Las Hilanderas, «primer testimonio socialista»
El Prado ha abierto una sugerente exposición, ‘Arte y transformaciones sociales en España, 1885-1910’
Junto al heroísmo militar del cuadro de Las Lanzas de Velázquez, el fervor revolucionario del proletariado de Una huelga de obreros en Vizcaya, de Vicente Cutanda. Junto a las insinuaciones de la Maja desnuda de Goya, la desgarrada escena de prostitución de Vividoras del amor, de Julio Romero de Torres. Junto a los enanos de Velázquez, los monstruosos niños tullidos de Los desechados de Solana, víctimas de la herencia de la sífilis. Junto al Albañil herido de los cartones goyescos, el pescador malherido de ¡Aún dicen que el pescado es caro! de Sorolla.
El Museo del Prado ha hecho un extraordinario ejercicio histórico-estético con su exposición Arte y transformaciones sociales en España, 1885-1910, que ofrece el reflejo de las agitaciones y cambios sociales que se dieron en nuestro país entre los siglos XIX y XX. Así vemos cómo los grandes artistas del momento supieron reflejar esa situación, de la misma forma que los del pasado reflejaron su tiempo.
Lo más sorprendente, señala Miguel Falomir, director del Prado, es que las obras más subversivas ganaban premios oficiales y eran compradas por el gobierno con destino al Museo de Arte Moderno, hoy incorporado al Prado. Después de una huelga, de José Uría, donde se ve un huelguista muerto por la Guardia Civil, fue adquirido por Real Orden en 1898, y se exhibió durante 90 años en un despacho oficial, en la Diputación de Zamora.
Hay sin embargo un cuadro de Velázquez en el Prado que parece adelantarse en siglos al género de pintura social de esta exposición, y es Las Hilanderas. Hermann Cohen, el filósofo alemán fundador de la Escuela de Marburgo, dijo en 1912 que Las Hilanderas de Velázquez era «un cuadro de fábrica», calificándolo del «primer testimonio socialista», nada menos. En la Europa de aquella época había irrumpido esa nueva fuerza que parecía incontenible, el socialismo, el poder de las masas obreras que, en sólo cinco años, haría triunfar la revolución en Rusia, el país más grande y poblado del continente. Es comprensible, por tanto, que las preocupaciones sociales de Cohen le llevaran a esa interpretación simplista de uno de los cuadros más complicados y sugerentes de la Historia del Arte.
«Nunca Velázquez se había mostrado tan amigo de envolver al espectador en una trama tan compleja», dice de Las Hilanderas Javier Portús, jefe del Departamento de Pintura Española del Prado. Efectivamente, la pintura nos cuenta una historia -o mejor dicho, varias- que se articula en cuatro planos, cuatro escenarios que se van alejando del espectador. Y el último plano, el más difícil de ver, es el más importante.
Esta visión, que hoy día explica cualquier guía y contemplamos sin darle importancia, le ha costado siglos de estudio a los historiadores del arte. Durante cerca de 300 años los expertos han ido desentrañando las claves, los significados ocultos, como si fueran poniendo piezas de un rompecabezas. Vamos a recorrer en una página de periódico el camino que costó tantos años de investigación a las mentes más brillantes.
La obra conjunta de Velázquez muestra una cohesión feliz para los españoles, que la podemos disfrutar casi completa en un paseo por el Museo del Prado. Desde los 20 años trabajó prácticamente en exclusiva para el rey Felipe IV, lo que supone que casi toda su producción estuvo siempre unida, controlada y bien cuidada. No hay problemas de atribución, porque las pinturas de Velázquez aparecían regularmente en los inventarios reales perfectamente identificadas. Salvo algún robo de los franceses o algún regalo excesivamente espléndido de los reyes de España, su obra nos ha llegado a través de la donación de la colección real, que hizo Fernando VII para fundar el Prado.
Raras veces, desde que Velázquez se viniera a la Corte, trabajó el sevillano para algún cliente particular, y cuando lo hizo siempre un misterio ha enriquecido esa obra privada. ¿Quién es la mujer de la Venus del Espejo, el único desnudo de la pintura española antes de Goya? Y sobre todo, ¿qué quería pintar Velázquez cuando hizo Las Hilanderas?
Aracné
Creen los expertos que Velázquez pintó Las Hilanderas hacia 1657, tres años antes de morir en 1660, pero la primera mención documentada que existe de este cuadro es de 1664. Se trata del inventario de los bienes de Pedro de Arce, aposentador de palacio, es decir, un funcionario de la Corte. No hay certeza de que Arce fuese su primer propietario, pero lo que sí está claro es que sabía lo que tenía, porque su inventario dice: «Pintura de Diego Velázquez de la fábula de Aracné. 500 ducados», la más cara de todas sus posesiones.
Aracné era, según cuenta Ovidio en su Metamorfosis, una mortal que desafió a una diosa, lo que suele terminar mal. Aracné era la mejor tejedora del mundo, y presumía incluso ser mejor que Palas Atenea, divinidad de las artes manuales, de la inteligencia y la guerra. La diosa decidió darle una lección y se celebró un duelo, en el que Aracné tejió el rapto de Europa por Zeus convertido en toro. Su obra era mejor que la tejida por Palas Atenea, quien, furiosa, la convirtió en araña.
Esa metamorfosis de Ovidio, que es la substancia de Las Hilanderas, ocupa los dos últimos planos del cuadro, los más difíciles de ver. De hecho 50 años más tarde del inventario de Arce, ya no lo ven. La segunda referencia documental, en 1711, es la testamentaría del duque de Medinaceli, que lo legó al rey, y lo denomina «mujeres que trabajan en tapicería». Ya estamos en el «primer testimonio socialista» que diría Hermann Cohen.
En esa misma línea, el Inventario Real de 1772 lo llama «Fábrica de tapices», acentuando aún más la idea de que es un «cuadro de fábrica». En esa época, Anton Raphael Mengs, «primer pintor» del rey Carlos III, el artista más célebre y mejor pagado de su época, quedó fascinado por ese cuadro: «Parece que no tuvo parte la mano en la ejecución, sino que lo pintó la sola voluntad», diría Mengs que, por primera vez, lo bautizó «Ylanderas», dándole así el nombre que ha calado en la cultura popular.
Saltemos otro siglo, al XIX, cuando Ceán Bermúdez, pionero de la Historia del Arte española se plantea que en Las Hilanderas hay algo más que una escena costumbrista de mujeres trabajando en un taller. En 1819 Ceán intuye el trasfondo mitológico de la composición y dice que son las Parcas que hilan los destinos de los hombres. Aunque se queda en el primer plano y no llega a ver el significado del fondo, ha marcado un camino para otros estudiosos que vendrán después.
Durante años se producirá una tensión entre los que ven una fábrica y los que ven el Olimpo de los dioses, los que piensan que Velázquez quiso hacer una pintura realista y los que sostienen que la pintura es una rica fábula mitológica. Sería aburrido dar la extensa nómina de investigadores que poco a poco irían descubriendo la «trama tan compleja» con la que Velázquez envuelve al espectador, según Portús. Podemos resumir diciendo que en 1947 Diego Angulo, un especialista en Velázquez que fue director del Prado, recogiendo la investigación de muchos, formulaba la rica y compleja visión que hoy tenemos de Las Hilanderas.
En el primer plano hay cinco mujeres que trabajan en la real fábrica de Santa Isabel. Son obreras vestidas según la moda popular del siglo XVII, se puede entender por tanto que es una escena costumbrista, sin embargo la que tiene la cabeza cubierta con un velo blanco es en realidad la diosa Palas Atenea, que disfrazada de vieja fue a espiar a Aracné, que sería la muchacha que nos da la espalda.
El segundo plano, enmarcado por una puerta y unos escalones, lo ocupan tres damas, vestidas a la moda cortesana de la época de Velázquez. Han acudido a admirar un tapiz que hay colgado al fondo. Pero también tienen una doble personalidad mitológica, serían las tres jóvenes de Lidia que, según Ovidio, fueron testigos del duelo artístico entre Palas y Aracné.
El tercer plano está ya en el tapiz del fondo, son las figuras de Palas (reconocible por su casco) y Aracné, que contemplan un «tapiz dentro del tapiz», el paño que ha tejido Aracné y va a provocar la furia de la diosa.
Y finalmente ese «tapiz dentro del tapiz» constituye el cuarto plano, la escena del Rapto de Europa que ha representado la soberbia Aracné y va a costarle convertirse en araña. Pero no es un rapto cualquiera, reproduce exactamente el que pintó Tiziano para Felipe II en 1562 y que sería copiado fielmente por Rubens cuando estuvo en España. De esa manera, Velázquez se igualaba con los dos genios, los dos pintores más apreciados de la colección de Felipe IV. Dado el tema que tratamos, bien puede decirse que Velázquez no daba puntada sin hilo.