La condición maldita
Desde la cultura del silencio, que se opone a la del ruido y la publicidad, el poeta Luis Cremades sobrevive y escribe
La noche en que todos te abandonan, la conoce, conoce esa noche, cuando descendemos a un lugar sin nombre y ya nadie nos acompaña. Lo primero en la vida de Luis Cremades, lo fundamental, fue el repudio familiar: lo marcaron como a Caín a pesar de que era Abel. Ocurre muchas veces en las estructuras familiares rígidas: equivocan los papeles y van elaborando un drama familiar que necesariamente va a desembocar en más de una tragedia. Luis dejó la casa de sus padres e inauguró su época errante: la travesía de la noche, del desierto, de la ciudad, del deseo. Un largo viaje por la vida, jalonado por momentos gloriosos y sólo a veces infernales. Y de pronto sobrevino la violación como un latigazo de fuego líquido entre pasillos borrosos y cables tensos.
Fue un ataque brutal en el espesor de la noche, que quedó enterrado en la mazmorra de la psique donde ocultamos el espanto, hasta que apareció la enfermedad producida por la agresión, y su memoria empezó a despertar lenta y dolorosamente. Sus familiares lo daban por muerto porque lo querían muerto. Dar por hecho algo equivale a desearlo, y desearlo además con precipitación. Es terrible verse preso en un círculo de caras donde todas te miran como a un difunto, mientras la enfermedad prosigue su tarea y te vas hundiendo en el espacio glacial de la verdadera soledad…
…Una soledad profunda, aniquiladora, y tan vertiginosa como la que describía Kierkegaard, al que tanto citas últimamente.
Es Luis Cremades el que me habla. En días en que los escritores sólo se dedican a promocionarse a sí mismos, como auténticos miserables, que diría Gracián el discreto, es un alivio profundizar con un poeta como Luis. Desde la cultura del silencio, que se opone frontalmente a la cultura del ruido y la publicidad, Cremades sobrevive y escribe. Esa es actualmente la condición maldita: un saber y una cultura que se deslizan por debajo incluso de las redes sociales, por debajo del sistema, que es básicamente un sistema publicitario. A Luis los tumultos le agobian, en realidad le descuartizan. Hace tiempo que aprecia la simpleza de los sabios. Con él es fácil proyectarse en los grandes espacios del alma, o las grandes moradas de la noche, convertida en una hermana no siempre mansa y a menudo cargada de sorpresas, de miedo, de iluminaciones.
El problema de proyectarse en grandes espacios es que luego has de regresar a tu insignificancia personal en un rápido viaje en espiral desde la estratosfera hasta ti mismo, y supongo que eso fue lo que hicimos Luis y yo aquella tarde de nubes plateadas, cuando dejamos atrás los misterios del cosmos y nos pusimos a hablar de la enfermedad, de la velocidad de la vida y de la velocidad de la muerte, y de algunos momentos de nuestras existencias más o menos tenebrosos, más o menos dichosos, más o menos desesperados mientras tomábamos té ahumado de China. El misterio del tiempo ocupó de pronto nuestra conversación y los dos intentamos recordar el momento de nuestras vidas en los que la realidad se impuso y dejamos de creernos inmortales. Una dolorosa revelación que a ambos nos sobrevino bastante tarde y por causa de accidentes en los que vislumbramos la cara de la muerte recortándose en una atmósfera muda y oscura. Los encuentros con la parca o sus enviados están siempre ahogados por la niebla y por la ausencia de palabras.
«Cuando quieres comunicar la profundidad del ser, no te queda otro remedio que adoptar el lenguaje poético»
Luis es un poeta adiestrado en el dolor, en un dolor sostenido como el de Coleridge o el de Baudelaire: un dolor que troquela el ser y el espacio y el tiempo: un dolor que cuando cesa se convierte en elevación y resurrección. Vive como un ermitaño en una colina desde la que se ve el mar los días claros, con una gata muy distinguida y un monarca muy poderoso: el silencio. Cremades existe en una dimensión muy cerca del ser, de hecho su poesía reunida, que acaba de aparecer, se titula Música del ser (que el lector podrá adquirir en la caseta 71 de la Feria, en ausencia del autor que no podrá acudir debido a su enfermedad).
Por todo el tejido de Música del ser circula una latencia extraña, una extraña respiración, que es a la vez muy íntima, y que para mí convierte a Luis en el poeta maldito más excelente de cuentos se han cruzado conmigo en el camino de la vida, y han sido unos cuantos, que aunque publicaron muy buenos libros todavía siguen bien sumergidos en la cultura del silencio. Algunos se quedaron muertos en las calle, otros murieron es hospitales de desahuciados, y otros siguen aquí y continúan atravesando el puente en llamas de la vida, a una edad en la que se agudiza la visión y pueden sacarse conclusiones generales. Leyendo a Luis llegas a creer que el malditismo es un aliento poético, vinculado al lenguaje conjetural de los profetas, que juzga el mundo con despiadada crueldad y despiadada grandeza, y a veces también con despiadada ternura. Es ese sesgo el que convierte en minoritarios a unos cuantos escritores excelentes, ese sesgo de orgullo y de incomodidad. Y ese empeño en dejar bien claras las demoliciones, mientras que muchas otras cosas quedan en la oscuridad.
Vuelvo a mi conversación con Cremades. Hacia las diez de la noche nos despedimos. Ya en mi casa, abrí el libro del Luis y releí los poemas que más me gustaban. En el silencio de la noche, su poesía, exigente y honda, me llevaba a una idea de Goethe que heredó Heidegger: cuando quieres comunicar la profundidad del ser, no te queda otro remedio que adoptar el lenguaje poético, caracterizado por una densidad semántica que conduce al misterio, cierto, pero también a la luz. Entonces pienso en los que buscan la esencia, la revelación y la expresión de lo inexpresable en el círculo sagrado la noche y en el círculo sagrado del lenguaje, y antes de cerrar el libro leo un poema precisamente titulado La tribu sagrada:
Yo pertenezco a una tribu de niños soñadores,
de ojos grandes y mirada inquieta
que no miran a otros sino más allá;
una tribu de vagabundos solitarios,
que saben sentir el desierto en la ciudad;
una tribu de refugiados en sótanos y desvanes,
de sueños que no responden a las alturas humanas;
una tribu que huye del poder y la sumisión,
de la sombra infecciosa de la autoridad,
de los interrogatorios, los juicios y la rentabilidad.
Pertenezco a una tribu perseguida
que se descubre en el arte o se pierde en el dolor,
que se disfraza, obligada a travestirse,
y cuenta cuentos para demorar su muerte.
Pertenezco al territorio sin tierra de los juegos,
a la penumbra, al chasquido
de un helio con su hidrógeno, a la creación
que descubre su sentido en ciclos sin nombre.
Pertenezco a una tribu de ritos invisibles
que respetan tres principios:
los hechos, el amor y los hechos del amor,
la naturaleza, el amor y la naturaleza del amor,
los actos, el amor y los actos de amor.