Alice Munro, la voz rebelde de la gran maestra del cuento
«Su progenitora hubiera querido que ella fuera dócil, conformista, pero la chica tenía otros planes»
Cuando se dio a conocer, un periódico la presentó como «un ama de casa encuentra tiempo para escribir». Pocas palabras que concentran los prejuicios hacia la literatura escrita por mujeres, sobre todo cuando esta se centra, además, en el espacio privado, la maternidad, el matrimonio, las tensiones familiares, la amistad entre mujeres, el día a día en las localidades de provincias donde parece que nunca pasa nada pero pasa de todo y en todo momento cuando quien mira sabe prestar atención. Y no hay duda de la capacidad de observación extraordinaria de Alice Munro (Wingham, 1931-Port Hope, 2024), la gran maestra del cuento contemporáneo. Esa bienvenida condescendiente podría haberla desalentado, pero continuó. Publicó catorce libros a lo largo de casi seis décadas, que desde el principio le valieron numerosos reconocimientos. La culminación le llegó en 2013, con la concesión de un Premio Nobel de Literatura muy aplaudido.
Su padre, granjero, descendía de colonos escoceses –Munro rinde un homenaje a sus ancestros en La vista desde Castle Rock (2006), quizá su libro más atípico– y era un gran lector, un hombre con una sensibilidad particular que no obstante también la golpeó en una ocasión, episodio que la marcó, pero era una época en la que pegar a los hijos estaba normalizado. La madre, de ascendencia irlandesa, sufría Parkinson desde temprana edad y la enfermedad marcó la relación con su hija, que desde jovencita tuvo que ocuparse de la casa; aunque para Munro el malestar entre ambas se debía más bien a la diferencia de mentalidades, por la férrea moral anglicana con la que la educaron. El cristianismo lo impregnaba todo en Canadá, que aún no se había modernizado como su vecino del sur. Su progenitora hubiera querido que ella fuera dócil, conformista, una mujer de su casa y de su comunidad. La chica tenía otros planes.
En las entrevistas, Munro nunca se queja por el ambiente en el que creció, no se recrea en las adversidades. Ha llegado a afirmar que está agradecida por haber crecido en un entorno humilde, rústico, sin una cultura literaria, porque de haber pertenecido a una familia intelectual quizá seguir este oficio le habría dado vértigo. En cambio, el saberse distinta a los de su alrededor, una vez superada una fuerte crisis de inseguridad a los veinte años, le dio la convicción de que ella podría hacerlo, podría escribir. Además, señala que fue afortunada: de haber nacido una generación atrás, se habría quedado en la granja; no habría tenido elección. Sin embargo, en aquellos años ya había becas, acudió a la universidad. No es que se motivara a las muchachas a estudiar –las ideas de las familias seguían arraigadas el pasado, en general–, pero existía esa opción. Ella la aprovecho, y se arremangó en empleos no cualificados para costearse la carrera.
Cursó Filología inglesa y Periodismo, pero no llegó a terminar porque en 1951 se casó con un compañero, James Munro. Esto, casarse a los veinte años, que ahora parece una cadena, era la única vía para los jóvenes de romper el cordón umbilical. Munro tenía claro que quería escribir, y ya en sus años en la facultad escribía relatos. Fraguó su carrera poco a poco, eso sí: tuvo cuatro hijas –una de ellas fallecida al poco de nacer–, las tres primeras muy seguidas. La crianza de unas niñas tan pequeñas junto con la responsabilidad de ocuparse del hogar le impedían tomarse la literatura como un trabajo a jornada completa. Escribía mientras las niñas dormían la siesta, de ahí que el género breve se amoldara a sus circunstancias. Carecía de la habitación propia que señaló Virginia Woolf; pero, como Jane Austen, se las apañó para aprovechar los momentos de sosiego en los espacios compartidos de la casa. Cuando las chiquillas irrumpían en el cuarto, ella recogía sus bártulos y volvía a ser la señora Munro, ama de casa y madre.
Sus primeros cuentos datan de su época universitaria, aunque no se editó su primer libro hasta 1968, justo el año que marca las transformaciones socioculturales trascendentales de la segunda mitad del siglo. Munro confiaba en dedicarse a la novela cuando sus hijas fueran mayores; de hecho, su segundo libro, el soberbio La vida de las mujeres (1971), está a medio camino entre ambos géneros, es una serie de historias interconectadas que narran el coming-of-age de una joven que guarda ciertos paralelismos con ella. En cualquier caso, cuando dispuso de tiempo e intentó escribir una novela convencional, se dio cuenta de que ya estaba cómoda con lo suyo, esos relatos largos que ella llamaba «ficciones» a secas. Podría haberse visto frenada por tres muros –ser mujer, escribir cuentos y de temas domésticos, lejos de lo que predominaba en el canon y en el mercado–, pero desde sus inicios fue haciéndose un hueco en el entonces minúsculo sistema literario canadiense. El hecho de aparecer en la prensa, pese al titular infame, da prueba de ello.
En los años setenta se divorció, ocupó una plaza de escritora residente en la Universidad de Western Ontario donde había estudiado y contrajo matrimonio de nuevo, con Gerald Fremlin, con quien convivió hasta su muerte, en 2013. Se instalaron en una granja de la región, donde se mantenía apartada del ruido. No se sabe mucho de su vida porque llevó una existencia discreta; en esto, el peso de la educación religiosa, el no hacerse notar y guardar las formas, sí caló en ella. Ya en la vejez fue intervenida del corazón y superó un cáncer, experiencias sobre las que tampoco ahondó en declaraciones. Celosa de su intimidad, cuanto más crecía su prestigio –a finales de siglo empezó a tener reconocimiento internacional–, más desconfiada se volvía con los medios, lo que no le impidió relacionarse con algunos colegas, como Margaret Atwood, con quien la amistad se extendió durante más de cinco décadas.
Mujer elegante en todos los sentidos, hizo lo que hacen los grandes: dejar que su obra hablara por ella. Dio sus primeros pasos enviando cuentos a revistas y a la radio, cuando aún era posible labrarse una carrera a través de las publicaciones periódicas. La mayoría de sus historias se sitúan en el sureste de su Ontario natal, territorio agreste de pequeñas localidades, la misma zona donde se criaron Robertson Davies y Marian Engels. Munro hizo para esta tierra lo que los maestros del gótico habían hecho por el sur de Estados Unidos unas décadas atrás: elevar lo local a universal, convertirlo en un espacio literario mítico. Había crecido durante la Gran Depresión, conoció la Segunda Guerra Mundial y sus traumas; era consciente de las heridas de la gente humilde. Con la excepción de las que se remontan a sus antepasados, sus ficciones se desarrollan entre los años treinta y ochenta, más o menos, y reflejan los cambios que ella misma experimentó.
Su universo literario era la vida de provincias de la clase trabajadora. Había aprendido de autores como Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Flannery O’Connor, Carson McCullers, William Maxwell o su compatriota Mavis Gallant, y, como ellos, alcanzó esa «verdad» nuclear de la literatura desde lo minúsculo, lo próximo, lo ordinario. Lo trascendente se halla en el retrato de interiores, en la penetración psicológica. Cada texto le llevaba meses; más que como una sucesión de hechos o una trama, concebía cada cuento como una casa, cimentada capa a capa, un lugar donde vivir y convivir, donde se hacen descubrimientos y se sale cambiado; también para el lector, su lector, sucede así. Bajo la aparente sencillez de su prosa –rehuía cualquier artificio; su estilo es un destilado de eficacia narrativa–, con oído para captar el habla común, construía relatos complejos, con giros imprevistos, en los que un detalle en principio menor se revela como esencial, y lo amable deviene de pronto oscuro, o al revés. Provoca extrañeza y deslumbramiento, y con cada relectura adquiere nuevos significados.
Para Munro, la autobiografía no estriba en el qué, sino en el cómo. Es ahí, en la forma, en el punto de vista que adopta para acercarse a las vidas de los personajes, en las palabras elegidas, en el modo de narrar, donde se plasma su manera de estar en el mundo. O, como lo expresaba Francis Bacon, en el «sistema nervioso personal», la singularidad del creador para dar una vuelta de tuerca a lo ya dicho. Y, como un actor que lo transmite todo con la mirada, la literatura de Munro carece de aspavientos: no dice que un personaje está deprimido, sino que lo deja entrever con la descripción de un gesto; confía en la inteligencia del lector para completar el significado, lo deja rumiando sobre lo leído, invita a releer en busca de matices. En su dramatis personae abundan madres e hijas, amigas, matrimonios, jóvenes que se abren al mundo. El centro, con frecuencia, es ese conflicto entre vivir conforme a las normas impuestas o ser fiel al yo genuino, desarrollar la identidad. Tanto una opción como la otra implican hacer daño, a uno mismo, a los demás o a ambos; el maniqueísmo no cabe en sus páginas.
Ella misma experimentó ese dilema, que plasma en los personajes con una vocación artística: el egoísmo del creador, a ojos del pensamiento dominante, al salirse del molde y romper tabús con su obra. Munro se atrevió a tratar asuntos privados y silenciados, como el erotismo, el suicidio, la senectud o las sombras de la religión. Bajo su imagen de «ama de casa tímida», como ella misma se definía, se ocultaba una de las escritoras que más han innovado en el abordaje narrativo del sexo. De nuevo, sutileza: no narra un encuentro íntimo, sino que pone el foco en unas sábanas arrugadas. En una sociedad reprimida por los valores morales, la tensión sexual late bajo la superficie, se respira en una habitación, en un cruce de miradas en una tienda. Ambigua. Precisa. Y magistral. Si la tendencia actual se caracteriza más bien por nombrar la violencia, la sexualidad, la salud mental, porque al fin se dispone de un lenguaje para ello y de la libertad para usarlo, la generación de Munro tuvo que inventar subterfugios para integrar esa realidad que existía pero algunos se empeñaban en tapar.
Hay quien considera que Munro hizo por el género femenino lo que Philip Roth por el masculino. De lo que no cabe duda es que allanó el camino a las que vendrían después; contribuyó, como Edna O’Brien o Toni Morrison, también de su quinta, a enriquecer el canon literario para que las lectoras se reconocieran, para que los lectores ampliaran su espectro y, por último, para que las futuras escritoras no se nutrieran, en su formación lectora, tan solo de la mirada del hombre blanco occidental heterosexual. Para que encontraran un punto del que partir. Entre sus lectoras acérrimas están Elena Ferrante, Elvira Lindo, Jhumpa Lahiri o Sara Mesa; pero vale la pena señalar asimismo a algunos hombres, como Jonathan Franzen, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Juan Gabriel Vásquez, pesos pesados de las letras que manifestaron su admiración por ella antes incluso de que le concedieran el Nobel. Vale la pena subrayarlo, sí, porque, aunque debería estar (y más pronto que tarde lo estará, confiemos) normalizado, lo cierto es que aún hay pocos varones, sobre todo de determinadas generaciones, que destaquen a alguna mujer cuando les preguntan por sus lecturas. Munro logró hasta eso; y mucho antes de la ola feminista de la última década.
Rebelde en la narración y reservada en lo personal, así era esta mujer inconformista que se enfrentó al dilema de permanecer en el lugar donde había nacido, donde nada cambiaba, o atreverse a ir más ella. Y, si bien regresó al sureste tras el divorcio, volvió cambiada; volvió como escritora. Hasta para retirarse fue discreta: poco antes de ganar el Nobel, anunció que no publicaría más libros. Hubo quien lo puso en duda. Tras su muerte se ha sabido que padecía demencia senil desde hacía más de diez años. En su última obra, Mi vida querida (2012), la memoria de la niñez se halla más presente. Incorpora, además, una parte autobiográfica explícita; quizá la síntesis más brillante de su concepción del hecho literario. Después se editó Todo queda en casa (2014), una exhaustiva selección de cuentos hecha por ella misma que puede ser una puerta de entrada a su universo. Esto es, una puerta al desconcierto, al estremecimiento, al hallazgo luminoso. Advertencia: no se sale de ahí igual que se entró.