THE OBJECTIVE
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Juan Villoro: «De niño yo pensaba que Platón era una persona a la que le debíamos dinero»

El escritor habla de su más reciente libro, ‘La figura del mundo’, sobre su padre, el filósofo Luis Villoro

Juan Villoro es uno de los grandes escritores de la lengua española. Su obra es como un gigantesco ahuehuete, esos maravillosos árboles del altiplano mexicano, extrañas coníferas que crecen por igual a lo ancho que a lo alto y que perduran por milenios. El tronco es la vocación de estilo, la gracia verbal y la inteligencia aforística, y las ramas, entrecruzadas, son todos los géneros que ha desarrollado a lo largo de una vida de creación. Cuento, novela, crónica, reportaje, ensayo, traducción, teatro, conferencia magistral, literatura infantil. La obra de Villoro tiene el aval de la crítica, el favor de los lectores y la suerte de los premios. La conversación parte de su más reciente libro, La figura del mundo, una indagación sobre la compleja personalidad de su padre, el filósofo Luis Villoro. Luego se va, por los recovecos de la literatura, la política y las relaciones entre México y España, fiel a aquella que empezó, junto a nuestra amistad, en las inestables oficinas del suplemento cultural de La Jornada

PREGUNTA.-  En La figura del mundo te interrogas sobre la dificultad de ser hijo, intentando analizar la figura de tu padre. ¿En qué consiste esa dificultad de ser hijo? 

RESPUESTA.- La frase está tomada de un ensayo muy hermoso de Michel Tournier que escribió a propósito de Klaus Mann, el hijo novelista del también y muy célebre novelista Thomas Mann. En ese caso, la dificultad era muy específica, porque no solamente se trataba de que todo hijo tiene que seguir un poco las huellas del padre, el ejemplo, lo que se espera de él, sino que en este caso el padre era el novelista dominante de la lengua alemana y él quería probar suerte en esa trayectoria. Siempre se sintió disminuido. Era un muy buen novelista, publicó Mefisto, una historia basada en un caso real, de un actor que fue cómplice de los nazis porque no quiso dejar Alemania porque perdería la lengua de su oficio. Y esta novela, que tuvo bastante éxito, nunca estuvo a la altura de la de la fama inalcanzable de su padre. Él acabó suicidándose. Lo menciona Tournier en esa tensión de competencia y de rivalidad inmanente que hay entre padres e hijos. Freud tiene también una teoría muy hermosa al respecto, porque él como hijo estuvo una vez en Grecia y tenía muchos deseos de ver ciertas ruinas, y no fue a ese lugar y se abstuvo de hacerlo porque recordó que su padre también había querido ir a esas ruinas y no lo había hecho. Y él tuvo miedo de superar a su padre. A eso le llamó «piedad filial». Pero reflexionando posteriormente el propio Freud, y cualquier persona desde el sentido común, puede pensar que lo que en realidad todo padre quiere, si tiene nobleza paternal, es no solamente que el hijo pueda estar donde él estuvo, sino que lo supere, que precisamente llegue a donde él no llegó. Es lo que secretamente quiere el padre. No todos los padres, hay algunos que son opresivos, impositivos. Esta es la composición, digamos, de padres e hijos. Yo lo he hecho un poco en el plano intelectual, porque mi padre era filósofo y quise escribir un libro en donde inevitablemente hablara yo desde la dificultad de honrar al padre, cuando eres testigo y cuando eres alguien que le debes cosas, pero que también te dejó de dar cosas él. Es decir, tienes reclamos y agradecimientos. ¿Podemos ser testigos objetivos ante alguien que de alguna manera nos está tocando estas fibras, de lo que nos quedó a deber o de lo mucho que nos dio?

P.- Dejamos abierta la interrogante porque vamos a volver a ella. Tu padre no fue un filósofo, fue un grandísimo filósofo, Luis Villoro, discípulo del exiliado José Gaos, a su vez discípulo de Ortega y Gasset, quien creó un seminario con un grupo de alumnos aventajados para indagar sobre la esencia de lo mexicano. Hay una relación conflictiva, y hermosa al mismo tiempo, de tu padre, Luis Villoro, con el hecho de la mexicanidad, en el plano intelectual y también en el plano personal. ¿Por qué no nos cuentas un poco en esa doble faceta? 

R.- Las relaciones de un filósofo con la realidad son, por definición, conflictivas. Es alguien que está pensando el mundo, recomponiéndolo, tratando de analizar las cosas de distinta manera. Mi padre tenía, por principio de cuentas, un conflicto para reconocer su propia profesión. Él decía que la filosofía no era un oficio, era un simple modo de pensar. Al mismo tiempo, con una modestia quizá excesiva, lo cual tal vez era una forma oculta de la vanidad, pensaba que no debía ser descrito como filósofo, sino como simple profesor de filosofía. Yo durante mucho tiempo no supe a qué se dedicaba. De niño, para mí era muy compleja esta tarea abstracta de ver a mi padre acostado en un sofá reflexionando, y mi madre decía «es que está trabajando». Yo no sabía cómo se trabajaba acostado en un sofá. O de pronto él mencionaba alguna figura como Platón. Y yo decía: «pero, ¿quién es Platón?», y me contestaba: «un señor que tú no conoces». Y como él era muy evasivo, yo pensaba que Platón era una persona a la que le debíamos dinero y que por eso no podíamos saber dónde estaba. Todo era un poco extraño en el tema doméstico en relación con la filosofía, porque no es una tarea que puede entender fácilmente un niño. Y yo creo que a él le costó mucho trabajo no solamente aceptar su profesión, sino encontrar un lugar particular en la filosofía. Él nació en Barcelona, perdió a su padre cuando era muy niño, y su madre, que era mexicana, lo mandó a estudiar en un internado de jesuitas en Bélgica. Todo esto ocurrió en los albores de la Guerra Civil española. No era el mejor momento para que una mujer mexicana se quedara con tres hijos en Barcelona, recién viuda. Ella volvió a México, sus hijos crecieron en Bélgica con los jesuitas y ahí mi padre se acostumbró a la soledad, al conocimiento. Los jesuitas han sido grandes educadores y aprendió, digámoslo así, a pensar. Cuando se decanta por la filosofía lo hace ya en México, porque la Segunda Guerra Mundial lo lleva al país de su madre y al llegar a México se escandaliza de ese país. Un país violento, corrupto, con injusticias terribles. Y además él descubre que pertenece a una familia de terratenientes. Entonces se siente responsable en parte de esa desigualdad que hay en el en el país. 

P.- En el libro cuentas un momento emotivo y también estremecedor de tu padre, yendo a la hacienda mezcalera de San Luis Potosí, Cerro Prieto, donde el capataz obliga a desfilar a todos los peones para recibir al hijo de los herederos y a saludarlo de beso en la mano. Creo que es una escena que marcó a tu padre para toda su vida. 

R.- Sí, tienes toda la razón, porque él no contaba anécdotas personales. Era alguien a quien le gustaba hablar de ideas, de conceptos, pero era la persona menos chismosa del mundo y no le interesaban las anécdotas humanas. Pero esta la contó muchas veces porque lo horrorizó, siendo él un adolescente, ver que ancianos con el rostro trabajado por el sol, con los pies destruidos por las labores en la tierra, le besaban la mano con una sumisión que a él le pareció agraviante. Entonces él sintió que su vida no podía ser así, que tenía que desmarcarse de todo eso. Y ya es cuando estudia filosofía, estando en este país convulso, que no le ha gustado, que lo ha desconcertado, estando ahí por obligación, por la situación de haber llegado con la Segunda Guerra Mundial, que busca una ventana secreta hacia la realidad mexicana, algo que lo pueda atraer. Y la encuentra en el mundo de los pueblos originarios, la encuentra en las ideas y las costumbres, la teodicea, de los primeros pobladores del mundo mexicano. Pero como no es arqueólogo ni antropólogo le cuesta trabajo entrar de manera directa en contacto con los pueblos indios de México y lo que hace es escribir un libro, el primero de los suyos, sobre los primeros mediadores, los intercesores hacia los indios, que fueron los frailes ilustrados, Fray Bartolomé de las Casas, Fray Bernardino de Sahagún, etcétera, y los primeros antropólogos. El libro se llama Los grandes momentos del indigenismo en México. No es sobre los indígenas, sino sobre los indigenistas, es decir, sobre sus estudiosos. Eso es muy interesante en la trayectoria de mi padre, y yo quise dejar constancia de eso en mi libro La figura del mundo, porque empieza su trayectoria de esta manera y la termina siendo él ya en la práctica también un intérprete directo de los indios. La revolución zapatista de 1994, y todo lo que vino después, le da la oportunidad de ser un interlocutor directo por primera vez, estar con las comunidades, aprender de ellas. Y esto hace que se convierta, digamos, en un Bartolomé de las Casas posmoderno. 

P.- Consejero muy querido por las comunidades zapatistas, al final acabó militando activamente en la causa del zapatismo e incluso la familia decidió que parte de sus cenizas reposaran en Chiapas, entregadas en uno de los caracoles zapatistas. 

R.- Efectivamente, están en Oventik, donde se le hizo un homenaje muy hermoso. En La figura del mundo yo recojo un relato muy hermoso del Subcomandante Marcos, donde cuenta cómo mi padre se convirtió en zapatista, y es una especie de parábola sobre un hombre de ideas que quiere también de algún modo, ser un hombre de acción. 

P.- En cierto sentido, lo que él activa es esta discusión tradicional entre comunidad y sociedad. Es decir, para tu padre me parece que era más importante el sentido comunitario que el sentido de una estructura más amplia como es la sociedad. 

R.- Tienes toda la razón. Fíjate que es muy interesante, y hay un episodio en el libro que se ocupa de ello, de una preocupación que había en el México de medio siglo en torno al destino solidario que puede tener el ser humano. En 1948 mi padre escribe un texto sobre la condición existencial del hombre solitario y dice que el ciudadano moderno, que ha sido abandonado por las religiones tradicionales, que ya no cree en ideologías muy establecidas, que tiene que decidir todo por sí mismo, se encuentra ante el predicamento existencial de qué hacer con su vida. Y en ese texto mi padre dice: el salto que debe dar es hacia la comunidad, es decir, encontrar un núcleo de afectos compartidos que le permitan sobreponerse a su aislamiento. Y él entiende la comunidad como algo en tensión con la sociedad, porque la sociedad es el conjunto de reglas que, de manera neutra, hace que todos los individuos se puedan comportar de una forma. Y hay una ley que los ampara a todos por igual y cada quien utiliza esas normas y esas reglas para hacer su destino propio y más o menos las va aprovechando en su beneficio. En cambio, la comunidad tiene un sentido solidario a través de afectos que hace que el problema de uno sea necesariamente el problema de todos. Es decir, no se trata de que yo aproveche las condiciones para estar mejor, se trata de que todos, forzosamente, caminemos juntos. 

P.- ¿Y dónde colocaba tu padre, y dónde colocas tú, en esa dicotomía entre comunidad y sociedad, la libertad individual? El hecho de la discrepancia a los valores comunitarios, constituirte como un individuo frente a los otros. 

R.- Esa es una tensión que a mí me parece muy interesante, porque la idea de comunidad no niega lo individual. No es un borramiento, porque no se trata de un sacrificio de la categoría personal en aras del grupo. Los autoritarismos de izquierda o de derecha han negado totalmente la función disruptiva de la inteligencia. No se puede ejercer la inteligencia pensando exclusivamente en lo que están pensando todos en colectividad. Hay, por supuesto, un elemento de tensión, pero la idea que él manejaba era que, si se ejerce la política con un sentido de la ética, y eso es muy difícil, si se ejerce la política con ese sentido de servicio que implica la ética, entonces, por lo tanto, las relaciones del grupo con el individuo deben ser relaciones de equilibrio. Es decir, el grupo necesita el individuo porque el grupo es esta suma también de discrepancias que tienen un ser colectivo, que es el grupo, y aparte, dentro de ese ser colectivo, hay individualidades que no se cancelan. Eso es muy importante en una política que no se ejerce en términos doctrinarios, ideológicos o de dominación. 

P.- En el libro hay un personaje secreto, todo el tiempo, que es tu propio crecimiento y tu propio descubrir las complejidades de la relación con el padre. Yo descubro que, gracias a dos elementos aparentemente distintos, logras tener una mejor comunicación. Uno, cuando te das cuenta que a él le interesa mucho lo que tú escribes. El hecho de que tú te dediques a la literatura puede ser un vínculo entre ustedes más afectivo que el cotidiano. Y otro es el fútbol. Tu padre fue, no sé si un gran aficionado al fútbol, pero sí un gran aficionado a llevar a su hijo mayor al fútbol. 

R.- Él se encontró con un predicamento cuando se divorció de mi madre. Yo tenía nueve años y por primera vez se tuvo que hacer cargo de mí por entero. Normalmente, mi mamá se hacía cargo de todas las cosas familiares. Y él llegaba en la tarde, decía cualquier cosa, opinaba a la hora de comer, pero la vida era algo regido por mi madre. Cuando ellos se separan, y él se hace cargo de mí los domingos, se encuentra con una situación sin brújula. ¿A dónde llevarme? Fuimos al zoológico. Pero, ¿cuántas veces puedes ir a ver a los leones sin que empieces a bostezar como ellos? Fuimos al cine, pero la cartelera no siempre ofrece películas para niños, y sobre todo en aquella época. Y un día me llevó al fútbol. 

P.- ¿Te acuerdas de ese primer partido? 

R.- Sí, y tiene que ver con España, porque el Valencia, que era campeón de Copa, entrenado por Di Stéfano, se enfrentó al Oro, campeón de Liga en México. Era el equipo de los joyeros de Jalisco, por eso se llamaba el Oro [Club Deportivo Oro]. El Oro ganó 4 a 1 y a mí me encantó ese  partido. Y cuando él vio que me cautivaba el juego, supo qué hacer conmigo todos los domingos. De modo que el lugar donde yo vi más veces a mi padre, a lo largo de la infancia, y parte de la adolescencia, fue en un estadio de fútbol. A mí me sorprendió mucho, escribiendo ya el libro, porque son las cosas que te da la escritura como autodescubrimiento, pensar que mi padre, en cuanto yo pude ir por mi cuenta al estadio, él dejó de acompañarme. Me dijo: «ve con tus amigos», y sólo al escribir el libro me di cuenta que él en realidad no había ido por ser un gran aficionado, porque entonces hubiera seguido yendo a los estadios, sino que había ido por ser padre, lo cual me parece conmovedor, porque era su manera de acompañarme. Nunca me lo dijo, porque él era de muy pocas palabras respecto a los temas afectivos, pero lo pude descifrar, entender, al contrastar su actitud y verla a la distancia. El otro tema que mencionabas, el de la escritura, tiene que ver obviamente con su profesión. Él era una persona rodeada de libros, las cosas que valoraba tenían que ver con lo que estaba escrito. Es bastante obvio que yo tratara de acercarme a él de esa manera. No fue la única razón por la que yo escribí, pero sin duda influyó. Yo tengo un gato, que tú conoces, que se llama Capuchino, que suele cazar lagartijas en el jardín y está muy orgulloso de sus presas. Y cuando atrapa una me la lleva como un trofeo. Y las deja ahí, aunque yo no quiera ver esa lagartija un tanto mordida. Un poco es lo mismo que yo empecé a hacer con lo que empecé a hacer con los textos. Eran las lagartijas que le dejaba a mi padre a ver si las apreciaba. 

P.- Un tema de los estadios, que es muy emocionante en el libro, porque coincide casi con el fin de tu niñez, es el movimiento del 68. Tu padre formó parte del grupo de profesores que apoyaron a los alumnos. Estuvo en riesgo de ser detenido y, sin embargo, decidió que quería compartir contigo la experiencia de las Olimpiadas. Y tú tienes una relación inteligente y compleja con el movimiento del 68, porque en cierto sentido eres una víctima colateral de la represión.

R.- En La figura del mundo quise hacer un retrato de mi padre y hablar de la relación inagotable entre un padre y un hijo. Y esto tiene que ver con una mirada íntima. Pero también quería, a través de su figura, hacer un retrato de medio siglo mexicano, en el mundo intelectual y en las luchas sociales, porque mi padre fundó partidos políticos de izquierda, estuvo presente, como bien dices, en el movimiento estudiantil del 68, que desembocó en la matanza de Tlatelolco, y luego fue asesor y cómplice del movimiento zapatista en Chiapas. Yo quería vincular todos estos momentos públicos con momentos privados que los explicaran. Todos tenemos pulsiones íntimas que nos llevan a hacer ciertas cosas. Algo nos afecta y eso nos motiva a actuar de alguna manera. Quise encontrar esos asideros y en el episodio dedicado al 68, efectivamente, yo hablo de un momento muy crucial para él, porque perteneció a la coalición de maestros y la mayoría de sus compañeros, sobre todo los más cercanos, ya estaban en la cárcel, los habían detenido. Algunos se quedarían dos años en la cárcel de Lecumberri, en la Ciudad de México. Y él no había sido detenido. Tenía derecho a un año sabático, pero no lo tomaba. Mi madre, aunque ya estaba divorciada de él, le urgía a irse para que, claro, no cayera preso, que hubiera sido una desgracia para toda la familia. Y yo recuerdo que fuimos a un entrenamiento de waterpolo en Ciudad Universitaria, poco antes de las Olimpiadas y se le acercó una persona y le dijo: «Luis, ¿qué haces aquí? Estás en la lista negra, escóndete». Y él dijo: «Estoy con mi hijo», como si eso le diera un salvoconducto para andar en libertad. Muchos años después, releyendo esa escena, veo la importancia que tuvo para él mantenerse en México en el periodo de las Olimpiadas, porque habíamos conseguido boletos para las competencias. Esa era mi gran ilusión. Yo tenía 12 años. Para un niño de 12 años ir a ver la gimnasia, el baloncesto, las competencias de pista y campo, todo eso era formidable, y él no quiso dejarme solo. En esa época yo era sonámbulo, por los temores que tenía en el crecimiento, la separación de mis padres, una situación desajustada en la escuela, en fin, una serie de circunstancias me llevaron a caminar de noche. Y ese proceso de acompañamiento de mi padre me ayudó a dejar el sonambulismo. Cuando viví esto en el 68, lo único que me importó fue que El Sargento Pedraza ganara medalla oro en caminata o El Tibio Muñoz en natación, que eran los héroes mexicanos. Me enamoré de Natalia Kuchínskaya, una gimnasta rusa bellísima. En fin, fue lo que me cautivó. No me di cuenta del peligro que corría mi padre, aunque los tanques habían tomado la ciudad, sus amigos estaban en la cárcel. Es decir, había una paranoia latente, pero yo me concentré en lo que me interesaba. Muchos años después, al escribir esto, veo que él corrió ese riesgo en gran medida para estar conmigo. También atempero un poco esto porque él se sentía culpable de no haber sido detenido. 

P.- La culpa del superviviente. 

R.- Exacto, la culpa el superviviente, que tanta gente la ha expresado. La gente que se salva y siente no haber corrido la misma suerte que sus compañeros. También quería darle oportunidad a la policía de que lo de que lo detuviera. Pero gracias a estas contradicciones que él tuvo, a mí me ayudó, me permitió ir a las Olimpiadas y dejé de caminar dormido. 

P.- Tenía dos características curiosas tu padre. Una pésima relación con el dinero, entre desprecio y culpa por ser rico o de familia rica, lo que hizo donarlo de manera irresponsable unas veces y otras no tanto, y otra segunda, su idea de lo sagrado, el misterio de lo sagrado. Tu padre se fue alejando del credo cristiano, pero sí descubrió que había algo más allá, que la pura razón no podía explicar el mundo. Hay un texto suyo, en la revista Vuelta, «La Mezquita Azul», donde siente la enorme fascinación de ver el credo islámico en Estambul.

R.- Las dos están conectadas, porque había un puritanismo franciscano en él de renunciar a la riqueza. Él anotaba, y esto está contado en el libro, sus haberes y sus deberes en El capital de Marx. Tenía la edición Mega, que es la edición oficial en alemán de las obras completas de Marx y Engels. Y ahí, en la contratapa, iba poniendo sus ahorros y todo. Guardaba billetes en El capital de manera muy emblemática. Un día nos llamó a mi hermana y a mí –tendríamos, no sé, ocho y diez años, por ahí–, y nos dijo: «Hemos heredado un dinero que no hemos hecho nada para merecer –había muerto su madre y del dinero de la familia le había llegado en un tercio, porque eran tres hermanos– y nosotros vamos a regalar este dinero a la gente que lo necesita». A los ocho y diez años, a mi hermana y a mí nos pareció fabuloso ir por la calle aventando billetes. Eso era algo sensacional. Pero claro, no pensamos lo que estábamos haciendo. Creo que la idea de mi padre fue altamente irresponsable, porque él sí trató de apoyar causas nobles, pero lo que hizo fue derrochar el dinero. Hubiera sido mucho más lógico que invirtiera en edificios y diera las utilidades a causas nobles, pero no que simplemente se deshiciera de todo. Además, no pensó que ese era finalmente el dinero de varias generaciones que lo habían amasado. Y que algunos de nosotros tendríamos dificultades en el futuro, sobre todo por dedicarnos a la escritura y cosas así. Ese tema del dinero que le quemaba las manos tenía que ver con el pecado, el pecado de la riqueza, entendida como un mal. Por otra parte, está el tema que tú bien señalas de la religiosidad. Tuvo una educación con los jesuitas muy religiosa. Su hermano fue jesuita. Y él abjuró del dogma, le molestaba mucho la idea de pecado, le molestaba la hipocresía de la Iglesia como institución, pero se mantuvo muy fiel a ciertos principios cristianos. Uno de sus puntos de encuentro con los zapatistas es, por supuesto, el cristianismo, porque los zapatistas se formaron, entre otras cosas, en la lectura rebelde de la Biblia, en la Teología de la Liberación. El Subcomandante Marcos también es un discípulo de los jesuitas, y los jesuitas han sido grandes educadores de rebeldes, de Simón Bolívar a Fidel Castro. James Joyce, en fin, tanta gente radical. Mi padre lo que trató de hacer con el tiempo fue entender el misterio de lo sagrado y, desde la filosofía, ocuparse de lo inefable, lo cual parece una contradicción de términos, porque lo inefable es lo que no tiene explicación y no se puede decir. ¿Cómo decir lo inexpresable? Escribió un libro que se llama La significación del silencio, escribió sobre la religión de la India…

P.- Muy cercano al budismo también. 

R.- Al final de su vida estuvo muy cerca del budismo y, como bien dices tú, también dejó un texto sobre el misterio de entrar a la Mezquita Azul en Estambul y sentirse sobrecogido por una experiencia que no podía explicar, pero trataba de alguna manera de volver lógica. Ese texto es fascinante, porque son las dos caras contradictorias de una misma persona. En la primera parte se entrega de manera lírica, poética, al misterio de la fe, y luego trata de deconstruir esto racionalmente y decir «no me debo dejar llevar por eso», «no puedo deponer mi razón». Y yo creo que esa contradicción estuvo siempre presente en su pensamiento. 

P.- En el funeral de su hermano Miguel, sacerdote jesuita, tu padre tiene un arrebato porque le duele mucho reconocer que su hermano no fue feliz. ¿Tú crees que tu padre fue feliz?

R.- Fue bastante feliz, a veces haciendo infeliz a los demás, porque tuvo sus arrebatos egoístas, como tantas personas. Al escribir este libro yo quería mencionar algunas heridas. No puedes hablar de alguien que estuvo tan cerca de ti sin mencionar ciertas carencias, pero quería hablar desde las heridas sanadas o cerradas. No desde el reproche vivo, sino decir: lo entiendo. Me parece que aquí actuó mal, pero, en el balance final, mi pequeña crítica no es tan importante para la figura de conjunto que estoy tratando de trazar. 

P. En el libro de «haberes y deberes» de la figura del padre hay más haberes.

R.- Por supuesto, hay muchos más haberes, porque yo creo que fue una persona feliz que le dio mucho a los demás. A mí me sorprendió mucho una cosa cuando él murió, en 2014, y es que yo pensé que ahí terminaba una trayectoria. Tú habías sido instigador de este libro, de La figura del mundo, sabías que había escrito yo algunos textos, y me habías dicho «escribe el libro», y yo agradecía mucho esa motivación, que era mía también, lo quería hacer. Y pensé que la muerte era el momento. Pero ahí me di cuenta de que la muerte no cierra la puerta. La muerte abre una serie de oportunidades, porque empiezas a hablar de lo que tu padre significó para los demás. Y ahí es donde vi lo mucho que le había dado a tantas personas distintas. 

P.- Un funeral con multitud de gente, agradeciendo, llorando… 

R.- Personas muy variadas. Tuvimos que ampliar la sala, recordarás, porque empezaron a llegar demasiadas personas. Y entonces este filósofo, tan aparentemente apartado de la sociabilidad, se había conectado con muchas personas de manera muy distinta. Y entonces yo dije: «no, no puedo escribir de él ahora, me tengo que llenar de las referencias sobre él». Porque la vida de una gente es también la vida de lo que los demás dicen de esa gente, de la forma en que lo recuerdan. 

P.- Sin duda. Es como pervive, además. En ese sentido, el libro cierra con el capítulo más difícil y polémico para ti, seguramente, que es una conversación a calzón quitado, como decimos en México, con tu madre sobre la figura del padre. Y ahí tu madre por primera vez se permite frente a ti hacer algunas críticas que había preservado.

R.- Es muy curioso. Cuando escribes un libro la gente te dice cosas que nunca te ha dicho antes, como si estuviera esperando la oportunidad de que las cosas fueran verdaderamente serias. Yo he tenido conversaciones con amigos que cuando saben que estoy escribiendo en serio de un tema me dicen lo que nunca me habían dicho. Y eso mismo pasó con mi madre. Quería que ella tuviera la última palabra por muchas razones. Quizá el tribunal más severo, pero también más objetivo, que podemos tener respecto a nosotros mismos es el de una persona que nos ha querido, que ha vivido con nosotros, pero que ya no tiene ese compromiso. Es decir, una ex pareja, que te puede juzgar con toda la objetividad y la distancia y quizá con el rigor que mereces. Por otra parte, mi madre me había enseñado a ver el mundo en clave mucho más afectiva y emocional que en la forma en que mi padre veía el mundo. Me di cuenta que estaba escribiendo un libro sobre mi padre, pero muy marcado por la forma en que mi madre me ha enseñado a ver las cosas. Por eso dije «tengo que hablar con ella». Y el balance final le correspondía. El libro está dedicado a ella. Fue la primera lectora del manuscrito y era muy importante hacer este balance. Y ahí dijo algunas cosas severas, dijo otras que no quise meter en el libro, porque finalmente es mi libro y yo tampoco quería que ese ese epílogo fuera en contra de muchas cosas que yo había construido en el libro, porque cuando tú piensas en tu padre, lo estás construyendo. No es necesariamente la visión más objetiva o pragmática. Si un padre tiene cinco hijos, hay cinco versiones de sí mismo. Tampoco quería que todo se desmontara, pero sí hubo reajustes a partir de lo que me dijo mi madre, que tampoco fue un ajuste de cuentas de su parte. Simplemente explicó las razones por las que se habían separado, las razones por la que eso había fracasado. Y luego, algo para mí muy misterioso, que es lo siguiente: ¿por qué ese matrimonio que fracasó, que nunca estuvo marcado por el afecto, como tantos de la época, lo cual es bastante triste, ese matrimonio sin amor, después encontró una manera a la distancia de convertirse en una historia sentimental, de complicidad, de amistad e incluso, me atrevo a decir yo, de amor? Mi madre me contradice en esto. Ella dice que eso probablemente no es amor, pero que si yo quiero verlo así es mi problema. 

P.- En esta infancia sonámbula, hay un elemento que le mete una densidad de rigor y de dificultad, y es la decisión de tus padres de hacerte alumno del Colegio Alemán. Hoy, ¿cuál es tu balance de esa formación? Porque, por una parte, te ha dado una enorme capacidad de organización, de disciplina, has sido traductor de Goethe, Lichtenberg, Von Rezzori. Pero, por la otra, no deja de ser un mundo muy duro, con unas exigencias brutales. 

R.- Mi padre era un gran admirador de la educación europea. Él, como he dicho, admiraba los valores del México profundo. Fue de los creadores de esta expresión que luego tuvo mucha fortuna. Ese mundo soterrado de lo indígena, del que ahora se habla mucho, especialmente después de la rebelión zapatista, pero que durante mucho tiempo se consideró como parte del del pasado. Y, sin embargo, aquilataba los valores de Europa, donde él había nacido, donde había estudiado. Quería que yo estudiara en un colegio de ese tipo. Y encontró la posibilidad de que yo ingresara al Colegio Alemán. 

P.- En la sección alemana, además. 

R.- A los cuatro años fui sometido al examen que probablemente ha sido el más importante de mi vida y del que no recuerdo nada y que hizo que los maestros del Colegio Alemán me incluyeran en el grupo donde todas las materias se llevaban en alemán, salvo lengua nacional, lo cual hizo que, por supuesto, nada me gustara más que el español, porque era la lengua de la libertad, la lengua que yo podía hablar en el patio. Y con la que me sentía en contacto, y no la lengua impuesta que tenía que estudiar. La mayoría de mis maestros –yo ingresé en 1960, 15 años después del término de la Guerra Mundial– habían sido miembros del ejército nazi y el Colegio Alemán había sido el principal centro de propaganda nacionalsocialista. Lo cual es perfectamente lógico porque Hitler llegó al poder con elecciones democráticas. El Colegio Alemán era el bastión cultural de un gobierno alemán democráticamente electo en América y entonces difundían la propaganda nacionalsocialista. Y todo esto tenía que ver con un sentido de la disciplina, de la exigencia, también de frustraciones por la guerra perdida, todo eso que fue difícil de llevar. Teníamos un maestro que en un campamento un día empezó a llorar al lado de una fogata, cosa rarísima, porque era un hombre de una severidad extraña y cuando se le preguntó qué le pasaba, él dijo: «Es que hoy es cumpleaños del Führer». Seguía teniendo dentro de sí el aprecio por Hitler, aunque toda propaganda estaba prohibida en el colegio. Pero más allá del tema estrictamente político, la disciplina prusiana que caracterizó a Alemania durante tantos años se impregnó en nosotros de una manera muy fuerte. Yo estuve nueve años en ese colegio y muchas de las cosas que yo hago hoy en día tienen que ver con esa educación, que repudié por coercitiva, pero que me cambió de una manera que no he podido rebatir totalmente. Yo me he vuelto un tanto más relajado, pero no mucho. 

P.- Hay alguien que te ayudó mucho en la adolescencia, que tristemente ha muerto, José Agustín. Quizá la gente en España no lo ubique, pero es el padre de la literatura pop en español, probablemente muchos años y décadas antes que en España. Tú, con 13, 14 años, leíste De perfil y ahí entendiste que había otra forma de ver el mundo. ¿Por qué no hacemos un pequeño homenaje a José Agustín? 

R.- Me parece extraordinario. A los 15 años yo recibí de manos de un amigo mío del barrio la novela De perfil, de José Agustín. Él la había leído con entusiasmo, lo cual me sorprendió y casi me asustó, porque él no leía libros. Yo tampoco. Y me dijo: «Léelo, es una cosa increíble». La novela está escrita en primera persona, entonces él creía que eran las confesiones auténticas de un adolescente. Y yo creí lo mismo. Esta novela se ubica en las vacaciones entre la secundaria y el bachillerato, que era el momento en el que yo me encontraba. El protagonista no sabe qué hacer con su vida. Odia la escuela. Sus padres se están divorciando. Mis padres se habían divorciado. Vive en un barrio de clase media muy parecido al que yo habitaba, de modo que fue como una lectura en espejo. Me sentí totalmente identificado con la literatura, algo improbable, porque hasta ese momento yo pensaba que los libros habían sido escritos en otra época y que no tenían nada que ver conmigo. Tenía la suposición de que si algo era literario tenía que ver con grandes batallas o con el descubrimiento del Polo Norte. Hazañas mayúsculas. No con mi vida minúscula, cotidiana. Y De perfil me hizo ver que incluso una existencia tan anodina como la mía podía ser fascinante y divertida si era mejorada por escrito. Ese descubrimiento me regaló dos cosas esenciales: lo primero, la vocación de escribir. Y lo segundo, algo todavía más importante, que es la certeza de que cualquier cosa que me pasara de ese momento en adelante, buena o mala, podría ser material literario. Es decir, que nada se iba a desperdiciar en mi vida, que los horrores, los quebrantos, las traiciones, las decepciones, todo lo malo también podría ser parte de las aventuras literarias. Y eso reestructuró para siempre mi manera de ver el mundo. Y José Agustín me rescató de mí mismo. Lo mismo hizo con muchos otros lectores, porque De perfil y otros libros fueron la gran literatura juvenil que se ha leído en México y que se sigue leyendo. Yo estuve en el homenaje a los 50 años de esa novela y me sorprendió ver un auditorio lleno de gente joven que seguía leyendo a José Agustín con la misma devoción con que yo lo hice. 

P.- Tu vida de escritor empezó como cuentista, con Albercas, pero has tocado muchos géneros y todos con éxito y rigor. Ha sido uno de los grandes cronistas del idioma, dramaturgo, guionista de cine, novelista. ¿Cuándo y cómo sabes que una historia pertenece a un género? 

R.- Es una pregunta muy buena porque es incontestable. Hay veces en que piensas que algo que estás escribiendo es material de una crónica, pero encuentras que hay un misterio que debe ser completado por la ficción. Es decir, que lo más importante de esa historia es una laguna de sentido que sólo puede ser imaginada. Entonces ahí te tienes que decantar por otro género, que es convertir eso en un relato, convertirlo en una novela. Y al revés. Hay veces que tú, basado en un hecho real, tratas de escribirlo como ficción y te das cuenta que lo más fuerte que tienes, el capital esencial, es lo que ya ocurrió. Entonces debes ser humildemente testigo de ese material y no tratar de adornarlo con alguna suposición que no viene al caso. Pero es un territorio muy resbaladizo, porque no siempre sabes si hacer lo uno o hacer lo otro. Y en ocasiones acabas mezclando en forma un tanto híbrida las cosas. Tú publicaste en México una novela mía, La tierra de la gran promesa, y esa novela tiene que ver con el incendio de la Cineteca Nacional en México, que fue producto de descuidos que hubo en esa época. 

P.- Fue un hecho real y exacto. 

R.- Es un hecho real que tuvo una influencia muy directa en una generación de cineastas, porque los que empezaban a estudiar cine en aquella época, es decir, de mi generación, en los años 80, se dieron cuenta que el acervo del cine estaba en llamas, habían perdido su memoria, perdieron casi el emblema de su oficio. Tiene que ver con un documentalista que se hace cargo de la realidad y al buscar oportunidades encuentra la posibilidad de entrevistar a un capo del narcotráfico. Y sin saberlo se convierte en delator, que es algo que ha sucedido en la vida real. La relación entre el documentalista y la búsqueda de la verdad tiene que ver mucho con la crónica. Entonces yo al escribir una novela, uso recursos de la crónica y toco temas que vienen de la investigación de la realidad. 

R.- Lo has definido en el famoso prólogo a Safari accidental, donde juegas con la definición de Alfonso Reyes sobre el ensayo, que dice que es «el centauro de los géneros». Tú aventuras una definición que es a un tiempo divertida y por otra muy precisa sobre la crónica: es «el ornitorrinco de la prosa».

P.- Alfonso Reyes encontró esta mascota mitológica, el centauro, para el ensayo, porque decía, es una criatura híbrida. El ensayo tiene algo de narración y algo de reflexión. Pero la crónica tiene que ver con todos los géneros, y es como el ornitorrinco, que parece cinco o seis animales, pero no es ninguno de ellos. Es un marsupial, pero parece un pato, pero también un castor. Y la crónica tiene algo del relato porque cuenta una historia. Por supuesto, del reportaje puro y duro, porque esta historia es verdadera. Del ensayo porque hay ideas que se ponen en juego, informaciones. Del teatro porque acomodas los parlamentos de una manera dramática. Puedes utilizar la opinión pública como una especie de coro griego. De la memoria, porque a veces trabajas en clave personal y cuentas algún recuerdo. De la poesía, porque todas las artes pues aspiran también a esos fogonazos que pueden condensar el mundo en una frase. En fin, todos los géneros están ahí, pero es otro género distinto. 

P.- Quizá ser experto en crónica es lo que te abrió la puerta para indagar otros géneros como autor. Quizá hay una relación directa entre ensayo, crónica y narrativa. Lo que yo no veo tanto, y tú has desarrollado también en una segunda etapa de tu proceso intelectual, es el teatro. ¿Cómo fue eso y por qué decidiste incursionar en el arte dramático?

R.- Fuiste generoso al decir una segunda etapa, porque en realidad es una tercera y última etapa. Yo empecé a escribir teatro muy tarde, ya de manera formal, a los cincuenta años. Tú me has acompañado en los estrenos. He estrenado hasta ahora ocho obras, que ya es bastante. De modo que tendré una vejez claramente dramática. Quise ser dramaturgo siendo muy joven, a los 15, 16 años, cuando descubrí el gusto por la lectura. Había un director de teatro que nos fascinaba a mí y a mis amigos, que era Alejandro Jodorowsky, este gran transgresor del teatro mexicano, que había estudiado en París con Marcel Marceau y había estado en las vanguardias poéticas chilenas. En fin, una figura múltiple. E hicimos una obra colectiva que tuvo bastante recorrido. Se llamó Crisol, porque  eran distintas voces y pensamos como en  los laboratorios de química, en un crisol se combinan distintos elementos. Fue una obra bastante ingenua, pero que apelaba a temas de la época, sexo, drogas y rock and roll, que gustaron a la gente. Y pensé que seguiría escribiendo teatro, pero es sumamente complicado llevar las obras a escena. ¿Quién le paga a un dramaturgo de 18 años una escenografía? ¿Quién le confía actores? 

P.- Es un arte colectivo. 

R.- Un arte colectivo que requiere de muchos apoyos y yo, sinceramente, me acobardé. No pude seguir con esa posibilidad. Habría tenido quizá que ser primero actor durante un buen tiempo y luego ya pasar a la dramaturgia. Yo lo que quería era escribir, y el cuento resolvió el asunto con una hoja de papel y un lápiz, y ya me decanté por otra ruta. Pero el teatro me parece una posibilidad extraordinaria de jugar con los afectos y de convertir el diálogo en una forma de la acción. O sea, a diferencia de lo que estamos haciendo tú y yo aquí, que es conversar y tratar de intercambiar ideas meramente a través de la conversación, en el teatro, el diálogo es algo que transforma el destino de manera instantánea. Yo te digo algo a ti que revela que te estoy traicionando y entonces tú me dices otra cosa que me anuncia que me vas a matar. 

P.- Y al mismo tiempo es el gran espejo de la sociedad. Si quieres entender una sociedad, el teatro es probablemente el mejor termómetro. 

R.- Yo viví en Berlín oriental, y ahí esto era clarísimo, porque, en los sistemas autoritarios, el teatro se convierte en ese espacio de libertad en donde efectivamente el balance de la sociedad se puede decir de manera muchas veces encriptada, pero que comprenden los que están presentes y que lleva a una catarsis necesaria. No es casual que Václav Havel, por ejemplo, el gran disidente checo, fuera un dramaturgo. Hace no mucho tiempo tuve oportunidad de hablar con Ingo Schulze, que es un muy buen cuentista de Alemania oriental, y le pregunté si extrañaba algo del socialismo y me dijo: «el teatro».  

«Cataluña ya no acoge lo latinoamericano como antes»

P.- Tu familia establece un diálogo muy claro entre México y España. Tu padre nació en Barcelona, de madre mexicana. Tu madre nació en Yucatán, de padre español. Eso te llevó a ti también a tener una especie de vínculo sentimental muy fuerte con España. De amor y de rechazo. Y en cierto sentido, culmina esa experiencia con los cinco años que pasaste en Barcelona. ¿Cuál sería tu reflexión hoy de esos años viviendo en Barcelona y cómo ves a la sociedad española? 

R.- La gente que pertenece a la España fuera de España puede caer en idolatrías fáciles por la tierra perdida. Tú y yo hemos estado en el Orfeó Català de la Ciudad de México, comiendo guisos catalanes y evocando un país que probablemente es mucho mejor en nuestra fantasía que en la realidad. El exilio tiene esa condición de que lo que se perdió se agranda con la nostalgia. Para mi padre ningún equipo era mejor que el Fútbol Club Barcelona, que la verdad, en aquella época no era tan grandioso como lo sería después. Pero él tenía esta idea mítica, del parque de la Ciudadela también, del que me hablaba mucho, cosas de ese tipo. Hay una España de la evocación que hemos hecho desde el Colegio Madrid de la Ciudad de México, el colegio Luis Vives, que dirigió tu madre, donde tú estudiaste, esta comunidad de afectos de la España de México. Y tú dijiste una cosa que a mí me parece esencial, que a mí me costó mucho trabajo entender, y que es que ser hijo de un republicano español en México no es una forma de ser español, sino que es una forma de ser mexicano. Es decir, tú siempre piensas que tienes algo de España, porque desciendes de los españoles, pero en realidad ya estás en otro país. Y cuando llegas a España te encuentras con un país diferente, muy estimulante, pero por otras razones. No ese país que tú habías imaginado. 

P.- Y tú viviste ese cruce. 

R.- Yo viví ese cruce en un momento en que Barcelona seguía siendo una ciudad muy receptiva para lo latinoamericano. Ahí estaban grandes amigos míos, como Roberto Bolaño, Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas, un escritor catalán pero que escribía en castellano y muy escorado hacia la literatura latinoamericana también. Era una sociedad cosmopolita que me temo que hoy en día ya no lo es tanto. Sabemos que Cataluña ha pasado por toda esta polarización de todos los países. Y quizá este pulso, esta manera de acoger lo latinoamericano, y la escritura que se escribe en castellano, ya no es tan fuerte como lo era antes. 

P.- Hay un amuleto que recorre tu vida y el libro La figura del padre, que es el llavero del Fútbol Club Barcelona, el primer obsequio que te hace tu padre, ¿no? 

R.- Sí, el primer obsequio que me da es un es un llavero del Barça, lo cual me convierten en culé obligatoriamente. Algo muy fácil de cumplir, porque nadie lo veía jugar, no había televisión satelital, entonces yo era conjeturalmente blaugrana. No tenía que cumplir con ninguna expectativa ni ir al estadio. En 1962 vi por primera vez al equipo, en unos partidos amistosos que jugó en México, pero naturalmente yo me hice hincha de un equipo nacional, el Necaxa, que era el que podía ver y el que podía seguir en las tribunas. 

P.- Este programa pregunta a sus invitados, al final, que recomienden un libro con la idea de ir configurando una biblioteca. Si tuvieras que decirle al público que nos escucha, que nos oye, o que nos lee, un libro que se tienen que llevar leído a la tumba, ¿cuál sería? 

R.- Un libro que condensa de alguna manera todo lo que hemos estado diciendo aquí. Es el gran libro sobre el padre que escribió la literatura mexicana, que es Pedro Páramo, de Juan Rulfo, que es una visión crítica de un padre autoritario, un cacique, un patriarca. Y, al mismo tiempo es una historia extraordinaria sobre la fuerza de la fantasía, porque los personajes son espectros, son fantasmas. Es la gran parábola del despojo. Hemos hablado aquí de la pobreza, la indignación ante la injusticia. Y esa es la historia de fantasmas que son tan pobres y han sido despojados de tantas oportunidades que ni siquiera les puede suceder una acción. No tienen derecho al acontecer. Y porque los vivos ya no se acuerdan de ellos. Hay una responsabilidad moral muy fuerte en quienes atestiguan esa historia. Y el vivo es naturalmente el lector. Entonces, Juan Rulfo apostrofa al lector y dice: «Tú, que contemplas este desastre, ¿qué haces para remediarlo?».

P.- Leer Pedro Páramo

R.- Desde luego.

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