No pongas tus (interesadas) manos sobre Chaves Nogales
Las disputas sobre el legado del gran periodista sevillano empañan su figura y la trascendencia de su trabajo
La historia de la literatura se asemeja mucho a un sistema montañoso. Una sucesión de cordilleras que se subdividen en conjuntos de montañas, a partir de las cuales se suceden los altiplanos y se definen los valles. En las zonas fértiles crece la agricultura. En las yermas habita el páramo. La orografía de las letras contiene cimas inalcanzables –Himalayas y Aconcaguas– cuyas antítesis son las simas. Entre ambas existe una especie de clase media: elevaciones del terreno –discretas unas; superiores a la media, otras– donde encontramos, en mayor o menor medida, vida (inteligente). No en vano, por algo los clásicos situaban en el monte Parnaso –la cumbre que todavía se alza al Norte del golfo de Corinto, no muy lejos de Delfos– la residencia de los grandes poetas, en vecindad con el dios Apolo y las Musas.
La geología, como la diosa Fortuna, es una dama caprichosa. Sólo así se explica que un escritor y periodista como Manuel Chaves Nogales (1897-1944), del que estos días se ha cumplido el 80 aniversario de su muerte, en Londres, en una tumba sin nombre, haya sido durante décadas un absoluto desconocido para –a partir de los años noventa– asomar como una rareza y convertirse, en los últimos veinte años, en toda una celebridad. Chaves Nogales es un autor (difunto) que confirma la creencia en la resurrección (literaria). Vende libros, protagoniza innumerables actos de homenaje y memoria y, también, es objeto de litigio entre quienes, de una forma u otra, colaboraron en la tarea de devolverlo al lugar donde estuvo. De donde no debió salir: el canon de la literatura española de principios del pasado siglo XX.
Su restitución, de la que sólo cabe felicitarse, no está sin embargo exenta de celadas. Al igual que sucede con los clásicos –y Chaves Nogales lo es en términos contemporáneos– cada generación lo interpreta a su manera. En su tiempo, que fue breve, tormentoso y escaso, era el periodista modélico. Tenía una escritura rotunda, llena de fuerza y de temple, concebida para contar y emocionar. Poseía una decidida voluntad de triunfo, curiosidad y atrevimiento. Fue un caso extraordinario de rigor y capacidad de análisis. Para muchos, un ejemplo moral.
El único problema es que, a pesar de estos atributos, su figura y su extraordinario legado (literario) no está vacunado contra las inevitables manipulaciones, sean políticas, culturales o directamente fenicias. Editorialmente es un valor seguro. Políticamente es atractivo tanto para la derecha liberal como para la izquierda ilustrada. Incluso se le tiene como el símbolo de lo que Andrés Trapiello definió en Las armas y las letras como la Tercera España. Aquella que no estaba –por decirlo a la manera de Unamuno– ni con los hunos ni con los hotros. Un verdadero demócrata crítico. Chaves seduce de forma ecuménica, igual que sucede con las personalidades que intentan –aunque no siempre lo consigan, sobre todo dada la deriva del periodismo actual– ejercer esa libertad de criterio que (todavía) llamamos independencia.
«Yo era eso que los sociólogos llaman un pequeñoburgués liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que (…) ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionado periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas», escribió en el celebérrimo prólogo de A sangre y fuego. En cierto sentido, este sobrio autorretrato condensa su destino: los liberales españoles, creación inequívocamente ibérica, pese a que –como el Quijote– fueran entendidos mejor por los británicos, no han gozado históricamente de fortuna, aunque alimentaran la hoguera de esa forma de civilización capaz de fundir la libertad con la tolerancia en un orden virtuoso.
Disputa patrimonial
«Un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros». Chaves Nogales no era de nadie, ni siquiera, aunque esto sólo lo descubriríamos muchos años después, durante los años de su exilio inglés, de sí mismo. Un hombre puede querer ser libre por su propia voluntad, pero está atado –como nos enseñó Ortega y Gasset– a sus circunstancias. El periodista sevillano logró serlo durante sus cuatro décadas largas de vida, pero la paradoja es que, después de habitar en el limbo, porque tanto sus libros como sus artículos desmentían la simplista mitología republicana de la izquierda, al tiempo que desvelaban el fanatismo totalitario de las derechas, ha pasado a ser objeto de disputa patrimonial y víctima de una guerra por convertirlo en un monopolio.
No es, desde luego, un caso único, pero no deja de ser revelador: la obsesión por rendir vasallaje a su figura y reivindicar su obra nos retrotrae a una España de trincheras, incapaz de compartir (sin que media disputa o interés) la admiración por un escritor que se hizo desde abajo, en los periódicos y en la calle, y cuya escritura habla de valores universales a partir de la mirada sobre lo concreto. Con Chaves Nogales sucede algo parecido a esos premios donde, más que rendir tributo al galardonado, lo que se busca es una reivindicación (partidaria y vanidosa) del jurado. Muchos son los que alimentan el carnaval –cuyos excesos contaminan la recepción literaria de Chaves, tiñéndola de interés político y mercantil–, pero pocos, muy escasos, los que verdaderamente hicieron lo que debieron por sacarlo de entre los muertos.
La recuperación editorial de Chaves Nogales, que tiene más progenitores (fingidos) que reales, fue fruto del azar. No era inevitable y podía perfectamente no haber sucedido. Su obra, cuyos libros conocían muy pocas personas, entre ellas el librero y editor sevillano Abelardo Linares, propietario del sello Renacimiento, estaban fuera de los circuitos. Nadie parecía saber demasiado sobre su figura. El único libro que circulaba, con introducción de Josefina Carabias, era Juan Belmonte. Matador de toros (Estampa, 1935), la biografía que Chaves hizo del Pasmo de Triana. Una obra colosal, escrita por alguien que no profesaba ninguna devoción taurina, y que es todo un ejemplo de epopeya humilde. Una crónica que mostraba la cúspide de un iceberg cuyas verdaderas dimensiones estaban ocultas en el mar de la desmemoria.
Hacía falta sumergirse en esas aguas y medir el tamaño exacto de monumento de hielo. Esa tarea la hizo –de forma sistemática– Maribel Cintas, filóloga y profesora de instituto, que elaboró una tesis doctoral y, años más tarde, editaría sus obras narrativas y periodísticas (in)completas. Ningún sello comercial quiso sufragar aquella edición, que salió al mercado en una versión institucional pagada por la Diputación de Sevilla. Linares y Cintas colaboraron un tiempo, pero sus divergencias los condujeron a un litigio que todavía perdura. La profesora reivindica su condición de pionera en el estudio de Chaves Nogales –un honor que durante un tiempo se disputó en público con Andrés Trapiello, que en un artículo le cedió «la parte de inmortalidad que me corresponde en el descubrimiento mundial de nuestro querido Manuel Chaves Nogales. He comprendido que la necesita»– y Linares, sin cuya biblioteca el trabajo de Cintas no hubiera sido posible, retiró su nombre de las ediciones de Renacimiento y puso en cuestión, con argumentos muy sólidos, los errores e inexactitudes de su investigación.
El escritor como pretexto
El conflicto entre ambos, de cualquier forma, no es el factor capital que erosiona la resurrección de Chaves, que debe a uno y a la otra sus mejores capítulos. Con independencia de su discordia, sus aportaciones, incluso aquellas discutibles, han remado a favor de la obra del periodista sevillano. Cintas publicó una biografía sobre Chaves y Linares lo ha editado –y va a seguir editándolo, ya que cuenta con un fondo bibliográfico asombroso y conexiones en América, donde se publicaron muchos de sus trabajos periodísticos inéditos– como nadie lo ha hecho en España. Chaves carece de unas verdaderas obras completas. No lo eran las de Cintas y tampoco lo son las que editó Libros del Asteroide (cuyo autor es Ignacio F. Garmendia) con el aval de los herederos y el apoyo financiero de la Diputación de Sevilla, que subvenciona un premio cuya génesis, en cierto sentido, muestra el intento de patrimonialización (política) de la figura de Chaves. En el jurado de dicho galardón, apadrinado por la Asociación de la Prensa de Sevilla, no están ni Abelardo Linares, ni Andrés Trapiello, ni Maribel Cintas, pero sí varios altos cargos de la institución provincial, gobernada por el PSOE, que nada tienen que ver con el periodismo.
Para unos, Chaves Nogales fue un periodista republicano –que no es lo mismo que leal a la legalidad republicana–; para otros, un ejemplo de valentía frente al fascismo, como evidencia el hecho de que el franquismo lo condenase in articulo mortis. Otros lo ven como un escritor que no se sometió al totalitarismo bolchevique del Frente Popular. Sin dejar de ser (todas) interpretaciones parciales de una figura poliédrica, la insistencia en su posición política denota un claro interés ajeno a lo literario. El legado de Chaves corre el peligro de la sobresaturación. Ocho décadas después de su muerte, tras el miserable ostracismo de la dictadura y el largo olvido de la democracia, muchos de quienes en los últimos tiempos promueven su exaltación, casi de forma desaforada, buscan sobre todo celebrarse a sí mismos. El escritor es un pretexto.
La realidad fue mucho más prosaica. Lo demuestra un trabajo de Yolanda Morató –Manuel Chaves Nogales. Los años perdidos (1940-1944)–, publicado hace meses por Renacimiento. Morató impugna en él parte de las conclusiones de la biógrafa del escritor sevillano, donde se sustenta el gran retrato heroico. La verdadera aportación del libro, sin embargo, no reside en los mentís a Cintas. Consiste en haber desvelado que, en su exilio británico, al que llegó tras marcharse de una Francia postrada ante el nazismo, Chaves no tuvo más remedio (para sobrevivir) que dejar de lado su independencia y posicionarse –como propagandista a sueldo– con las filas del bando aliado, trabajando para el Gobierno británico en una especie del Ministerio de la Verdad de Orwell. Una elección comprensible –era una guerra y Chaves fue una más de sus víctimas– pero que desmonta la imagen sin mácula que muchos continúan agitando para colarse, o no dejar de salir, en la foto. Se trata de un episodio capital porque humaniza al verdadero Chaves Nogales, ahorrándole el quinario de convertirse en una estatua.
La grandeza de su literatura no queda empañada por las circunstancias de este tempranísimo crepúsculo. Pero éstas sí nos previenen contra tantos pregoneros interesados: un periodista independiente primero debe querer serlo –cosa que no siempre ocurre– y, en segundo término, tiene que poder serlo. No es tarea fácil. Los mitos no existen. Ya es hora de que –como escribió Manuel Vicent en el artículo con el que ganó el Premio González Ruano– muchos dejen de poner sus (interesadas) manos sobre Chaves Nogales. El mejor homenaje es leerlo. Y comprender que la dignidad moral no es un atributo de los héroes, sino una costumbre de algunos hombres terrestres. Un escritor sólo pertenece a quien lo lee. No es de nadie más.