La maldición del vicepresidente
La vicepresidenta Kamala Harris tendrá que enfrentarse al mal fario que sufrieron los vicepresidentes candidatos desde mediados del siglo XX
Si la política fuera lógica, ser vicepresidente de los Estados Unidos debería ser la mejor plataforma para ser elegido presidente. Sin embargo, es todo lo contrario. De los 49 vicepresidentes que han pasado por Washington, solamente cuatro han logrado ser elegidos como sucesores de sus respectivos presidentes: Adams, Jefferson, Van Buren y George Bush I.
Adams y Jefferson son figuras señeras de la Historia de América, ambos fueron «Padres Fundadores», el club más selecto del país, los siete estadistas que crearon los Estados Unidos. Adams fue el primer vicepresidente, bajo la presidencia del general Washington. El carisma del soldado ganador de la guerra hizo de Washington —a quien algunos americanos querían coronar rey— el primer presidente, pero era inevitable que el segundo fuera el gran político, diplomático y escritor John Adams.
El segundo vicepresidente y tercer presidente fue otro personaje histórico, Thomas Jefferson, Padre Fundador, autor de la Declaración de Independencia y primer secretario de estado bajo la presidencia de Washington. Como se ve, en aquellos primeros tiempos todo funcionaba bien en la política de los Estados Unidos, los mejores eran elegidos para los puestos más importantes.
En contraste con esas dos figuras históricas, el siguiente personaje que de 8º vicepresidente se convirtió en presidente, Martin van Buren, es poco conocido fuera de los círculos académicos norteamericanos. Lo más notable que se señala de él es que no hablaba inglés, sino neerlandés, pues pertenecía a una comunidad originaria de los Países Bajos.
Van Buren fue elegido presidente de EEUU en las elecciones de 1836. Habría que esperar siglo y medio para que otro vicepresidente, el número 43, George Bush I, sucediese a su presidente, Ronald Reagan, en las elecciones de 1988. Sin embargo, en esos años ya ejercía su mala influencia la «maldición del vicepresidente», y Bush padre, que en el momento de la Primera guerra del Golfo había alcanzado la mayor cota de popularidad de un presidente americano, perdió la reelección frente a Bill Clinton.
¿De dónde viene el sambenito de la maldición vicepresidencial? Quizá sea porque hay cierta percepción popular de los vicepresidentes como carroñeros, segundones que esperan la muerte de sus jefes para ocupar su puesto, oportunistas que no hacen nada mientras ocupan la vicepresidencia y de pronto la suerte los convierte en el personaje más poderoso del mundo. Porque lo cierto es que la mayoría de los que han pasado del Edificio Eisenhower (oficina de la vicepresidencia) al Despacho Oval de la Casa Blanca, 10 en total, ha sido porque su presidente fue asesinado, o murió de enfermedad, o tuvo que dimitir.
Todo comenzó con Nixon
La maldición empezó a funcionar con el vicepresidente número 36, Richard Nixon, y no ha dejado de ejercer su influencia desde entonces. Tras ocho años de una vicepresidencia brillante con Eisenhower, cuando era favorito para ganar las elecciones presidenciales de 1960, Nixon se tropezó con el carisma de John F. Kennedy y las perdió. Nixon tuvo otra oportunidad en 1968, fue elegido por fin presidente, pero tuvo que dimitir ante su inminente destitución por parte del Congreso por el Caso Watergate (véase Tormenta de verano: la dimisión de Nixon, en The Objective de 11 de agosto).
Esa maldición es tan perversa que ni siquiera cuando un vicepresidente alcanza la presidencia, cuando por fin consigue sentarse en el despacho oval de la Casa Blanca, puede considerar que ha triunfado y que pasará a la Historia como un ganador.
Ya hemos visto que eso le pasó a Nixon y a Bush, pero también le sucedió a Lyndon Johnson, que heredó la presidencia del cadáver de Kennedy asesinado en Dallas, y que pese a ser un buen presidente en política interior —Johnson impuso en el Sur las leyes de derechos civiles que daban igualdad a los negros— no se atrevió a presentarse a la reelección. Sentía que el país le odiaba por haberse metido hasta el cuello en la guerra de Vietnam, que también había heredado de Kennedy.
Caso notable es el de Gerald Ford, que parecía un tipo con suerte a quien le tocó dos veces el gordo de la lotería. Primero se convirtió en vicepresidente sin haber sido elegido por el pueblo, cuando Nixon tuvo que echar por corrupto al que ocupaba ese puesto, Spiro Agnew. Y después se convirtió también en presidente sin que nadie le hubiese votado, cuando Nixon dimitió. Pero esa suerte no logró neutralizar la maldición, por algún arcano de la fortuna la opinión pública lo encontraba ridículo y se contaban chistes crueles como: «Ford no puede hacer dos cosas a la vez, es incapaz de caminar y masticar chicle al mismo tiempo». Con esa imagen de tonto —que no lo era— perdió la única vez que se presentó a las elecciones presidenciales en 1976.
Hay un grupo de vicepresidentes menores, cinco nombres hoy olvidados de todos, que no lograron ganar una carrera electoral a la Casa Blanca cuando lo intentaron: Hubert Humphrey, Nelson Rockefeller, Walter Mondale, Dan Quayle y Al Gore. El más desafortunado de ellos fue, paradójicamente, el que era multimillonario, Nelson Rockefeller (41 vicepresidente). Pese a pertenecer al clan familiar más rico del país, Rockefeller ya había emprendido tres veces la carrera presidencial sin éxito, pero lo más humillante fue que, siendo vicepresidente, su presidente Gerald Ford lo dejo fuera de la candidatura electoral.
Al actual presidente Joe Biden también le golpeó la desgracia cuando era vicepresidente con Barak Obama. La inesperada muerte de su hijo mayor por un cáncer cerebral, en 2015, le sumió en un estado de desánimo, y renunció a convertirse en candidato demócrata en las elecciones presidenciales de 2016, para suceder a Obama. Sí aceptó, en cambio, la nominación en 2020 para frenar a Donald Trump, y lo logró en las más agitadas elecciones de la Historia de Estados Unidos, pues los partidarios de Trump asaltaron el Congreso en un golpe de Estado para impedir la proclamación de Biden.
Al fin, Biden logró ser presidente, el más viejo al llegar a la Casa Blanca. Pero tampoco ha tenido un final feliz para su mandato, pues el Partido Demócrata, considerándolo senil, le ha presionado para que no se presente a la reelección y deje el testigo a Kamala Harris.
Antes de ésta todavía ha habido un vicepresidente del que no se puede saber si es un tipo con suerte o un desgraciado. Se trata de Mike Pence, 48 vicepresidente con Donald Trump. Bajo semejante jefe, la figura de Pence no había brillado absolutamente nada durante el mandato de Trump. Sin embargo, adquiriría un papel histórico el 6 de enero de 2021.
Ese día, como presidente del senado, que es un cargo anexo a la vicepresidencia, Pence dirigía un acto meramente protocolario, que nunca había tenido la menor importancia política: la proclamación oficial del vencedor de las elecciones presidenciales, mediante el recuento de los compromisarios que envía cada estado al Congreso.
Sin embargo, ese día Trump, todavía presidente en funciones, intentó un golpe de Estado. Llamó a Pence y le ordenó que boicotease el acto de la proclamación. Pence no le obedeció, optó por cumplir con sus deberes constitucionales, y entonces los partidarios de Trump asaltaron el Capitolio. Su primer objetivo era encontrar al «traidor» Pence y darle su merecido, es decir, lincharlo.
Su buena suerte fue que los asaltantes no lo encontraron, cumplió con su deber y se convirtió en un estadista ejemplar. Su mala suerte fue que siendo, como es, un político de ideología muy conservadora, su carrera política se ha terminado.
Kamala Harris tiene, por lo tanto, que cumplir una doble hazaña si quiere pasar a la Historia. Vencer a Trump y vencer a la maldición del vicepresidente.