vale el autor para expresar con gran belleza que el amor romántico puede llevarnos a lo más oscuro, pero también a lo más alto. Ser un trampolín hacia nuestra vocación real: «Y lo mejor es cuando te lleva a un lugar elevado y de ahí no te precipitas abajo, sino que lentamente vas bajando y se mantiene», dice, creyendo que esa es la suerte que correrán sus personajes pues ambos «vienen muy escarmentados ya y los dos tienen una edad» en la que es más fácil y natural buscar las aguas mansas.
A los secundarios les da un papel principal, si vale la paradoja. Cuenta que le gusta mucho el cine que trabaja con «secundarios bien caracterizados, que tengan un distintivo», y él hace lo propio en sus novelas. En La última función hay un vecino, por ejemplo, que es la parquedad misma: sólo abre la boca para informar casi administrativamente de lo no dicho. Se llama Fonseca, y todos hemos conocido a alguien como él: «Un escritor no es el que piensa mucho, sino el que observa mucho. Es la cosa instintiva de observar, y el pensamiento viene después. La gente te ofrece mucho material, te lo regala todo. Todas esos personajes que yo invento están tomados de la realidad, no fielmente porque eso es imposible, pero sí te da el motor de arranque».
Pone un ejemplo reciente: «Mira, el otro día en Bilbao cogimos un taxi para ir a la presentación, que nos costó Dios y ayuda pillarlo porque era día de fútbol. Y es gracioso, el taxista estaba echando pestes de cómo estaba el tráfico, de las calles cortadas, la gente con banderas y demás… Era un chaval joven y que hablaba muy bien, y al final sentenció ‘No hay nada como un día normal’. ¡Esto para un cuento, para una novela, incluso para una comedia, es que está la historia ahí, casi te la da hecha!», dice con genuino entusiasmo.
Otra decisión importante en la novela, habida cuenta de que la historia se cuenta en capítulos alternos basados en los dos protagonistas, es el narrador. En este caso un coro de lugareños cuenta las peripecias de uno y de otro, y del pueblo mismo: «Ceder la voz no a una sola persona, porque entonces es un lenguaje muy marcado, sino a un coro, tiene muchas ventajas. Primero tiene la ventaja del lenguaje oral, que parece que lo está contando de viva voz. Yo tengo la oralidad en un altar porque creo que es donde está el genio del idioma, en el lenguaje de la gente. Entonces podía tener ese tono, el tono de un relato folclórico de Las mil y una noches, por ejemplo».
Alburquerque, siempre
Landero continúa su reflexión: «Y esto de los viejos tenía otra ventaja: si me quiero olvidar de algo me olvido, porque son ellos los que olvidan; de algún modo me descarga de responsabilidades. Y luego, por otro lado, también es una suerte de omnisciencia, porque lo que no sabe un viejo, lo sabe el otro».
Le pregunto qué hay de San Albín -el pueblo donde sucede la historia- en Alburquerque, y viceversa: «Pues empezando por el nombre, claro, San Albín es una calle de mi pueblo de toda la vida. Estuve buscando nombres porque no podía ser un pueblo real y tenía que estar cerca de una capital grande, por lo del tren. Yo conozco la sierra de Madrid por la parte de Guadarrama, pero en la otra parte, en la más profunda, no he estado. Pero he mirado en Internet». Y eso, al fin y al cabo, es suficiente porque, como dice Chinito, otro de sus secundarios, la gente es más o menos igual en todas partes: «Sí, y también dice que con una biblioteca y un pueblo es suficiente para escribir todo lo que quiera. Y no le falta razón».
Como Chinito, también Landero considera que ya no hay grandes diferencias entre quien habita un pueblo y quien lo hace en una mega urbe: «Ahí está la televisión, está la facilidad de viajar, están los automóviles, y no digamos ya con Internet. De manera que tú te vas a una biblioteca del pueblo más perdido de España y es muy parecida a cualquier biblioteca de Madrid y, diría más, de Nueva York. La figura del paleto y la figura de lo provinciano ya desapareció».
También en Alburquerque, como en San Albín, el pueblo entero se consagra a una función: «Mi pueblo tiene un castillo muy bonito y una aldea medieval, así que se hace una fiesta medieval en agosto y cientos y cientos de vecinos del pueblo se visten y se maquillan. Algunos se caracterizan de leprosos, otros de juglar, otros de vieja. Y se pintan de negro varios dientes para las mellas. Y hay caballeros que luchan con espada o a caballo, se celebra una boda medieval, se paga con maravedíes… Ahí tiene que entrar en juego la imaginación de cada cual y es una cosa muy lucida, muy bonita. A través del arte nos purificamos y creamos ilusiones, nos mejora como personas».
Vocación
Cuenta el autor que nunca esperó el éxito que ahora tiene, pues eso es algo que ha de venir por añadidura, si es que viene. «No he dejado de escribir desde los 15 años. Y en eso me parezco a Tito Gil, que sigo con la misma ilusión ahora que voy a cumplir 76. Cuando me pongo a escribir por las mañanas sigo sintiendo esa emoción de cuando eres adolescente y tienes una primera cita amorosa».
Su primera novela la publico con 41 años, cuando consideró que había llegado a algo merecedor realmente. Por eso no entiende que algunas personas ansíen el éxito antes que el trabajo, o que incluso quieran publicar antes de escribir: «Hasta que no tuve algo que me pareció digno, ni lo intenté. Y además nadie sabía que yo escribía».
Un escritor, para uno de los mejores en nuestro idioma, es aquel que se entrega con denuedo a su tarea, pero no por imperativo: «Ha de ser muy vocacional. No es un trabajador que esté refunfuñando. Es alguien que tiene una vocación muy grande, muy fuerte, que no puede vivir sin escribir».
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