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Cultura

Willy Loman: 75 años de un viajante (in)mortal

El drama de Arthur Miller sobre el sueño americano sigue conmoviendo en una sociedad obsesionada con el éxito

Willy Loman: 75 años de un viajante (in)mortal

'Muerte de un viajante' (1985). | CBS

Un drama familiar con un aire inequívocamente burgués sobre el calamitoso derrumbe de las grandes esperanzas, atravesado por el pecado bíblico del adulterio. La primera impresión que debió dejar Muerte de un viajante, la obra maestra de Arthur Miller (1915-2005), a los espectadores que acudieron a ver su estreno en el Teatro Morosco de Broadway (Nueva York) la tarde del 10 de febrero de 1949, dirigido por Elia Kazan, hace tres cuartos de siglo, fue la de contemplar una cruel parodia sobre la vida sobre un hombre vulgar, incapaz de enfrentarse con la realidad. La pieza fue contratada durante ochocientas funciones y estuvo dos años ininterrumpidos en cartel. Un éxito colosal para tratarse de una historia muy simple sobre un individuo al que el destino hace picadillo. Nada que no suceda en todos sitios todos los días. 

La obra, que se había testado unos días antes en Filadelfia, causó asombro y provocó una hondísima impresión. El drama de Willy Loman, despedido de su empresa —donde ocupaba un puesto mediocre de agente comercial ambulante— al borde de la jubilación, condenado a perder su status laboral y familiar, se encarnaba en la máscara de un personaje inolvidable, con fugas hacia el pasado, cuyo patetismo superaba de largo su mísera condición. Parte de la crítica —y con esta evaluación ha pasado a la historia— encontró en este cuento de desesperanza y discordia familiar una crítica al mito del sueño americano, esa ficción que sostiene que, con trabajo honrado, esfuerzo suficiente y decisión personal, cualquier hombre puede prosperar en esta vida —aunque venga de la nada—, integrarse y triunfar en la sociedad. 

Sin ser falsa, se trata de la lectura más superficial de la fábula de Loman, en la que Miller —hijo de una familia de inmigrantes, peregrinos en la tierra de las oportunidades (imaginadas)— puso parte de sus experiencias biográficas. La historia del viajante es una de las cumbres del teatro moderno porque de una forma sutil, sin darse importancia, conecta con uno de los anhelos de los seres humanos: la aspiración (vana y efímera) de alcanzar la inmortalidad. El dramaturgo norteamericano lo expresó de forma deslumbrante: «Es como intentar escribir cuidadosamente tu nombre en un gran bloque de hielo en una calurosa tarde de verano». 

Muerte de un viajante recoge muchas de las enseñanzas teatrales de Ibsen, el dramaturgo noruego, acerca del eterno conflicto entre el individuo y la sociedad. Esta afirmación requiere, no obstante, un matiz importante: si en las piezas del escritor noruego sus criaturas se rebelan contra los demás, una actitud que no deja de tener una cierta pátina heroica, como se muestra en El enemigo del pueblo, el Willy Loman de Miller naufraga por lo contrario: es una criatura sine nobilitate cuyo error es otorgar a los otros el poder de juzgarlo, haciendo descansar su autoestima en las impresiones ajenas. Pero, en el fondo, es una víctima de sí mismo porque ha edificado un superlativo autoengaño para no enfrentarse con los hechos desnudos: sólo es un padre de familia, tan bueno o tan malo como cualquier otro, que se suicida para evitar que sus hijos —desengañados al derrumbarse la figura de su progenitor— perpetúen su camino. 

La resolución de Loman —matarse para que su familia cobre la póliza de su seguro de vida— es dramática, pero aún más trágica resulta la situación vital del personaje, atrapado en la creencia de que caer bien —al jefe, a sus hijos, a todo el mundo— abre puertas en la vida. El protagonista de Muerte de un viajante representa un modelo que goza de indudable popularidad en nuestros días, en los que el afán por el éxito social se ha convertido en una pandemia. La patología de Loman —creerse más importante de lo que en realidad es— no es una anomalía. Es una norma de conducta en una sociedad incapacitada para lidiar con el fracaso y donde los espejos únicamente sirven para hacerse selfies

El talento de Miller, que recibió el Pulitzer por este drama, fue condensar en una historia de su tiempo —su familia, que llegó pobre a Estados Unidos y prosperó gracias un humilde negocio textil, acabó en la ruina por la crisis financiera de 1929— un conflicto universal, situándolo en un marco prosaico. Loman desea ser un buen marido y un buen padre para sus dos hijos, pero, cegado por alcanzar el éxito, no logra ser ninguna de las dos cosas. Delira. De ahí su decisión de matarse para redimir su culpa y garantizar a su familia un futuro libre de deudas y cargas económicas. Esta representación (realista) contiene además una poderosa carga de metralla moral: el viajante, que camufla su frustración inventando logros que sólo existen en su mente, ha entregado toda su vida a un sueño (material, pero sobre todo psicológico) impostado. 

‘Muerte de un viajante’ (1985). | CBS

No ha triunfado y la sociedad en la que intenta destacar lo destruye sin miramientos cuando deja de serle útil. Y, sin embargo, Loman no es una víctima del sistema capitalista, como han reivindicado las lecturas más ideológicas de esta obra, porque el autoengaño no es una imposición, sino una elección. Por tanto, está entreverado con la responsabilidad personal. En este sentido, Muerte de un viajante plantea, de otra manera, pero no con menos acierto, un conflicto análogo al Hamlet de Shakespeare, que se resiste —dudoso hasta el final— a consumar la venganza por el asesinato de su padre porque dicha obligación (encargada por un espectro) obliga al Príncipe de Dinamarca a enfrentarse con la verdad de las cosas y prescindir de las ensoñaciones y las elegantes hipocresías de la corte de Elsinor.

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