La inhumanidad del placer en Proust
Al parecer, el escritor, un lírico cruel, sólo podía acceder al placer fuera del círculo habitual de la bondad y el afecto
Durante la Gran Guerra, cuando las bombas procedentes de los dirigibles caían sobre París, Proust se entregaba a una ceremonia en la que cobraban mucho protagonismo los roedores más odiados de la tierra: la raza maldita de las alcantarillas, la civilización de la sombra. Albert Le Cuziat, lacayo del príncipe Radziwill era el encargado de conseguir las ratas, que llegaban al sótano del hotel Marigny metidas en una jaula. Bajo la luz de cuatro grandes velas y ante un retrato de la madre del escritor, se llevaba a cabo la tortura de las ratas. Proust se excitaba al oír los gritos de los roedores llegando a todos los rincones de su noche personal como cuchillos voladores. El lacayo tenía que ir metiendo una aguja de sombrero en la jaula, picando a las ratas, que empezaban a chillar.
Recientemente se ha dicho que las ratas tienen, como Marcel Proust, memoria asociativa y aglutinadora de múltiples episodios que solo necesitarían una sugerencia para aparecer. Si una rata ha pasado su infancia en una hermosa alcantarilla llena de hongos y hasta llena de helechos, más tarde, cuando sienta el olor de los helechos recordará toda su infancia con más detalles de los que creemos: la cara de su madre, el sabor de la leche materna, tardes lentas y felices, trifulcas con otras ratas, el primer amor y el segundo, la intriga, la traición. Si una de ellas pudiese escribir, probablemente nos dejaría una hermosa narración sobre sus pasos perdidos que dejaría boquiabierto a más de un plumífero.
Estos últimos años, los que rodean el centenario de la muerte del escritor, han aparecido a ambos lados del Atlántico bastantes artículos sobre ambos temas como si hubiese una conjura internacional que buscara relacionar a Proust con las ratas para toda la eternidad. Ya he abordado alguna vez el tema de Proust y sus ritos sexuales; ahora lo haré con más precisión y más datos, explorando sus fuentes. La historia de las ratas procede en primer lugar de André Gide, que justificaba el proceder de su amigo Proust diciendo que Marcel tenía por hábito «unir las sensaciones y emociones más dispares con fines orgásmicos».
El escritor Maurice Sachs habló igualmente de la secuencia de la que fue informado por del mismísimo Albert Le Cuziat, con el que Proust había fundado el ya mentado hotel Marigny, apodado en su momento «el templo del impudor» y que era un prostíbulo gay. En su artículo Proust y las ratas sexuales, aparecido en el 2021 en The New Yorker, el ensayista Adam Gopnik habla de una prostituta anónima que le contó el episodio al escritor Marcel Jouhandeau. También indica Gopnik que fue Jean Cocteau el que añadió el detalle fundamental de la fotografía de la madre presidiendo la sesión.
Adam Gopnik piensa que el asunto de las ratas podría ser una invención pérfida. Yo tiendo a pensar que no. Tengo claro que Gide y Cocteau no siempre decían la verdad, pero, ¿qué ganaban inventándose una historia así? Estimo que la ceremonia de las ratas cuadra perfectamente con Proust y su filosofía del placer. Proust creía que las personas muy receptivas, las escalofriantemente receptivas, las que padecían hiperestesia y eran demasiado sensibles a los estímulos sensoriales, veían el placer como la dimensión de la inhumanidad. Eran en esencia almas tan puras que cualquier idea del placer la repudiaban y la dejaban fuera del reino del ser, y hasta fuera de la conciencia.
«En la sexualidad descrita en la ‘Recherche’ abundan las profanaciones, las burlas, la humillación»
Al parecer Proust sólo podía acceder al placer desde una cierta inhumanidad, fuera del círculo habitual de la bondad y el afecto. La foto de la madre hacía de chispa continua en la ceremonia de los roedores, avivando incesantemente el fuego. Aunque se trataba de una representación que jugaba con elementos fundamentales de la cultura (la luz, la sombra, el verdugo, la víctima, la madre, el hijo, el sufrimiento y la muerte) resultaba un espectáculo extraño y delirante. Para Marcel era una forma de salir fuera de sí, de extraviarse como a menudo se extraviaba en sus libros. En la sexualidad descrita en la Recherche abundan las profanaciones, las burlas, la humillación.
Proust era un lírico cruel, un ángel sádico, y padecía frío perpetuo: era un hombre en carne viva que se veía obligado a llevar abrigo hasta en verano. Lo que nos indica que su hiperestesia era real y real su necesidad de llegar al placer más allá de los límites del afecto, en el reino de la inhumanidad. Proust creía que ese era el lugar del goce para los hombres que, como él, casi no tenían piel.
En parte por los castigos y desaires maternos a los que fue sometido en la infancia, a menudo con el beneplácito del padre, un hombre bastante severo, Proust mantenía una relación enfermiza y muy discontinua con su madre, a la que no supo mirar en vida, como no supo mirarla en la muerte. La madre es un personaje parcialmente omitido que arde como una rosa de fuego en las catacumbas de la memoria, o quizá más abajo, en las catacumbas del inconsciente mismo de la novela y de la ceremonia que acabamos de comentar.