El último viaje de María Antonieta: de la Conciergerie al cadalso
Casada con Luis XVI de Francia a los catorce años, su vida llena de lujos terminó en tragedia
Uno de los episodios más dramáticos de la Revolución Francesa es el de los últimos días de María Antonieta. Nacida archiduquesa de Austria en 1755 y casada con Luis XVI de Francia a los catorce años, su vida llena de lujos terminó en tragedia: la reina fue ejecutada el 16 de octubre de 1793.
Los primeros años de María Antonieta en la corte francesa estuvieron marcados por el boato y la extravagancia, elementos que pronto se convirtieron en los puntales de la crítica y el descontento entre el pueblo francés. La reina se volvió cada vez más impopular, siendo acusada de derroche y desconexión con las penurias del pueblo. El descontento popular, exacerbado por la grave crisis económica hizo insostenible la situación de la familia real en el Palacio de Versalles.
La creciente presión culminó en el evento conocido como la Marcha sobre Versalles el 5 de octubre de 1789. Miles de manifestantes, en su mayoría mujeres, marcharon desde París hasta Versalles, exigiendo pan y la atención del rey a sus necesidades. El resultado fue la forzada reubicación de la familia real, específicamente al Palacio de las Tullerías, donde sus movimientos y actividades podrían ser más fácilmente monitoreados y controlados por las nuevas autoridades revolucionarias.
La tensión continuó escalando hasta que, en un intento desesperado por recuperar su poder y posiblemente negociar con potencias extranjeras para intervenir a favor de la monarquía, Luis XVI y María Antonieta planearon una fuga. La noche del 20 de junio de 1791, la familia real, disfrazada, huyó de París en lo que se conocería como la «Fuga de Varennes». Su intento de escape fracasó estrepitosamente cuando fueron reconocidos y detenidos en Varennes, para luego ser escoltados de regreso a París.
Esta fallida y humillante fuga selló en gran medida el destino de la monarquía. La imagen de Luis XVI como un traidor a la nación se consolidó, erosionando cualquier resto de apoyo popular hacia la corona. Posteriormente, el rey fue suspendido y, más tarde, la monarquía fue oficialmente abolida el 21 de septiembre de 1792. La situación culminó con el arresto de la familia real y su encarcelamiento en la Torre del Temple, una antigua fortaleza parisina. La familia real fue gradualmente desmembrada, comenzando con la ejecución de Luis XVI en enero de 1793, lo que dejó a María Antonieta en una posición aún más precaria. Después de la ejecución de su esposo, el destino de María Antonieta se convirtió en una cuestión central de la Convención Nacional.
En abril de 1793 se formó un Comité de Salvación Pública en el que Robespierre se convirtió en uno de sus miembros más influyentes. La Revolución se radicalizó aún más, dando paso al reinado del Terror. Fanáticos como Jacques-René Hébert comenzaron a pedir el juicio de María Antonieta. El juicio de la reina, iniciado el 14 de octubre de 1793, fue un proceso legal sumario y un grotesco espectáculo político. María Antonieta compareció ante el Tribunal Revolucionario, presidido por Antoine Quentin Fouquier-Tinville. Si el proceso de Luis XVI ante la Convención había preservado algunas formas de juicio justo, no ocurrió lo mismo con el de la reina depuesta. Acusada de traición y de minar la seguridad del Estado, su destino parecía sellado mucho antes de que el tribunal pronunciara su veredicto. Notoriamente, se le acusó de conspiración financiera y política contra los intereses de la República, además de cargos moralmente vejatorios y sin fundamento, diseñados para mancillar su imagen y legitimar su ejecución. Una de las acusaciones más abyectas se produjo después de que Fouquier-Tinville manipulara a su hijo, el Delfín de Francia, al que habían separado de la madre para corromperle. Luis Carlos había sido proclamado rey por los monárquicos y por algunas potencias europeas con el nombre de Luis XVII, sin embargo, la realidad era muy distinta. El joven de ocho años no detentaba ningún poder efectivo y había sido separado de su madre el 3 de julio, tras una lucha durante la cual María Antonieta luchó en vano por retener a su hijo. Frente al tribunal, el niño acusó erróneamente a su madre y a su tía, Madame Isabel, de haberle incitado a practicar la masturbación y de haberle forzado a participar en ciertos actos indecorosos.
En la madrugada del 1 de agosto María Antonieta fue trasladada desde el Temple hacia una celda solitaria en la prisión de la Conciergerie (en la isla de la Cité), registrada como «prisionera número 280», donde fue confinada en condiciones deplorables. Para el 16 de octubre estaba prevista la ejecución. Ese día, tras levantarse de su camastro, María Antonieta tomó un caldo y se vistió en presencia de sus guardias, contando con la asistencia de su criada Rosalie Lamorlière, quien se interpuso entre los centinelas y la reina para preservar su intimidad. A María Antonieta no se le permitió vestir de luto, temiendo que el color negro pudiera provocar a la multitud, por lo que optó por un austero vestido blanco. Cerca de las diez de la mañana, los cuatro jueces y el secretario del Tribunal Revolucionario ingresaron a la celda. En ese momento, se le leyó la sentencia condenatoria. Al finalizar la lectura, le ataron las manos detrás de la espalda, le quitaron su tocado y le cortaron los cabellos. De la Conciergerie fue trasladada al lugar de ejecución en la Plaza de la Revolución (actual Place de la Concorde). Su último viaje estuvo marcado por la más aberrante humillación pública. La reina fue transportada en un carro abierto, expuesta a las burlas y vituperios de una multitud que antaño la reverenció. Stefan Zweig describió el comportamiento durante el día de su ejecución como compuesto y digno: «No da ninguna muestra de miedo o de dolor a las apretadas filas de curiosos. Reconcentra todas las fuerzas de su alma para mantenerse enérgica hasta el final, y en vano sus más crueles enemigos acechan para sorprender en ella un momento de debilidad o desaliento. Pero nada desconcierta a María Antonieta […] Ni un estremecimiento mueve sus labios, ningún escalofrío recorre su cuerpo; totalmente señora de sus fuerzas permanece allí sentada, orgullosa y desdeñada, y hasta el mismo Hébert tiene que confesar al día siguiente en su Père Duchesne: ‘Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz e insolente’». Así fue, la reina perseveró incólume con el gesto sereno, lo que va transformando la percepción pública de María Antonieta, de vilipendiada a mártir en los ojos de algunos sectores, a medida que avanzaba hacia la muerte. María Antonieta es guillotinada a mediodía. La ejecución no solo marcó el fin de una era, sino que también simbolizó la radicalización de la Revolución Francesa. Su trágica muerte, lejos de aplacar las tensiones, exacerbó las divisiones internas y subrayó la creciente influencia del Terror en la política revolucionaria. Por entonces, el estadista y orador irlandés Edmund Burke (1729-1797) se había convertido ya en un crítico abierto del reinado de terror de los revolucionarios. Tres años atrás, en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790) había criticado la precipitación y la crueldad de la Revolución Francesa, influenciada por las ideas ilustradas, sugiriendo que todo aquello encaminó a los franceses a una era de despotismo y caos: por eso en 1793 Burke lamentó la muerte de María Antonieta de esta manera:
«Hace ya dieciséis o diecisiete años que vi a la Reina de Francia, en Versalles, cuando era todavía Delfina. Sin duda, nunca había descendido a este mundo –que ella apenas parecía tocar– una visión más deliciosa. La vi precisamente despuntar en el horizonte, adornando y animando la elevada esfera en la cual comenzaba a moverse, centellando como la estrella matutina, llena de vida, esplendor y alegría.
¡Oh, qué revolución! ¡Y qué corazón necesitaría tener yo para contemplar sin emoción tal ascensión y tal caída! Mal podía soñar —cuando ella añadía motivos de veneración a mi entusiasmado, distante y respetuoso amor— que se vería obligada a mostrar el agudo antídoto contra la calamidad que llevaba escondido en su seno; mal podía imaginarme que habría de vivir para ver caer semejantes desgracias sobre ella en una nación de hombres galantes, en una nación de hombres de honor y de caballeros. Yo pensaba que cien espadas habrían de saltar de sus vainas para vengar, aunque fuera una mirada que amenazara insultarle.
Pero la época de la caballería ha pasado ya. Le ha sucedido la de los sofistas, economistas y calculistas; y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre. Nunca, nunca más, veremos aquella generosa lealtad al rango y al sexo débil, aquella ufana sumisión, aquella obediencia dignificada, aquella subordinación del corazón, que mantenía vivo, incluso dentro de la propia servidumbre, el espíritu de una exaltada libertad. ¡La inapreciable gracia de la vida, la pronta defensa de las naciones, el cultivo de sentimientos varoniles y de empresas heroicas han desaparecido! Han desaparecido aquella sensibilidad de los principios, aquella castidad del honor que sentía una deshonra como si fuera una herida, que inspiraba coraje al mismo tiempo que mitigaba la ferocidad, que ennoblecía todo lo que tocaba, y bajo la cual el propio vicio, al perder todo su aspecto grosero, perdía la mitad de su maldad».