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Cultura

Cara a cara con el lobo: historia de un odio ancestral

El nuevo libro de Luis Miguel Domínguez nos propone descubrir la importancia de este animal en la Península Ibérica

Cara a cara con el lobo: historia de un odio ancestral

Macho alfa de lobo iberico (Canis lupus signatus). | Arturo de Frias Marques, Wikimedia Commons.

Una vez visto, es imposible olvidarlo. De cerca, el lobo ibérico agranda el abismo entre cualquier descripción y la realidad. Es como si el tiempo se hubiera ralentizado y, ante su presencia, volviéramos a los páramos y bosques de la prehistoria.

Sus ojos despiden un fulgor amarillento. Poderoso, con un pelaje entre pardo y ocre, armado de afilados dientes, tiene el porte imperial que solo poseen los grandes carnívoros.

Sus tácticas de caza, su territorialidad y una estructura social altamente desarrollada revelan otra de sus cualidades: la inteligencia. Todo ello convierte a esta subespecie del lobo, propia de España y Portugal, en una criatura que representa la vida salvaje en una nueva dimensión.

Luis Miguel Domínguez, autor de Lobo. Historia, ciencia y conciencia (Erasmus), tiene muy claro qué valor concederle a todo esto. Los intereses de Domínguez, desde hace bastantes años, son los de un conservacionista. Sin duda, el compromiso con la fauna de este estudioso y autor de documentales viene de muy atrás. Pero ha sido su activismo a favor del lobo lo que ha provocado más fricciones entre él y parte de los grandes damnificados por este animal: los pastores y ganaderos que han sufrido en sus rebaños el ataque de una manada.

Manada de lobos ibéricos. | Juan José González Vega, Wikimedia Commons

Anverso y reverso de un gran depredador

«No vamos a negar que los lobos comen ganado ‒decía Domínguez en una de sus frecuentes apariciones en TVE‒, pero lo hacen muy de vez en cuando. A cambio, el lobo ataca con frecuencia a los jabalíes que se comen la remolacha y regula la población de ungulados. Cumple una función de equilibrio. Cuando hay lobos, todo por debajo está maravillosamente ordenado. Es un bioindicador de primer orden. Claro que reconocemos esos ataques. Pero son anecdóticos. Es verdad que la familia de pastores o ganaderos que haya tenido un ataque de lobo me dirá: ‘Bueno, de anécdota nada. A mí me ha hecho polvo’. Esto es verdad. Pero también es verdad que hay sistemas para paliar eso. Hay un dinero en la Unión Europea que administran nuestras comunidades autónomas para que no sea un problema que crezca».

Además de subrayar los puntos defendidos por el movimiento ecologista cuando se habla de este animal, Lobo. Historia, ciencia y conciencia llega a los lectores como una obra transversal, que oscila entre el naturalismo, la filosofía y la cultura.

Conociendo la trayectoria de Domínguez, es lógico que su libro defienda un principio con el que resulta fácil identificarse: el lobo ibérico es un emblema de nuestro patrimonio natural y debe ser protegido.

Por desgracia, los límites de esa protección chocan con un problema, y es que la única ganadería totalmente segura frente al lobo es aquella que se desarrolla en el interior de una nave.

Los embates de las manadas, allí donde suceden y al margen del debate sobre su frecuencia, generan dificultades para las que hay difícil solución. Para empezar, plantean unos costes a veces inasumibles en lo que se refiere a mastines u otras medidas protectoras, no tan eficaces como nos gustaría creer.

Y sobre todo, hay quejas generalizadas ante la lentitud de las indemnizaciones, sin olvidar esas pérdidas en el rebaño que no se pueden justificar por vía administrativa, como las heridas incurables, los abortos por estrés o las reses despeñadas tras un ataque.

‘El buen pastor’ (1616) de Pieter Brueghel el Joven. Museo de Antiguos Maestros de Bruselas. | Wikimedia Commons

Con el auge de las ‘guerras culturales’, la controversia sobre el lobo se ha ido envenenando aún más. Las tertulias televisivas y las redes sociales también han trivializado este debate con un intercambio de caricaturas. Los defensores de este animal son vistos como urbanitas ignorantes, sobrecargados de ideología o de un sentimentalismo heredado de películas como Bambi. En respuesta, sus detractores son catalogados como representantes de una España que se ha equivocado de época, ajenos al progreso y demasiado aficionados a la escopeta.

Con el populismo político de por medio, desacreditar a unos o a otros acaba generando golpes bajos, datos sesgados y palabras huecas. Mientras los ecologistas piden el indulto total del lobo, idealizándolo, muchos ganaderos defienden el ajuste de cuentas o el exterminio, demonizándolo. Casi nadie parece enfocar una salida serena, razonable, con base científica, sin pasarse ni quedarse corto, que favorezca la coexistencia entre la ganadería extensiva y la conservación de los grandes carnívoros.

Hay una frase de Henry Louis Mencken útil a la hora de resumir en qué punto nos hallamos: «Para todo problema complejo hay una solución clara y simple… pero generalmente equivocada».

Lobo ibérico (Canis lupus signatus).  | Arturo de Frias Marques, Wikimedia Commons

Mitos, cuentos de hadas y supersticiones

Cuando la luz del día se extingue, el lobo pasea bajo las estrellas. Sucede ahora y ocurría hace 19.000 años, cuando algunos lobos del viejo continente se acostumbraron a merodear cerca de los asentamientos humanos.

La cercanía entre las dos especies fue beneficiosa para ambas. El lobo servía de centinela. Alejaba a otros depredadores peligrosos. A cambio, obtenía alimento de forma regular. De ese modo, a lo largo de un proceso gradual, el vínculo entre el lobo y las tribus de cazadores-recolectores fue estrechándose.

«Entre los lobos que merodeaban por los campamentos humanos ‒escribe el neurobiólogo Richard C. Francis en su libro En manos humanas (RBA, 2019)‒, los que mejor toleraran la proximidad humana conseguirían más restos de comida y, por tanto, producían más cachorros que sus homólogos más salvajes. Esta docilidad adquirida por selección natural fue el primer paso hacia la esencia del perro, y puede que llevara miles de años».

Estas nuevas criaturas, los perros, convertidas en animales diurnos y amistosos, se volvieron indispensables para el pastoreo y la caza. Por la misma época, en la fase de transición del Paleolítico al Neolítico, sus abuelos salvajes, escondidos en la espesura, seguían acompañando a la horda humana, cerca de sus primeros asentamientos estables. Pero ahora lo hacían con otro afán: sorprender a las cabras peor vigiladas como una presa fácil.

«La lucha por la existencia», obra del pintor George Bouverie Goddard (1832-1886).

Nuevamente acosado por quienes un día fueron sus amigos, el gran depredador adquirió una dimensión mítica. Para los antiguos iberos el lobo estaba vinculado a las creencias de ultratumba, casi como un genio infernal. También fue el animal totémico de algunos pueblos peninsulares ‒tal es el caso de los ilergetes‒ y no es raro hallar su efigie en antiguas monedas.

En tiempo de los romanos, entre otras cosas, este gran depredador era un símbolo de valentía. Más de una leyenda confirma ese prestigio. Por ejemplo, Luperca, la loba que según la mitología romana amamantó a Rómulo y Remo, se convirtió en una figura esencial en el imaginario del Imperio.

Como bien saben los historiadores, hay quien discute esa devoción. Sin ir más lejos, los Padres de la Iglesia estaban convencidos de que la palabra loba no designaba en este caso al carnívoro que todos conocemos, sino a una prostituta.

Mosaico romano que representa a la loba que amamanta a Rómulo y Remo. | Wikimedia Commons.

Si nos detenemos en la cultura popular, hay en el lobo una inclinación trágica, que le precipita a incorporar los peores miedos del hombre. Durante la Edad Media, al tiempo que aparecen instituciones como el Concejo de la Mesta, el temor a este mamífero germina en la Península. En realidad, llovía sobre mojado, porque el lobo ya había sido identificado como el espíritu de la muerte en algunos mitos grecolatinos.

Las manadas que aullaban en la oscuridad venían a ser, para los pastores y caminantes medievales, el material del que están hechas las pesadillas.

Convertido en la ominosa encarnación del diablo, el lobo, exiliado en los lugares más recónditos, protagonizó cuentos de hadas y supersticiones que, tiempo después, también fueron incorporándose en la literatura a través de temas tan sugerentes como la licantropía.

Por cierto, es en el mito del licántropo donde resurge otra creencia antiquísima: la conexión cósmica del lobo con la Luna.

Capitel gótico con lobos, en la portada de la iglesia de Santiago en Betanzos (Galicia). | Wikimedia Commons

«En el plano de la más cruda realidad, el hombre asistía, la mayoría de las veces en la mayor impotencia, al cruento espectáculo de los ganados domésticos muertos por los ataques de los lobos». Así lo cuenta el historiador, naturalista y arqueólogo Ramón Grande del Brío en el mejor libro que se ha escrito en nuestro idioma sobre el tema, El lobo ibérico. Biología y mitología (Blume, 1984).

«Hordas de estos animales ‒añade Grande del Brío‒ salían al paso de los peregrinos que en la Edad Media hacían el camino a Santiago de Compostela, al decir de los relatos de la época».

Entre el siglo XIX y el siglo XX, la destrucción de sus hábitats naturales, las constantes batidas, el uso de venenos y la persecución de los alimañeros condujeron finalmente a la desaparición de la mayoría de las numerosas manadas que habitaban en nuestro país. Definitivamente, parecía que el lobo parecía destinado a desvanecerse de los campos y a entrar en la leyenda.

Hembra reproductora de lobo ibérico regurgitando carne para sus cachorros. | Arturo de Frias Marques, Wikimedia Commons

Félix Rodríguez de la Fuente, el hombre que lo cambió todo

En una época en la que su exterminio parecía cuestión de pocas décadas, un conocido divulgador sucumbió al encanto del lobo ibérico.

Gracias a su habilidad para maniobrar en las altas instancias, Félix Rodríguez de la Fuente emprendió a mediados de los sesenta una insólita cruzada. Para ello, realizó importantes investigaciones en torno a este depredador. Crió a dos cachorros de lobo, Sibila y Remo, que le sirvieron para entender qué requerimientos eran necesarios para preservar a la especie. Día y noche, Félix habló incansablemente del lobo en radio y en televisión. Pero lo más importante es que contribuyó a que se promulgaran las primeras leyes protectoras. Puede decirse que fue el proyecto de su vida.

En 1970 dedicó a su animal preferido estas palabras, recogidas en el volumen Félix. Un hombre en la tierra (Geoplaneta, 2020): «La persecución implacable de que el lobo ha sido objeto tiene una explicación muy sencilla. El lobo roba al hombre su carne y este tiene derecho a defenderla. El pastor y el campesino tratan de expulsar por todos los medios de su territorio al competidor. Pero, por encima de esta guerra territorial, frecuente entre otras especies animales, hay un odio mítico, desproporcionado, que ha hecho del lobo el blanco de todas las lacras humanas: la supuesta crueldad, traición y vileza. ¿Dónde podríamos hallar el origen de esta leyenda negra? En mi criterio, la historia es muy antigua».

Estatua de Félix Rodríguez de la Fuente, junto a un lobo, en la Península de La Magdalena en Santander. | Wikimedia Commons

Fue a partir del Neolítico cuando, según el naturalista, «un profundo abismo separó lo salvaje de lo doméstico, lo libre de lo que tenía dueño. El hombre, capaz de sobrevivir cómodamente con los bienes de su propiedad, dejó de interesarse por lo que no le pertenecía: de universal se hizo localista. Los mitos cósmicos, protagonizados por estrellas y por animales, dieron paso a las leyendas antropocéntricas». En esa nueva etapa, «se podía matar hasta la saciedad porque la supervivencia ya no dependía de la abundancia de la caza. Y, naturalmente, todo lo que atentara contra la integridad del rebaño o de la parcela fue objeto de implacable persecución».

«¡Ay, si conociéramos bien a los lobos!», concluía Félix. «Si los hombres fuéramos capaces de arrancarnos sentimientos propios para entreverlos en la conducta animal, destacaría, sobre todas las cosas, la conducta de los cánidos; y esa conducta de los cánidos está acrisolada, quintaesenciada, precisamente, en los lobos».

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