THE OBJECTIVE
El zapador

Los españoles valoran poco su legado cultural

Existe una sensación de que nos hemos estrellado, de que nuestra historia arrastra vicios incorregibles

Los españoles valoran poco su legado cultural

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Heródoto de Halicarnaso afirmaba que «si, en efecto, se propusiera a todos los hombres escoger entre todas las costumbres las que les parecieran mejores, cada cual, después de maduro examen, escogería las de su país; tan convencidos están, cada cual, por su lado, de que las propias costumbres son las mejores». Sin embargo, un estudio de Pew Research Center publicado en 2018 parece contradecir a Heródoto en lo relativo a algunos países, y con una desviación notable en nuestro caso, ya que el estudio evidencia que España es el país con la autoestima cultural más baja de Europa. Solo un 20% de españoles piensa que su cultura es superior a las demás. En Francia el porcentaje asciende hasta el 36%, casi el doble, aunque algo bajo para el país que inventó el chauvinismo. Es mayor en Alemania (45%), Reino Unido (46%), Portugal (47%) e Italia (47%) donde prácticamente la mitad de sus ciudadanos piensa que su cultura es superior. En Rusia llegamos a un 69% y en Grecia hasta un 89%.

El estudio de Pew Research Center nos ofrece una comprensión del desdén que muchos albergan hacia nuestra historia y nuestra cultura, favoreciendo el menosprecio constante hacia ella. Esta actitud contribuye a una valoración negativa de nuestro legado histórico y cultural, una percepción que, de forma resignada, casi sumisa, hemos adoptado los españoles. España fue un Imperio que se sostuvo en el uso de la fuerza para su expansión, al igual que otros imperios; pero no por ello dejó de potenciar determinados factores políticos, sociales y culturales que terminan derivando en factores positivos para los pueblos que van dominando. Ocurre no solo en el Imperio español, sino también en el Imperio romano, en el Imperio alejandrino, en el romano, en el persa aqueménida y en mayor o menor medida en cualquier imperio de la historia, incluso en los más extractivos y sanguinarios.

María Zambrano indicaba que España es «un país que no acepta su propia historia», que «no ha soportado […] la existencia misma de España» y que «los españoles tienen historia a pesar suyo», pues «no la viven, no se entregan a ella» o porque la entienden «como sombra, como culpa solamente». La escritora intentó buscar una explicación:

«La historia de España no sigue a la del resto de Occidente; nuestro tiempo no es su tiempo, vamos antes o después, o antes y después —lo cual es tragedia—. España no ha aceptado su historia; hay tantas pruebas de ello…, hasta en la misma pobreza de nuestra historiografía. Y no porque se encuentre plagada de crueldades y horrores en grado mayor que el usual, ni por falta de glorias únicas, como el descubrimiento de América. ¿Cabe imaginar lo que tal acción sería en manos de una nación menos desdeñosa de sí? España no ha aceptado su historia por ser historia y quizá también por ser suya, suya, no buena ni mala, sino espejo, imagen de su vida».

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Sin embargo, por mucho que los baldones de ignominia leyendanegrista persistan en los libros de texto, en las redes sociales o en el debate político, eso no nos hace especiales. España puede que no haya aceptado su historia, pero España no es una anomalía histórica, ni un enigma, ni un fracaso. España es un país «inteligible», en palabras de Julián Marías, tan normal como cualquier país de su entorno, simplemente producto de su pasado. Sus habitantes no son ni mejores ni peores. Este es el primer axioma que hay que repetir una y otra vez antes de abonarse al excepcionalismo patrio. No, nuestra historia por mucho que brille con luz propia y sea generosa en episodios fascinantes y grandes empresas, no es tan distinta a la de otras naciones de nuestro entorno.

Tampoco es cierto que haya nada intrínseco en nuestro genoma que haga que nos comportemos de una manera diferente. No somos ni más listos, ni más necios. Y por supuesto tampoco somos más violentos, ni más cainitas si nos comparamos con nuestros países vecinos. ¿Cuántas guerras civiles ha tenido Francia? Aquí al menos nuestros antepasados se libraron de las guerras de religión, aunque hubo que pagar otros peajes. El hispanista William Thomas Walsh escribió: «En España, en tanto que durara la Inquisición no habría guerras religiosas ni quemas de conventos ni matanzas de sacerdotes, mientras que Francia, Inglaterra y los Países Bajos conocerían estas atrocidades». Eso no quita que no haya habido innumerables casos de luchas fraternales en el solar ibérico, pero es que el cainismo es algo propio de la condición humana, no del «ser español», si es que tal cosa existe, porque por mucho que se haya hablado del «ser español» y del «ser de España» dudo que alguien lo haya encontrado, y mucho menos aislado. Es un debate intelectual completamente agotado. ¿Podemos encontrar características propias dentro de las páginas de la historia española? Sin duda, pero ello no quiere decir que seamos especiales, ni que tengamos que andar rebuscando continuamente en el frasco de las esencias.

¿Pero entonces a qué vienen tantos miramientos y tanto pesimismo? ¿Por qué tenemos la autoestima tan baja? Pues es probable que exista cierto complejo autoinducido. No solo nos ocurre a nosotros, también les ocurre a los hispanos de América. Existe una sensación de que nos hemos estrellado, de que nuestra historia arrastra vicios incorregibles. Nos creemos únicos comparados con los demás, debido probablemente al deficiente conocimiento que tenemos de los países de nuestro entorno. Esto nos hace pensar que, a diferencia de los demás, hemos arrastrado muchas torpezas a lo largo de los siglos difícilmente encarrilables. La «fracasomanía» es algo que nuestras élites azuzan continuamente por puro cálculo político. Cuantos más miedos nos metan en el cuerpo mejor les irá a ellos. La fracasomanía no deja de ser una especie de trastorno psicológico que afecta a la capacidad de las personas para enfrentarse a situaciones desafiantes o a tomar decisiones importantes debido al miedo constante a fallar o a ser juzgadas negativamente por los demás. Y lo mismo que es aplicable a un individuo se puede exportar al conjunto de la sociedad.

Ante tanta ansiedad, tanta negatividad y tantos errores arrastrados, qué mejor que un Estado paternalista que nos proporcione recetas milagrosas. Por eso nuestros líderes se suelen presentar como la gran solución a un fracaso que viene de lejos. Nos vienen a decir que con colocarles a ellos en el poder se solucionarán todos nuestros males. Ellos reconducirán el país, sanarán la herida y conseguirán por fin purgar nuestra historia. Nihil novum sub sole.

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