La tentación del abismo
El relato que circula por Bruselas parece un heraldo de muerte. Ordenan prepararnos para la guerra como algo inevitable
La mujer que preside la Unión ha dicho: «Los europeos tenemos que prepararnos para la guerra». ¿De dónde emerge tan desconcertante proclama? ¿De qué oscuridades emana el dictamen de que hay que prepararse para las armas?, me pregunto mientras leo un periódico de provincias francés que divulga más comentarios de la mentada pitonisa: «Ante la guerra a nuestras puertas, tenemos que hablar menos y actuar más para preservar la paz, y por lo tanto para estar preparados para la guerra. Hay que invertir más en armamento y hay que crear el todavía inexistente Comisario de Defensa». El texto es pródigo en contradicciones y tergiversaciones dentro de su trasparente estupidez. Nos aconseja hablar menos pero no para pensar más: nos aconseja actuar bajo el imperativo de que estamos a las puertas de la guerra. Pero, ¿quién ha decidido que estamos en esa dimensión del espacio y el tiempo? ¿Quién ha dictaminado que nos hallamos al borde de un conflicto? ¿Quién está escribiendo ese relato?
Es un lugar común de la modernidad decir que todo son relatos. La misma ciencia no es para Lyotard otra cosa que un relato. La política también sería un relato y para colmo sumamente teatralizado. Y quizás es cierto, pero hay que advertir de la posible emergencia de la tragedia. Quiero decir que cuando los relatos provocan derramamientos de sangre, y lo hacen a menudo, se traspasa el límite textual y se toca realidad y se toca muerte. Y el relato que de pronto circula por Bruselas no promete nada bueno: parece un heraldo de la muerte. Nos ordenan prepararnos para la guerra, sin más explicaciones, y como dejando ver su inevitabilidad.
En general, los discursos prebélicos suelen jugar con la idea de destino, de fatalidad. También es común, en la narrativa prebélica, exagerar la maldad, la vileza y la inhumanidad del enemigo, así que de los rusos mejor no hablemos, que buen año es este. Desde hace décadas, la prensa viene dibujando un retrato robot del pueblo ruso bastante aterrador. Vemos a los hijos de la santa Rusia como un pueblo de oligarcas y de siervos, que siguen fieles a sus miserias ancestrales, y que se dejan gobernar por tiranos irredimibles y profundamente enemigos de la humanidad. Rusia nos parece la dimensión de las almas muertas de Gogol o algo mucho peor, que hemos llenado de inhumanidad. Por definición, el enemigo es inhumano y además no tiene rostro.
«La guerra a la que nos invitan desde Bruselas se presenta como una contienda de la civilización contra la barbarie»
Si observamos los preámbulos de guerras anteriores, comprobamos que la propaganda bélica comienza de manera bastante prudente, en forma de noticias sin demasiada importancia en las esquinas de los periódicos, para más tarde ocupar espacios más relevantes y experimentar en un determinado momento una aceleración que conduce directamente a las armas. Lo asombroso es que suele haber espíritus que lo ven y avisan del peligro una y otra vez, pero no son escuchados. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Bertolt Brecht veía lo que iba a ocurrir, pero su voz quedaba sepultada en la algarabía belicista patrocinada por los nazis, y Alfred Döblin, su verdadero maestro en muchas cosas, mostró al final de su gran novela Berlín Alexanderplatz las botas aplastantes del nazismo. La novela fue publicada en 1929, y ya en ese momento Döblin estaba viendo el infierno que los alemanes se negaron a ver hasta cuando estaban bien presos en él.
Todas las guerras necesitan recurrir al sistema simbólico, y los símbolos aquí están decididos desde antiguo, pues la guerra a la que nos invitan desde Bruselas se presenta como una contienda de la civilización contra la barbarie. De nada sirven todos los ejercicios de deconstrucción a los que hemos sometido a nuestra cultura. Cuando llega la hora de lo indigerible, se recurre a los tópicos de siempre, y una vez más somos los griegos y los romanos contra los bárbaros. Por ahí van los miedos que se están creando ya, de dimensiones civilizacionales como cabía esperar, y que recuperan el arsenal de estereotipos que tiene nuestra cultura para situaciones así.
De esa manera acontecimientos como la guerra, y hasta su sola amenaza, conllevan la recuperación de toda la simbología arcaica que el existencialismo, la hermenéutica y la deconstrucción creían haber destruido. Sí, estamos una vez más ante un relato, sólo un relato mientras el tejido textual no se rasgue y muestre el horror que oculta, y que se resistiría a la expresión pues entraría en la dimensión de lo indecible, como saben los que han vivido una guerra.