¿América Latina o Hispanoamérica? Contra la Historia militante
Las visiones sentimentales y moralizantes, con sus dosis de orgullo y agravio, son solo simplificaciones para reafirmarnos
«Tanto se ha hablado de la misión de España en América o del olvido de esta misión; los servidores de la causa hispanoamericana la han servido tan mal, tanta sentimentalidad inútil se ha gastado en esto, dando lugar a tantas burlas…». Esto lo decía el imprescindible Alfonso Reyes hace un siglo. Qué no diremos hoy ante la incombustible moda de estudios, libros y documentales sobre la Leyenda Negra, la Conquista o la Colonia.
Esta semana se estrenaba, Hispanoamérica. Canto de vida y esperanza, dirigido por José Luis López-Linares. Secuela, en realidad, de aquel España. La primera globalización (2021), una película que López-Linares grabó tras leer el ensayo superventas de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Hasta un cine de la calle madrileña de Fuencarral se dejó caer Su Majestad el Rey, que no es poco apoyo para un modesto documental.
¿De qué trata la película? Quiere ser una reivindicación de la labor española en América ¿y acaso no es razón para ponerse un poco ufanos? Sus magníficas iglesias barrocas, hospitales y universidades, variadas músicas y coloridas procesiones son aquí visitadas en una llamada -por otro lado muy razonable- a valorar dicho patrimonio y nuestra relación con él. «Mirad todo lo que nosotros hicimos allí» -parece decirnos en todo momento.
Y admito que yo, como Reyes, tengo un problema con todo este tipo de propuestas. Me refiero a la historia militante, a la nacionalista, identitaria, moralizante, llámenla como quieran, tan reconocible por esa doble dosis de orgullo y agravio. Puede ser la rabia por haber perdido la Guerra Civil o la vanidad por haber descubierto América, es lo mismo, este tipo de literatura será siempre imbatible moviendo al lector o al espectador -ahí están las ventas- pero inútil para comprender la historia.
El documental de López-Linares comienza con una frase que es casi una declaración de intenciones: «En Hispanoamérica hemos sido víctimas de un relato, etc.». Cuando lo escuchaba, no podía dejar de recordar una famosa declaración en una cumbre de pueblos indígenas americanos: «Los Pueblos indígenas hemos sido víctimas por 500 años de un proceso de genocidio, etc.».
«Si la víctima es el héroe del hoy, nadie se quiere quedar atrás, sea el ultrajado español o el masacrado indígena»
La semejanza es formidable, pero no es fortuita. Si la víctima es el héroe del hoy, nadie se quiere quedar atrás, sea el ultrajado español o el masacrado indígena. América habría sido saqueada por 500 años, exactamente los mismos que España lleva siendo difamada.
¿En qué se diferencian las visiones hispanistas -denominémoslas así- de las decolonizadoras o indigenistas, ahora también tan al alza? En muy poco, ambas de hecho se necesitan. Unas, centradas en denunciar ultrajes y en apropiarse de grandezas pasadas que no le corresponden; otras, con una obsesión casi lujuriosa, buscan en la historia los traumas y violencias que la recorren. Visión esta última tan en boga en la universidad y la academia -echen un vistazo a cualquier catálogo de libros de historia- que no es de extrañar que los alumnos hayan comenzado a huir de la carrera de Historia, so pena de deprimirse por el resto de sus vidas.
Ambas visiones, sentimentales y moralizantes, son efectivamente imbatibles ¿por qué? Porque, constituyéndose en jueces de la historia, acusan a quien no se puede defender, se envanecen con un tiempo que no les pertenece, y ambas por igual atraviesan el pasado con el cuchillo de la moral, dejándonos a nosotros siempre a salvo en la orilla de los justos. Así, uno abandona el cine, o cierra el libro, reconfortado y comulgado, como tras una buena homilía o una sesión de autoayuda.
Por eso no entiendo a los historiadores -algunos ya talluditos- que entran al trapo del debate de la Leyenda Negra, poniendo en cada peso de la balanza los pros y los contras, los agravios y desagravios, los hospitales y las matanzas, las ciudades y las encomiendas, el colonialismo anglosajón y el hispano. Como si se tratara de eso y no de comprender un tiempo que no es el nuestro y al que solo podemos acercarnos con la curiosidad y la humildad del que viaja a un país extraño.
«Es ya un lugar común afirmar que el nombre de América Latina sería un término espurio, que tendería a ocultar la relación con España»
Y en eso precisamente cae López-Linares y tantos como él. Incluso el nombre del documental busca ser una toma de partido. Se reivindica el término de Hispanoamérica frente el más común de América Latina (sí, ya sé que no son lo mismo, pero no es lugar aquí para andarse con sutilezas semánticas).
Y aquí convendría hacer una rápida aclaración. Se ha convertido en lugar común afirmar que el nombre de América Latina, con diferencia el más extendido, sería algo así como un término espurio, que además tendería a ocultar la verdadera esencia de América: su relación con España. En definitiva, el término América Latina sería producto de ¿adivinan qué? Exacto, la Leyenda Negra.
Se suele alegar que fueron los franceses al calor de sus intervenciones coloniales en el continente -en concreto el viajero y escritor Michel Chevalier- quienes comenzaron a utilizar el sintagma América Latina. Lo latino, así, conseguiría incluir lo español, lo portugués… y también lo francés ¡Qué astutos estos gabachos, autoinvitándose a la fiesta americana! Pero si ya es muy cuestionable que los franceses inventaran el término (muchos americanos lo habían utilizado antes) lo que no admite discusión es que fueron los propios americanos quienes lo supieron dotar de contenido.
Fueron los escritores, poetas y políticos americanos del XIX quienes, una vez construida la nación y frente al avance imparable de Estados Unidos, comenzaron a imaginar -sí, por primera vez- un continente cultural e histórico llamado América Latina, que por supuesto incluía España y Portugal. El chileno Francisco Bilbao («la América latina, sajona e indígena protesta, y se encarga de representar la causa del hombre»), el colombiano José María Torres Caicedo («Tiempo es que esa Virgen que se alza /Entre dos Océanos arrullada / Y por los altos Andes sombreada») el cubano José Martí («una en alma e intento»), el nicaragüense Rubén Darío («somos la raza sentimental») o el uruguayo José Enrique Rodó, ellos y muchos otros pensaron por primera vez en una América caracterizada por su latinidad.
«Fueron los americanos quienes inventaron la hispanidad»
Eso significaba una América no centrada en el terruño, que no se regodeaba en el barro de su propia identidad -eso vendría después- sino una América que siempre había estado en contacto con el mundo, partícipe por tanto de sus más elevadas producciones, que eso significaba latina. Y que podía gustar por igual de Cervantes, de Tolstoi, de Shakespeare o de Netzahualcóyotl.
Fíjense a qué maravillosa paradoja hemos llegado: la España de los siglos XVI en adelante fue mucho más latina que hispana, mientras que fueron los americanos quienes inventaron la hispanidad.
Ah, amigos, así debería ser la buena historia, extrovertida y contingente, capaz de sacarnos fuera de nosotros mismos, y no de reafirmarnos en lo que ya somos, capaz de asombrarse por igual y sin contradicción con la bella y terrible religión mexica que con las astucias de un conquistador como Hernán Cortés, capaz también, por cierto, de echar abajo todas las simplificaciones y rígidos esquemas de los que los hombres son capaces en sus vulgares quehaceres cotidianos.
Y, así, hace un siglo como hoy, Alfonso Reyes, polígrafo e hispanófilo americano, nos aconsejaba: «Tanta introspección acusadora ha acabado por crear una atmósfera sofocante, de cuarto cerrado. No vendría mal abrir las ventanas».