Cristina Rivera Garza, un Pulitzer de justicia
«Como ya advirtió Orwell, el lenguaje crea la realidad, y esta escritora hace hincapié en ello»
El 16 de julio de 1990 mataron a Liliana Rivera Garza. Tenía veinte años. El asesino, su exnovio, desapareció sin dejar rastro. Nunca lo localizaron, no hubo ningún juicio. Feminicidio, se trataba de un feminicidio; pero entonces no existía esta palabra, como tampoco existían leyes para proteger a las mujeres, ni protocolos para ayudar a las familias de las víctimas. Treinta años después, treinta años de silencio, culpa y vergüenza, Cristina Rivera Garza (México, 1964), escritora de larga trayectoria, vuelve sobre el crimen en El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), Premio Pulitzer de Memorias o Autobiografía 2024. Un libro, en sus palabras, «para celebrar el paso de Liliana por la tierra y para decirle que, claro que sí, lo vamos a tirar. Al patriarcado lo vamos a tirar».
La autora, que reside en Estados Unidos desde hace más de treinta años, viajó a México para reabrir el caso. En su día se archivó y el expediente podría haberse perdido. En el relato, sus memorias más íntimas se mezclan con la ignominia de la burocracia. No importa cuán terrible sea la pérdida: que se investigue o no depende de su encaje en el sistema judicial, un sistema que, al menos, ha evolucionado. Como ya advirtió Orwell, el lenguaje crea la realidad, y Rivera Garza hace hincapié en ello: lo que carece de nombre no existe, se disuelve en la corriente. Hacía falta acuñar el término «feminicidio», e incorporarlo al léxico jurídico, para definir lo que le habían hecho a Liliana, lo que se hizo y se sigue haciendo a tantas mujeres en todo el mundo. Para que dejen de llamarse «crímenes de pasión», «andaba en malos pasos», «¿para qué se viste así?», «algo debió haber hecho», «sus padres la descuidaron» o «se lo merecía» (p. 34).
Y para tener la oportunidad de la justicia. Las palabras se crean a partir de la realidad, reflejan los cambios, las necesidades nuevas. Solo cuando la sociedad las defiende pueden entrar en el poder y traducirse en leyes. El vocabulario deviene un arma: «Uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje» (p. 42). Rabia, impotencia, pero sobre todo una exigencia limpia: «Debe haber un juicio y debe haber una sentencia. Debe haber justicia» (p. 38). La falta de medios, la violencia asimilada, llevaron a la familia a guardar silencio, una «forma torpe y atroz de protegerte» (p. 42). La gestión del duelo, el temor de exponer a Liliana, la culpa y la vergüenza por no haber estado ahí, por no haber sabido ver. Pero ¿habrían podido?
Este libro es también una reconstrucción: Liliana escribió diarios y se carteó con sus amigas desde la adolescencia, documentos que la autora lee, filtra y reproduce para atestiguar la vida de su hermana, acompañados de los recuerdos de quienes la trataron. Como Svetlana Aleksiévich, emprende «un rompecabezas muy complejo que nunca acabaré de armar del todo. Una sobre la otra, estas escrituras son capas de experiencia […] mi intención es abrir y preservar a la vez esta escritura: des y recontextualizarla en una lectura desde el presente» (pp. 185-186). Tampoco Liliana encontró palabras ni cómplices; sin nada ni nadie en quien ampararse, indefensa como cualquier víctima, calló.
«Eso no era amor»
Sin embargo, su guía interior le insinuaba que aquello no iba bien. En ocasiones dicen más los silencios que lo que se expresa, y en sus escritos se pueden hallar los síntomas: el miedo a volver sola a casa; la mañana en la que apareció con marcas de violencia; los celos de él cuando ella comenzó la universidad e hizo amigos, mientras que él se quedaba atrás; el temor, una vez rota la relación, de volver a enamorarse. En todo momento Liliana fue consciente de la toxicidad de aquel comportamiento, tuvo la osadía de apartarse de él, de creer que podía romper del todo. Eso no era amor, y, si lo era, no era el amor que ella quería. Sus padres la educaron, a ella y a Cristina, en unos valores progresistas, de libertad y emancipación. Creían en sí mismas. Lo malo es que llegaron a un mundo que no estaba preparado para ellas.
Los documentos suponen, además, un hallazgo inesperado. Las mujeres, al menos antes de internet, se desahogaban a través de la escritura privada. Ella la cultivó con profusión –su hermana dice que era Liliana quien apuntaba maneras de escritora– y durante un periodo clave: la adolescencia y primera juventud, etapa de cambios, de crecimiento, de vínculos inquebrantables. La amistad es un pilar esencial: las confidencias, el apoyo mutuo, la complicidad. Alguien que las escuche, que las comprenda. En la facultad, formó una pandilla mixta; relaciones sanas, aunque a veces surgió algo más, era natural. Estas páginas son una muestra perfecta de «cómo se hace una chica», como diría Caitlin Moran, una demostración de sororidad más contundente que cualquier discurso.
En lugar de describir a Liliana, la autora deja que sea ella misma la que se revele con sus palabras, sus pensamientos, sus dudas, sus expresiones de cariño, sus apuntes de canciones o frases de libros (el título proviene de una cita de Albert Camus: «En lo más crudo del invierno, aprendí al fin que había en mí un invencible verano»). Descubrimos a una mujer joven inteligente, cálida, atenta, independiente, curiosa, leal. Es posible seguir su madurez, sus cambios en la percepción del amor. Se habla de tabús como el sexo o el aborto: las chicas sospechaban que las demás mantenían relaciones con sus parejas, pero sin hablarlo de forma abierta; y el aborto no era legal, pero se abortaba, lo que ponía en peligro sus vidas.
El asesino de la historia
El asesino se borró del mapa. En el libro no se le da protagonismo, más allá de las pinceladas de las notas de Liliana; en un ejercicio de contención encomiable, la autora no permite que él emponzoñe su memoria, elige con tino en quién centrar la crónica del feminicidio, no dar margen al morbo. No hay sed de venganza, tan solo de justicia y medidas de protección. En Te encontraré (2016), la periodista Joanna Connors investiga al hombre que la violó; quién era, cómo vivía. Rivera Garza tiene otro propósito: «La tentación de reconstruir la vida de Liliana como una víctima inerme ante el poder avasallador del macho fue grande. Por eso he preferido que hable ella […] Liliana no perdió la capacidad de verse a sí misma como autora de su vida (p. 198). En cambio, es importante que ilustre su amistad con chicos, los distintos tipos de masculinidad, de acercamiento íntimo, el complicado rol de ellos al saber que podían, sin querer, agravar las suspicacias del acosador.
Marta Sanz suele decir que su compromiso como escritora va ligado a la lengua, a la búsqueda de nuevas formas de expresión. Rivera Garza hace lo propio con este libro, reinventa un género, a caballo entre la memoria y la investigación periodística, para engrandecerlo, para establecer un punto de inflexión en la lucha. No solo da testimonio, sino que ofrece algo más valioso, que atañe a todos, a la sociedad y al mundo. Hay una tragedia, sí, pero también esperanza, porque algo se mueve. Invita a la acción, a no bajar la guardia; y es mucho más: la declaración de amor de una hermana, la narración de un duelo sin complacencia, y, ante todo, la celebración de la vida luminosa de Liliana. Los premios no son una garantía, pero en este caso es la obra la que ennoblece el Pulitzer. Al terminarla, solo se puede decir: gracias, Cristina.