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Apología del chiringuito

Si antes molaba descubrir un merendero anónimo, cualquier foodie actual presumirá del chiringuito para millonarios

Apología del chiringuito

Un chiringuito en Ibiza. | Archivo

Me encantan las listas de best of. Y cuanto más excéntricas, mejor. En verano, nunca me pierdo la que publica desde hace seis años Tapas Magazine sobre los mejores chiringuitos playeros de España «donde comer bien y pasarlo mejor». Esta vez, el número uno ha recaído en Azul Sunset Point, en la Marina Real de Valencia. Y el ranking, elaborado por Macarena Escrivá y patrocinado por Aperol Spritz, se completa con establecimientos como el Berebere Oasis de Mar (Torre del Mar, Málaga), el Beso Beach de Estepona o el Boia de Cadaqués. En temporadas anteriores, encabezaron el podio La Luna de Zahara de los Atunes (Cádiz) y el Blue Bar de la Playa Migjorn en Formentera. ¿Verdad que, con estos calores, dan ganas de escaparse a conocer más de uno? 

Como suele ocurrir en este tipo de clasificaciones tan estacionales y tan mediáticas, Tapas Magazine no tiene la exclusiva del tema y la Guía Repsol, siempre atenta a la actualidad gastronómica patria, elabora cada temporada su propia selección e incluso otorga a algunos de estos establecimientos sus simpáticos soletes, distinción inferior a los cotizados soles que sirve para premiar en este caso «un placer asequible, donde priman la calidad y el buen hacer en un ambiente informal y acogedor». 

Tomen nota de algunos nombres, si están ya preparando las maletas para dar un salto a la costa: El Portugué (Isla Cristina, Huelva), Tirabuzón (Cádiz), Sea Soul (Chiclana de la Frontera, Cádiz), El Sardiná (Torremolinos, Málaga), El Líos (Puntas de Calnegre, Murcia), Primera Línea (Denia, Alicante), L’Estibador (Valencia), Subhasta de L’Estany (L’Ametlla de Mar, Tarragona), El Puntal Tricio (Ribamontán al Mar, Cantabria), Castiñeiras (Pinténs, Pontevedra)…

Comparando ambos rankings, intuyo que el primero posee un trasfondo más hedonista, mientras que el segundo prioriza el aspecto culinario sobre el estilo de vida. Pero es solo una impresión. Y hablando de listas, en 2019, nuestra compañera Paz Álvarez publicó en Cinco Días un interesante reportaje sobre los lugares preferidos de los chefs estrellados para comer mirando al mar y salió otra enumeración altamente recomendable: Ricard Camarena, Toc al Mar (Begur); Susi Díaz, Barlovento (Torrevieja); Elena Arzak, Balearri (Guetaria); Nacho Manzano, Miradoriu (Playa de Vega); Ángel León, Las Rejas (Playa de Bolonia); Diego Guerrero, El Náutico (O Grove)…

«Aquí, lo realmente trascendente es cómo las antiguas barracas de playa han adquirido cartas de nobleza»

Pero nos estamos desviando a base de recomendaciones. Aquí, lo realmente trascendente –si me permiten usar el término para hablar de algo tan cotidiano y banal– es cómo las antiguas barracas de playa han adquirido cartas de nobleza en los últimos lustros, hasta convertirse en iconos del turismo chic más instagrameable, símbolos de estatus social y hasta destinos gastronómicos en sí mismos.

Para entendernos: si lo que molaba en el pasado era contar que habías descubierto un merendero anónimo maravilloso perdido en una cala de la costa sur ibicenca, cualquier foodie actual que quiera presumir de taco gordo aludirá con aire despreocupado a un reciente almuerzo en Casa Jondal –el chiringuito para millonarios o aspirantes a serlo de Rafa Zafra en Ibiza–, comentando sucintamente que «no estuvo mal». ¿Para cuándo uno de estos establecimientos en la guía Michelin o en 50 Best? Tiempo al tiempo.

«Yo tengo un chiringuito a orillas de la playa, lo tengo muy bonito y espero que tu vayas. Las chicas en verano no guisan ni cocinan, se ponen como locas si prueban mi sardina», cantaba en 1988 el inimitable Georgie Dann, autentico especialista de la canción del verano en su modalidad más burda. Quizá para él crooner galo más casposo, el chiringuito se resume en ligoteo con aroma a after-sun, pero para muchos representa muchas cosas más.

Según el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, un chiringuito es «un quiosco o puesto de bebidas al aire libre». Una definición de 1983 que se me antoja bastante sucinta y a la que yo añadiría algo más de contexto. A mí modo de ver, se trata de espacios únicos que reflejan la forma en que los españoles disfrutamos del ocio y la gastronomía durante la temporada estival. Lugares donde se rompen las barreras sociales y se fomenta la interacción entre personas de diferentes edades, clases sociales y nacionalidades en un ambiente relajado y festivo. 

Volviendo a la definición de la RAE, parece que inicialmente no se servían comidas. Tampoco alude el diccionario a la vocación eminentemente playera del concepto, quizá porque al albur de la moda empezaron a crecer como setas chiringuitos de secano, que a mi modo de ver no son digno de tal nombre por considerar, igual mi admirado amigo Jesús Terrés, que «es imposible disociar la idea del chiringuito sin la presencia, los olores y sonidos inconfundibles del mar». Pero no limitemos su función a simples locales de ocio playero, puesto que sería hacerlos de menos. Desde una perspectiva no solo sociológica sino también emocional, los chiringuitos son espacios de resistencia al ritmo acelerado de la vida moderna, donde se valora la relajación y la sociabilidad, el smartphone pierde el protagonismo de los días laborables y el tiempo parece suspenderse. Pero no nos pongamos demasiado estupendos…

¿Quién inventó los chiringuitos?, se interrogaba María José Carmona en el título de un reportaje donde recorría medio litoral de la piel de toro tras el origen de este concepto triunfador. «Para muchos es el verdadero destino, la playa es solo la excusa. Ese olor a aceite y a limón, a cerveza de barril, a naranjas bañadas en sangría. El sonido de las comandas, de las vajillas apiladas, el murmullo feliz y estereofónico de las mesas. Las aceiteras de plástico, las frituras variadas, las manchas de vinagre en el mantel, la Comtessa de postre.

El chiringuito no es solo el lugar donde comer e hidratar las sufridas gargantas playeras, forma parte de nuestro paisaje sentimental. Una tradición convertida en fetiche turístico, el Valhalla de la clase obrera», elucubra de forma admirable antes de concluir que «varios puntos de la geografía mediterránea se atribuyen la patente de estos templos del relajo veraniego, aunque poco se sabe con certeza». O sea que incluso en un tema relativamente baladí como este, existe un encarnizado debate sobre quién fue el pionero. 

En Sitges (Barcelona), se precian de haber visto nacer el primer chiringo de la historia peninsular, llamado El Kiosquet y fundado en 1913 en el Paseo de la Ribera, que hoy ha pasado de servir carajillos a los pescadores después de faenar a atender masas ingentes de vecinos del barrio y turistas en temporada. Cuenta la leyenda que, en 1943, fue destruido por una tromba marina y la concesión pasó a manos del empresario Juan Calafell, quien encargó la reconstrucción al arquitecto racionalista José Antonio Coderch y rebautizó como El Chiringuito siguiendo el consejo de un cliente habitual, el periodista madrileño César González Ruano, a cual le recordaba aguaduchos similares que había conocido en Cuba. Y, como dicen en Italia, si non è vero, è ben trovato.

Claro que Sitges lleva las de perder, si nos atenemos a la hemeroteca, ya que existe una noticia de 1924 del periódico El Imparcial donde se alude al bar Chiringuito, ubicado en el Muelle de la Paz del Puerto de Barcelona. Y, ya saliendo de Cataluña, la historia oral de Málaga nos recuerda la presencia de tenderetes o ventorrillos en la playa de El Palo donde se servían espetos de sardinas desde 1860 y hay incluso una anécdota (falsa) acerca la visita del rey Alfonso XII a uno de estos merenderos, La Gran Parada, durante la cual el dueño del mismo, Miguel, habría enseñado al monarca a comer el suculento pescado azul con las manos. 

Hoy existen chiringuitos en todo el litoral español, como atestiguan el portal www.playea.es y los rankings antes citados. De su origen humilde hemos saltado, en medio siglo, al estilo beach club más glamouroso, con cabina de DJ incluida –algo que yo detesto– y, por el camino, se ha perdido en muchos casos ciertos valores así como la cocina de proximidad. Los pescaditos ya no son del litoral ni se ofrecen en un fritura primorosa, restallantes de frescura, sino que en las diversas barras con arena en los pies del reducto hipster gaditano de Playa Zahora –por poner un ejemplo– era más fácil encontrar el año pasado un ceviche mal hecho o unos dumplings de carrillera. Y así van las cosas…

En cuanto a la proliferación de los mismos, en algunas zonas de nuestra costa van camino de convertirse (casi) en un peligro, debido a la masificación y a que no se cumplen las mínimas medidas medioambientales, lo cual termina por generar un impacto negativo en las playas por la gestión inadecuada de residuos, el consumo excesivo de agua y la contaminación acústica. Y es que la normativa que regula este tipo de negocios varía en función de cada comunidad autónoma, lo que genera un vacío legal que permite que algunos operen sin licencia o incumpliendo las normas de seguridad e higiene. Una maravilla para el pelotazo efímero, vaya.

A pesar de estas amenazas, yo sigo creyendo e un modelo de chiringuito sostenible y concienciado, acorde a sus orígenes y que preserve su esencia sin dañar el entorno, siguiendo protocolos responsables como los de ese Decálogo de buenas prácticas que publicó en 2012 la Fundación Biodiversidad. Como las picaduras de avispa, las quemaduras del sol y los enamoramientos fugaces, forman parte del ritual veraniego y de nuestros más entrañables recuerdos de juventud, ya que condensan la esencia de las vacaciones estivales y nos traen estampas de atardeceres memorables con la brisa del mar disfrutados en la mejor compañía.

Sin ahondar en lo sentimental, me gustaría señalar también la valiosa función apaciguadora que cumplen dichos establecimientos en esta querida España nuestra que se halla últimamente tan polarizada. En 2019, el periodista Íñigo Domínguez recorrió para El País una docena de nuestros más legendarios chiringuitos playeros, muchos de ellos fundados en los 60: desde El Puntal (Santander), hasta Aiguablava (Girona), pasando por El Tintero en El Palo (Málaga), As Furnas (Coruña) o Cala Deià (Mallorca). «Durante esta ruta de 12 días, pegando la oreja a conversaciones ajenas, de Galicia a Almería, de Málaga a Girona, mientras en Madrid se debatía el futuro Gobierno de España, ni una sola, ni una, ni un segundo, fue sobre política», recordaba el periodista. ¡Qué bien sienta a veces olvidarnos de tanta agitación!

Yo tengo mucho chiringos favoritos, particularmente en Cádiz, donde me gusta visitar cuando empieza la temporada –luego, se ponen imposibles– sitios como El Refugio en Zahara de los Atunes, el Feduchy en la playa de La Fontanilla en Conil de la Frontera o el Alfonsito en Bajo de Guía en Sanlúcar de Barrameda. Pero de todos ellos me quedo con los dos que han sobrevivido al proceloso derribo de medio centenar de casetas de pescadores de la playa de La Casería en el pueblo natal de mi madre, San Fernando. 

El Bartolo y Casa Muriel-La Corchuela se han salvado (hasta ahora) del «proyecto regenerador» impulsado por la Demarcación de Costas de Andalucía Atlántico para recuperar por parte de la Administración y modernizar –es un decir– con un aburrido paseo marítimo esta esquina tan marinera y tan deliciosamente salvaje de la Bahía gaditana. El otro día acudí al Bartolo, que este año cumple 70 años de actividad, en compañía de mi amigo Miguel Gómez Lucas de la encomiable bodega isleña Vinifícate y su fiel cuadrilla. Fue como viajar en el tiempo a una época menos torticera y sin especulación inmobiliaria para disfrutar, acaso por última vez –porque el proceso sigue su curso– de ese atardecer en este enclave único, contemplando Puerto Real bebiendo manzanilla y comiendo huevas fritas.

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